La comunicación es capaz de motivar percepciones y suscitar comportamientos, pero es indispensable que el emisor inspire confianza. Las instituciones que ofrecen servicios y bienes a las personas, deben dar cuenta de su identidad y misión. Una difícil sinfonía que requiere diversos instrumentos y tempos, pero sobre todo, veracidad y coherencia.
En situaciones críticas, la mención repetida de algunas palabras parece que ayuda a remediar los problemas y amenazas venideras. Una de ellas es la palabra confianza, y requerirla en momentos difíciles se constituye en un bálsamo para calmar la epidermis de una dolencia más profunda.
Quien ha de gobernar diversos asuntos en nuestra variada estructura político-económica y vital (empresarios, líderes en general, políticos o padres de familia) solicita confianza para motivar esperanza positiva en sus decisiones. En los últimos años asistimos a suplicantes y constantes peticiones: políticos que piden a sus conciudadanos confianza en su gestión, o líderes internacionales que tratan de conjurar los problemas de deuda financiera solicitando confianza a «los mercados». Y, sin embargo, apelar a ella en situaciones críticas puede tener efectos dispares y recuerda a un viejo adagio: «Nos preocupa la buena reputación cuando la hemos perdido». Por eso el profesor Alejandro Navas considera más bien que «un fantasma de desconfianza se ha extendido en todos los ámbitos de la vida pública».
EL FANTASMA DE LA DESCONFIANZA
¿Qué beneficios otorga la confianza a nuestra convivencia social? ¿Dónde se encuentran las fuentes de las que brota? ¿Es, como señala Robert David Putnam, un factor clave del «capital social», imprescindible en nuestras democracias? ¿Son el descrédito y el escepticismo compañeros del fantasma de la desconfianza?
¿Qué papel cumplen las instituciones en el tejido socio-político y económico? ¿Es la crisis actual una crisis de confianza? ¿Representa, en definitiva, un indicador de problemas más profundos?
En los últimos años nos estamos acostumbrando a panoramas con horizontes más o menos sombríos. Las circunstancias, amplificadas en los medios de comunicación, afligen el ánimo de los ciudadanos y estos valoran con dureza el quehacer de los responsables de las instituciones más relevantes de la sociedad, especialmente los representantes políticos y líderes empresariales.
En los distintos estudios demoscópicos y barómetros encontramos un paisaje social que agranda el fantasma de la desconfianza. La opinión de la ciudadanía se fotografía con cierta frecuencia, y los resultados son similares en numerosos países. Los ciudadanos no se fían de las decisiones que toman sus representantes, dudan de los directivos empresariales y de las entidades financieras en la gestión de los activos económicos y financieros y miran con recelo la actuación de otras instituciones clave del tejido social: sistema judicial, médico, educativo…
Merece la pena cuestionarse cuál es el origen de la llamada crisis de confianza y si la comunicación desde las instituciones puede contribuir a inspirar o fomentar una fe mayor en el buen hacer de nuestras entidades políticas, económicas y sociales.
Confianza tiene su origen etimológico en el latín fiducia, que a su vez proviene de fe. Confiar es poner la fe en alguien o, dicho de otro modo, esperar un comportamiento futuro acorde con el buen hacer. De ahí que muchos autores la equiparen con un activo intangible de gran valor. Sin embargo, dicha valoración no emerge espontáneamente en nuestras mentes, sino que frecuentemente proviene de una experiencia pasada sobre la que modulamos nuestras expectativas acerca del futuro. Un editorial del diario El País (19/VIII/2007) se titulaba «Cuestión de confianza».
En los albores de la actual recesión económica, el editorialista destacaba que «la confianza suele guardar una relación estrecha con el grado de eficiencia percibido en el desempeño de las funciones o tareas de los distintos grupos o instituciones».
Años después, la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, junto con otros líderes internacionales, reiteran que las medidas adoptadas servirán para restablecer la confianza. Si realizáramos una semejanza con los tan nombrados mercados financieros, la confianza podría ser una clase de activo a futuro que ha de cotizarse –valorarse– en el momento presente y, por tanto, su valor está tremendamente a la baja, lo que disminuye las probabilidades de un alza en su valoración futura.
DESCONFIANZA ¿PROBLEMA DE COMUNICACIÓN?
Llegados a este punto, numerosas voces de líderes y expertos explican como una de las causas clave del círculo vicioso de la desconfianza un problema de comunicación, y encontramos múltiples razonamientos al respecto: se ha de promover una comunicación positiva, transmitir confianza mediante valores positivos; gobiernos, empresas, agentes sociales y demás entidades sociales deben transmitir confianza, hay que realizar gestos que la favorezcan…
Pero éstas y otras argumentaciones plantean una duda radical: ¿puede transmitirse la confianza? Si nos atenemos a la definición del Diccionario de la Real Academia, es «la esperanza firme que se tiene de algo o de alguien». Es decir, es concedida por la persona destinataria de la actividad institucional –sea en su papel de ciudadano, empleado, cliente o inversor– y no transmitida por la fuente, que más bien ha de inspirarla con su comportamiento pasado, presente y mensajes sobre el futuro. Por eso, desde el mundo clásico, se insistía en la importancia del logro de la buena fama o estima de los ciudadanos.
Aristóteles, al respecto, señala en su obra Retórica que «la buena fama estriba en ser considerado por todos como virtuoso (…). El honor es el signo de que se posee la buena fama de ser capaz de obrar el bien». De ahí que el pensador griego matizara que «tres son las causas que hacen persuasivos a los oradores; y su importancia es tal, que por ellas nos persuadimos, prescindiendo de las demostraciones. Esas causas son la sensatez, la virtud y la benevolencia (…) Es forzoso que aquel que parezca tenerlas todas resulte ser persuasivo para el auditorio. Por lo demás, cómo es posible mostrarse sensato y virtuoso, hay que deducirlo de los análisis de las virtudes…».
Las sociedades contemporáneas han posibilitado una observación más extensa de la realidad del mundo, han introducido más complejidad en el análisis de los fenómenos globales y una cantidad ingente de información difícilmente digerible a través de los múltiples canales, modos y medios. En consecuencia, el conocimiento directo y experimentable de los asuntos públicos se vuelve arduo para el ciudadano, o, como diría Heráclito, «la realidad se complace en ocultarse».
COMUNICACIÓN LIGERA Y VANA
De ahí que Aristóteles advirtiera que sólo mediante el discurso exista la posibilidad de «mostrarse sensato y virtuoso». Muchos analistas críticos de la comunicación pública en general, y de la de instituciones en particular, no dudan en atribuir a los profesionales una parte de la responsabilidad en el advenimiento del fantasma de la desconfianza.
La sofisticación de las estrategias comunicativas de instituciones de todo tipo –fundamentalmente partidos políticos con su marketing, unos gobiernos inmersos en la campaña permanente, o las empresas con su preeminencia por la comunicación comercial y la consecución de imágenes de marca ‘rentables’–, se argumenta, dejan indefenso a un ciudadano que se convierte en una suerte de recipiente en una balanza de interlocución muy desequilibrada.
La comunicación, ahora más que nunca, puede ser un instrumento estratégico para «mostrarse sensato y virtuoso» en el escenario público. En la jerga particular, los propios profesionales se definen como gestores de percepciones, estrategas de comunicación que ayudan a construir reputación.
Tal ropaje lingüístico inspira cierto recelo que incide en el descrédito ciudadano hacia los mensajes institucionales, habida cuenta de que se trata de discursos autorreferenciales cuya naturaleza persuasiva se aleja de un verdadero diálogo y una relación comunicativa leal y equilibrada. Muchos ciudadanos y analistas suscribirían bien las palabras de Encolpio en El Satiricón de Petronio, en el siglo III: «Permítaseme, ¡oh retóricos!, afirmar con vuestra venia que, ante todo, sois vosotros quienes habéis echado a perder la elocuencia. Al reducirla a una música ligera y vana, a una especie de entretenimiento, habéis convertido el discurso en un cuerpo sin nervio, sin vida».
Desde hace algunas décadas se ha diagnosticado la comunicación pública como una enfermedad contagiosa cuyos efectos se extienden en diversos ámbitos y foros: la simplificación de las ideas, la trivialización de los asuntos públicos, el exponencial uso de argumentos emocionales en desequilibrio frente a los racionales, o el infotainment.
En definitiva, la calidad de los contenidos o mensajes difundidos –en los medios de comunicación y por las instituciones– pareciera que padece cierta anemia intelectual ante la excusa de que la comunicación pública requiere brevedad en los contenidos y creatividad en las formas para captar la atención de audiencias saturadas, con la consiguiente abultada hipérbole en la exposición: viralidad de mensajes en internet sin identificación clara de la fuente, o campañas públicas que sacrifican la rigurosidad de los contenidos para llamar la atención sobre asuntos determinados.
José Manuel Velasco, presidente de la Asociación de Directivos de Comunicación de España señalaba en un artículo: «El continente ha desbordado al contenido, en una suerte de paradoja científica por la que el vaso, en vez de agua, rebosa cristal».
LA COMUNICACIÓN COMO UNA SINFONÍA
Las formas, la preponderancia de un lenguaje que engalana la presentación de los hechos, tal y como se ha descrito, corre el riesgo de fomentar el descrédito, y pareciera una muestra de desconfianza de las instituciones hacia la capacidad de entendimiento de los ciudadanos.
Con todo, el contexto actual propicia que las instituciones puedan realizar una comunicación directa, constante y adaptada a las necesidades informativas específicas de cada público. El momento contemporáneo facilita los modos, canales y medios para que la comunicación institucional sea rica en contenidos y matices, múltiple en las relaciones con sus públicos y capaz de motivar una imagen fiel de la realidad institucional. Si bien con frecuencia se otorga a la comunicación de instituciones calificativos como estratégica y función directiva, esta puede considerarse desde diferentes ópticas.
El cariz estratégico se advierte por el afán de profesionales inclinados a gestionar la dimensión comunicativa de sus organizaciones, conscientes de que los discursos resultantes, propios y ajenos, concurrentes en la esfera pública podrían influir en el buen devenir de lo social.
En síntesis, si reconocemos a las instituciones un estar en lo social para ofrecer servicios y bienes a las personas, necesariamente la comunicación implica dar razón y cuenta de su identidad y misión. Dichos bienes han de explicarse, y tal proceso tiene una potencial naturaleza dialógica cuya finalidad es lograr una imagen fiel –tomando prestado el concepto contable– entre los interlocutores de las instituciones –sean de naturaleza pública o privada, con o sin ánimo de lucro–: empleados, socios, donantes, clientes, accionistas, ciudadanos, votantes, autoridades públicas, periodistas, grupos de la sociedad civil…
La complejidad institucional, como se ve, requiere de una comunicación que se asemeje a una sinfonía. Se requieren distintos instrumentos y tempos, que se sucederán armoniosos si el director tiene clara la partitura y tras su conclusión el agudo oyente es capaz de escuchar y distinguir críticamente la melodía que sostiene al conjunto.
La comunicación, como señaló Alfonso Nieto, propicia el encuentro de inteligencias gracias a la oferta informativa en variados ámbitos y distintos formatos. La comunicación ayuda a las instituciones a que inspiren confianza si la partitura es una buena composición. Es decir, el instrumento no es lo más importante si, primero, el contenido no proviene de unos principios institucionales unívocos y consistentes. La identidad y misión institucionales son la raíz que sostiene una cultura –modos de ser y de hacer– de cuyo tronco crecen las ramificaciones de las diferentes manifestaciones que posee toda institución.
La comunicación, en este contexto, es una herramienta que ayuda a dar forma a ideas, hechos, juicios y opiniones. La ineludible mutua influencia en lo social –entre instituciones y públicos, medios de comunicación, autoridades públicas…– ha de gestionarse con responsabilidad. Como señala Alejandro Llano, la «confrontación dialógica» es señal de la multiplicidad de pareceres sobre lo social, y su influjo beneficioso o perjudicial depende de una gestión comunicativa inspirada, o no, en la lealtad y confianza mutua para determinar el destino de los asuntos públicos.
EL BANCO DE CONFIANZA GENERA RÉDITOS
Un contexto social caracterizado por cierta anomia y preeminencia de la razón instrumental, señala el filósofo canadiense Charles Taylor en su obra Ética de la autenticidad, conlleva el peligro de una racionalidad cuyo eje es la máxima eficiencia y una disolución de los horizontes morales, eclipse de los fines y, en definitiva, pérdida de libertad. Cabe preguntarse al respecto si el fantasma de la desconfianza se alimenta exclusivamente de la promoción, a veces con demasiada frecuencia, de una cultura de la imagen con sofisticados mensajes vacuos, o, analizado desde otro ángulo, éstos son la manifestación de un bagaje cultural y humanístico.
Las instituciones o grupos sociales mejor considerados se caracterizan generalmente por la bondad de su quehacer, al que le acompaña una comunicación auténtica, veraz y leal con sus interlocutores.
Se comunica en los buenos y malos momentos, y es, por tanto, una labor que requiere fortaleza y rigor en los argumentos. El rigor no está reñido con la brevedad, como bien recordaba Polonio en Hamlet, «la brevedad es el alma del ingenio». La comunicación implica ejercer el derecho y la responsabilidad que se adquiere cuando la institución aparece como un interlocutor social más, y en especial cuando su interlocución es clave para la definición de los asuntos en la esfera pública, aunque dicha participación no esté exenta de controversia.
En definitiva, la gestión coherente de mensajes y acciones requiere partir de un cimiento –identidad y misión– que asiente con prudencia qué información y cuándo difundirla. La comunicación ordinaria es sencilla y fácil de gestionar, pero se requiere igualmente prudencia y templanza en los momentos extraordinarios para saber qué, a quién, cuándo, cómo y con qué intensidad comunicar. En la jerga profesional los comunicadores suelen referirse al banco de confianza como aquel que genera réditos si la institución dirige su actividad comunicativa hacia los públicos con perseverancia y actitud de escucha ante las distintas circunstancias.
La coherencia entre mensajes a lo largo del tiempo es importante, pero lo es aún más aquella manifestada entre lo dicho y lo hecho. Si los ciudadanos perciben un divorcio entre la realidad y el discurso, se sienten defraudados; una constante en la humanidad cuyo comportamiento tildaron de cínico los griegos.
La comunicación tiene la capacidad de motivar percepciones, de suscitar comportamientos. Por eso, los profesionales adquieren una responsabilidad de facto porque contribuyen a configurar el modo de entender la realidad socio-política, cultural y económica, que incide inevitablemente en las decisiones cotidianas de las personas. Realizarlo en un contexto de velocidad informativa no es tarea fácil: «Nuestro siglo se ufana de ser el de la vida intensa, y esa vida intensa no es sino una vida agitada, porque el signo de nuestro tiempo es la carrera, y los más bellos descubrimientos de los que se enorgullece no son descubrimientos de sabiduría, sino de velocidad» (Jacques Leclercq, en su discurso de ingreso en la Academia Libre de Bélgica en 1936).
En cierto sentido, la confianza en las instituciones es muestra de su buena fama o prestigio, y este parece lograrse atendiendo a las palabras de Claudio Magris en Utopía y desencanto: «La dimensión más auténtica de los valores es aquella en la que no es necesario declamarlos ni hacer alarde de ellos, sino que estos descienden a la existencia cotidiana, se viven a fondo y se traducen en un modo de ser y de actuar». Será por ello que Séneca advertía en una de sus epístolas morales a Lucilio «que el discurso empeñado en la verdad debe mostrarse sin adornos y sencillo».