Ya lo decía James Dean: «vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver». Bajo esta premisa vive nuestra sociedad, bombardeada de imágenes distorsionadas de la figura humana, cimentada en la juventud y en los modelos de belleza plastificados, como las Kardashian. Sin embargo algo se le está olvidando a nuestra civilización: la belleza física es insuficiente cuando el alma está vacía. ¿Cómo embellecer el interior para relucir en el exterior?
Desde el origen de la humanidad, la belleza, y la vanidad entendida como el modo errático de comprenderla, han estado presentes. Buscamos ser atractivos a los ojos de los demás y a los propios. Anhelamos ser bellos, mantenernos bellos, jamás envejecer… y para conseguirlo estamos dispuestos a lo que sea, incluso a ir en contra de nuestra propia naturaleza. Pero ¿será posible alcanzar la belleza a expensas de quienes somos?
DORIAN GRAY: ¿MI JUVENTUD O MI ALMA?
Oscar Wilde dejó una novela memorable. En El retrato de Dorian Gray el autor irlandés explora y explota una de las obsesiones humanas más longevas: el anhelo por la juventud. Comparto aquí un párrafo que permite asomarnos a ese primitivo impulso:
¡Qué triste es! —murmuró Dorian Gray con los ojos todavía fijos en su propio retrato—. ¡Qué triste es! Yo me haré viejo, y horrible, y horroroso. Pero este cuadro permanecerá siempre joven. Jamás será más viejo que este día de junio en concreto… ¡Ojalá fuera al revés! ¡Ojalá fuera yo el que fuera siempre joven, y el cuadro el que se hiciera viejo! Por eso, por eso, ¡daría todo! ¡Sí, no hay nada en todo el mundo que no diese! ¡Daría mi alma por eso!
El pensamiento de Dorian Gray sigue muy presente en la sociedad en que vivimos. Es asombroso que el hombre esté dispuesto a dar lo más valioso que posee por aquello que cree que es más valioso. Esta distorsión de la realidad es eterna compañera del género humano. Distinguir entre lo que una cosa realmente es y lo que parece ser, ha generado innumerables debates filosóficos y terapias psicológicas. Con frecuencia pensamos que algo es de una manera y estamos firmemente convencidos, hasta que descubrimos que no era así; cambiamos un pensamiento falso basado en la apariencia por uno verdadero basado en la realidad.
Dorian Gray, por ejemplo, considera que su juventud es mejor que su alma. De otra manera es inexplicable que esté dispuesto a entregar ésta por aquélla. Porque ¿qué es de una persona sin su alma? ¿Acaso no es la parte más valiosa de un ser humano? Para los antiguos griegos no sólo era lo más valioso que tenemos, sino la condición de posibilidad de la vida: no existe vida sin alma. Para ellos, la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Ahora bien, ¿por qué Dorian Gray está dispuesto a intercambiar su alma por su juventud? Sencillamente porque considera que su juventud es más valiosa.
Indudablemente quienes ya pasamos los «años mozos» podemos entender a Dorian. Una vez que comienzan los dolores de espalda, rodillas, las constantes recaídas por gripa, el metabolismo lento y otros malestares, valoramos esos años en que nada nos dolía. La realidad se manifiesta ante nosotros para recordarnos que ya no somos esos imberbes que «nos comíamos el mundo». Crecer duele, los huesos al estirarse nos punzan, y madurar, es decir, ordenar y controlar nuestras emociones para que no se salgan de cauce, también duele.
Lo que Dorian Gray no logra ver es que la juventud sólo es una parte de la vida y, por eso mismo, no puede ser la única. Quizá sea la etapa más dinámica físicamente, pero también es la de mayores errores, de pensamientos más volubles y de decisiones más torpes. El joven Dorian está dispuesto a intercambiar lo que está destinado a perecer –su cuerpo y juventud– por aquello que siempre existirá –su alma–. Creyó, como muchos creen actualmente, que el foco debería estar en su cuerpo y olvidó que sin su alma no tendría cuerpo del cual cuidar. La ilusión de la juventud nubló el juicio por la realidad de su verdadero ser.
UNA BELLEZA QUE NO ENTENDEMOS
Desde la antigua China (dinastía Qin) hasta la Europa contemporánea, han existido grupos interesados en encontrar el elíxir de la vida eterna. En el siglo XXI algunas personas creen haberlo encontrado en la cirugía estética, cuyo fin médico es reintegrar a la sociedad a personas que sufrieron alguna deformación eventual. Sin embargo, hay quienes hallaron en esta práctica la respuesta a la falta de aceptación del propio yo. Evidentemente, quienes se someten a una cirugía estética por estas segundas razones, no piensan que serán eternos, pero sí que su juventud lo será (por lo menos lo que dura su vida).
Todo lo anterior sucede por dos creencias: 1) la belleza está en el cuerpo y 2) la belleza es la juventud. Y, claro está, si lo bello es mi cuerpo, hay que modificarlo hasta que tenga esas cualidades que lo hacen bello. Además, hacer todo lo posible por no envejecer o, por lo menos, lograr que me calculen menor edad porque eso significa que no me veo viejo ni feo. La pregunta que surge es: ¿a partir de qué parámetro se modifica al cuerpo en algo bello? Debe ser algo objetivo porque si sólo es una percepción, jamás logrará verse tan bello como se piensa que debería verse.
De nuevo estamos ante una situación en donde la preferencia se centra en lo que parece ser y no en lo que es. Pomadas, dietas y otras pociones mágicas son la piedra filosofal sobre la que descansan las inseguridades de la humanidad. Todo en aras de mantener una belleza que aún no entendemos. Seguimos pensando en lo bello de acuerdo con los cánones y estereotipos de la televisión, las revistas de moda y las redes sociales. Pero ¿será eso la belleza?, ¿dichos modelos son los verdaderos paradigmas de lo bello?
De ser cierto lo que la mercadotecnia nos vende como «bello» entonces la belleza es un concepto que cambia a lo largo de la vida del ser humano. Para los prehistóricos una mujer bella debía ser voluptuosa, en los antiguos griegos lo bello era un cuerpo masculino bien formado, para los medievales la belleza era todo lo que remitía a lo bárbaro (mujeres rubias, pálidas) y así hasta nuestros días. Incluso durante el siglo XX el canon de belleza mutó por lo menos en cuatro ocasiones (Belle Epoque, andróginas, pin up girls y plastificadas). Nada de esto puede ser tomado seriamente como lo bello o sinónimo de belleza. De ser así, la belleza sería algo subjetivo y, por lo tanto, de lo que no se puede hablar. ¿Qué es, entonces, lo bello?
ACEPTAR QUE SOMOS DISTINTOS
Los griegos postularon que la belleza radica en la proporción. Brindaron un parámetro objetivo de lo que consideramos bello al descubrir Phi (), el número de la proporción áurea: 1.618… y se extiende al infinito. Podemos encontrar este número en toda la naturaleza: galaxias, girasoles, margaritas, el tallo de una rosa y el ser humano. Es decir, todo en la naturaleza guarda una proporción de acuerdo con Phi (ver imagen 1).
Tras descubrir este número los griegos lo utilizaron para construir edificios y esculpir estatuas. Por eso el Partenón nos parece tan bello, al igual que la estatua de Atenea, en ambos hay proporción. El ojo humano se deleita con la proporción y ello lo trasladamos no sólo a los espacios sino también a nuestro cuerpo, por eso buscamos ropa que «se nos vea bien», es decir, que sea proporcional a nuestra anatomía. Lo más importante aquí es aceptar quiénes somos y conocer nuestra proporción.
Sabemos que no existen seres humanos idénticos; sin embargo, todas las personas estamos proporcionadas físicamente. Aquí surgen muchos de los problemas, cuando quiero ser alguien distinto de quien soy. La belleza física jamás estará en ser como el otro, sino en ser lo más parecido a mí mismo. Si quiero imitar la proporción de otra persona, no me veré como ella por el simple hecho de que no soy esa otra persona. Lo que se le ve bien a alguien difícilmente se le ve igual de bien a otra persona. Esto no significa que seamos feos, sino que todos somos bellos, porque todos somos físicamente proporcionados. El reto está en poder ver la proporción y, por lo tanto, la belleza en todo y en todos.
Por eso generalmente la cirugía estética no hace lucir más bellas a las personas. Basta ver fotos de Michael Jackson a sus 10, 15, 25 y 40 años. O a la Duquesa de Alba que de tanto «cuchillo» y Botox se ve peor que antes de someterse a dichos tratamientos. Nacemos proporcionados, pero en la falta de aceptación terminamos por desproporcionarnos obteniendo el resultado contrario al que perseguíamos.
EN CONTRA DE LOS FANTASMAS DE LA FELICIDAD
La belleza física sólo es un aspecto de la belleza. También hace falta la belleza interna. Ésta, al igual que la física, apela a Phi pues surge del orden y la proporción de lo que somos como personas. El ser humano se compone de una razón, una voluntad y las pasiones. El orden y la proporción en este caso radican en lograr que la razón, encargada de ordenar, mandar y guiar haga su función y evite que las pasiones se polaricen. La voluntad debería buscar obedecer a la razón para que las pasiones sean aliadas del ser humano en lugar de sus tiranas.
En un diálogo de Platón (Filebo) Sócrates le pregunta a Protarco sobre su preferencia: ¿una buena vida o una vida buena? La pregunta podría parecer ociosa, pero no lo es. En una buena vida el énfasis se coloca en que la existencia sea gozosa y placentera, pues al ubicar el calificativo bueno antes de vida doy a entender que lo menos importante es la manera de vivir mientras esté lleno de placeres, lujos y recompensas sin esfuerzo. Es la vida fácil, sin responsabilidad ni compromiso. Es la vida hedonista cuyo único real alcance es el vacío con miras a la depresión. Nuevamente creemos que la apariencia es el ser.
Por otro lado, en la vida buena la razón de estar vivo es desarrollar virtudes y comprender que la vida fácil es una ilusión, el foco está en el trabajo constante y en la lucha. La vida buena acerca al individuo a la plenitud, la estabilidad, la paz y la felicidad, mientras que la buena vida sólo son puertas falsas y callejones sin salida, fantasmas de la felicidad. La relación entre los contrarios resulta inevitable y esto sólo lo muestra la vida buena, que nos hace ver que el placer, el éxito y la realización sólo se obtienen mediante el dolor, el esfuerzo y la perseverancia, algo que la buena vida siempre ocultará vendiendo placer sin dolor: un espejismo.
Así como existe una distinción entre la buena vida y la vida buena, la hay entre la bella vida y la vida bella. La lógica es la misma. De hecho, está engarzado lo uno con lo otro. Sócrates, Platón y Aristóteles concebían una intimidad indisoluble entre lo bueno y lo bello. A tal concepto lo llamaron kalokagathía, que es la perfecta relación entre lo bello y lo bueno, una condición realizable sólo mediante el ejercicio de la virtud.
Cualquier persona puede ser un kalokagathós, es decir, un bello-bueno. El requisito es que su vida sea ordenada y proporcionada. La virtud es la que permite alcanzar esta condición, porque ella ordena y mantiene una proporción entre nuestra razón, voluntad y pasiones. Además, la virtud nos acerca a la felicidad. La relación está dada: ser bueno, es decir, virtuoso, es ser ordenado, proporcionado y por lo tanto ser bello. La existencia de la belleza física es insuficiente cuando no hay belleza en el alma. La mayor de las veces ignoramos los rasgos físicos de una persona al conocer la profundidad y bondad de su interior.
APOSTEMOS POR LA BELLEZA INTERIOR
Regreso a la novela de Oscar Wilde. Dorian Gray está dispuesto a ceder su alma por un cuerpo siempre joven. Ante dicha sugerencia es necesario realizar una reflexión. ¿Quién soy?, ¿qué es lo que realmente somos?, ¿cuerpo o alma?
Existe una diferencia entre lo que es «sí mismo» y lo que es «lo de sí mismo». Por ejemplo, pensemos en nuestros pies. Éstos son lo «sí mismo», mientras que todo lo que rodea a los pies es «lo de sí mismo». Esta pequeña distinción es relevante porque no es lo mismo cuidar, atender y nutrir al «sí mismo» que a lo que es «lo de sí mismo».
Sigamos con los pies. Para cuidarlos hay una variedad de tratamientos, ejercicios, posturas y objetos. Todos estaríamos de acuerdo en que una manera de cuidar a los pies es mediante el calzado. Sin embargo, los pies no son el calzado; éste los protege, pero los pies no se reducen a ello. De hecho, ningún calzado podrá auxiliar a ningunos pies mal cuidados o lastimados. Los pies son lo «sí mismo», mientras que el calzado «lo de sí mismo».
En el caso de las personas el «sí mismo» sería el alma, la razón, la voluntad y las pasiones, mientras que «lo de sí mismo» el cuerpo. Lo más importante es cuidar el alma, los pensamientos, quereres y deseos. La tradicional forma de cuidar el «sí mismo» es, como está líneas arriba, mediante el ejercicio de la virtud. Pero de nada nos serviría cuidar sólo el «sí mismo» si descuidamos el cuerpo. Resulta tan importante tener un cuerpo saludable como un interior bueno. Éste jamás podrá manifestar lo que es en un cuerpo zarrapastroso. Por otro lado, cuidar del cuerpo sin atender a nuestro «sí mismo» es baladí. La proporción también debe darse entre exterior e interior.
La única ecuación que funciona es cuidar el interior para cuidar el exterior. Un interior cuidado será un buen y bello interior, que resplandecerá en un exterior luminoso. La belleza externa es una mera apariencia de lo bello. La verdadera belleza está en el orden de nuestro interior. Tal y como lo vemos en El retrato de Dorian Gray. Al cuadro le fue transferida el alma de Dorian y mientras éste permanecía siempre joven e incorruptible, cada acción mala, torpe y errada que cometía afectaba al retrato. Las acciones malas afean a quien las comete; en realidad, lo deforman, como poco a poco Dorian fue deformándose en el óleo.
No existen pomadas, elíxires, dietas, ejercicios ni cirugías que puedan embellecer a una persona que no cuida lo que es «sí mismo» (el alma, los pensamientos, las facultades, etcétera). La belleza sólo quedará manifiesta allí en donde haya bondad y ésta sólo existirá cuando la razón, la voluntad y las pasiones funcionen ordenada y proporcionadamente.