El proyecto de la Unión Europea, en sus orígenes, parecía favorable y adecuado; hoy algunos la perciben como un mecanismo que refleja las fallas de la globalización. Fenómenos como el Brexit muestran el enojo contra las instituciones globales, los crisoles culturales y la tolerancia sin límites.
El Reino Unido decidió independizarse de la Unión Europea mediante un referéndum el pasado 23 de junio de 2016. Además de las muchas reacciones que el rompimiento ha generado y las consecuencias económicas que conlleva, el denominado Brexit parece haber cambiado la manera en la que el mundo ve al Reino Unido y cómo el Reino Unido se entiende a sí mismo.
EL PROYECTO LIBERAL EN CRISIS
El Brexit ha llegado como un balde de agua fría. No sólo son las implicaciones económicas lo que preocupa a los expertos, sino la realización de una verdad más profunda: el neoliberalismo, del cual Margaret Thatcher fue portavoz ejemplar, y la integración política del continente europeo que comienza a desvanecerse. El Brexit manda un mensaje claro: el proyecto de la Unión Europea ha dejado de ilusionar a millones de ciudadanos.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Europea fue el intento por excelencia de generar «paz perpetua» mediante la integración de los mercados, hermanar a las naciones y crear políticas comunes. Más adelante, después de la caída del comunismo en 1989, se pensó que la expansión de la ideología neoliberal abriría paso a un mundo de constante crecimiento económico, bienestar, inclusión y globalización.
Sin embargo, el Reino Unido siempre fue un miembro incómodo de la Unión Europea. Los británicos, que estereotípicamente mantienen su propia manera de hacer las cosas, ingresaron en la Comunidad Económica Europea en 1973 gracias al Primer Ministro Laborista Edward Heath, después de una cerrada votación en el parlamento. La decisión se tomó en un tiempo de especial inestabilidad económica. Entrar a la Comunidad Europea fue como una inyección de aire fresco a una potencia en declive, atrapada en un socialismo corporativista, improductivo y asfixiante.
EL VOTO ENOJADO
Lo primero que vale la pena destacar sobre el resultado del referéndum del 23 de junio es que los motivos de la mayoría de los votantes a favor del Brexit parecen ser más pasionales y emotivos que racionales. «La gente de este país ha tenido suficiente de expertos» decía Michael Gove (defensor conservador del Brexit) en una entrevista cuando le pedían que mencionara a un solo economista que apoyara la salida del Reino Unido de la Unión Europea.
La apelación a sentimientos nacionalistas como lo es la simple noción de independencia y la nostalgia de tiempos mejores, en conjunto con enfatizar el problema migratorio, la pérdida de valores y tradiciones nacionales y reforzar la identidad británica, (entre muchas otras promesas y verdades a medias) apelaban directamente al ciudadano promedio que se ha visto «invadido» por la influencia extranjera, que no ha gozado las ventajas de una sociedad abierta y que se siente desplazado por la globalización.
BRUSELAS: CENTRALIZACIÓN ALIENANTE
Entre las razones más recurrentes para el voto al Brexit se argumenta la burocratización de la Unión Europea, la carencia de controles y rendición de cuentas, las contribuciones impuestas al Reino Unido y la crisis de inmigración. Sin embargo, existe una clara contradicción entre el voto al Brexit en muchas zonas de Gran Bretaña y la dependencia económica de esas mismas zonas al resto de la Unión Europea. Lo anterior denota dos cosas: el éxito de una campaña de promesas falsas y el voto no razonado y pasional de muchos británicos. En pocas palabras, el Brexiter es un ciudadano enojado con la burocracia europea, teme a la inmigración, está contagiado por un renovado sentimiento nacionalista y cree firmemente (con cierto fundamento) que su gobierno está fuera del control del pueblo británico.
THATCHER Y MAY: DOS MOMENTOS DE INFLEXIÓN
Como consecuencia de la dimisión de David Camerón tras la victoria del Brexit, Theresa May se convirtió en la segunda mujer en ser primera ministra en la historia de la política inglesa. Las comparaciones con la primera, Margaret Thatcher, no se hicieron esperar.
Algo que Thatcher y May tienen en común es el deseo de tomar el centro político. El éxito económico de la revolución ideológica de Thatcher marginalizó al Partido Laborista y lo forzó a eventualmente aceptar el nuevo consenso neoliberal. El gabinete de Tony Blair fue un claro ejemplo de eso. May, al ser una Tory, está llegando a los Brexiters excluidos en ciudades medianas y pequeñas que no se sienten parte del éxito de la ciudad. La inclusión social es una pieza fundamental en su programa político. May comenzó su carrera política como MP conservadora por Maidenhead, una ciudad de clase media a 30 millas de Londres y por eso tiene una «sensibilidad laborista» frente a los problemas de aquellos que se sienten excluidos por la ciudad y por el neoliberalismo de Thatcher. Por lo anterior, no es sorpresa escuchar a May decir en su primer discurso como primera ministra: «tenemos que hacer de Gran Bretaña un país que funcione no sólo para unos pocos privilegiados sino para cada uno de nosotros» y «no es anti-empresas sugerir que las grandes empresas tienen que cambiar». Una vez más en la historia de la política moderna británica, una primera ministra conservadora intenta tomar el centro-izquierda y al hacerlo arrebata el lugar del Partido Laborista como lo hizo Thatcher en los ochenta.
A pesar de todas sus similitudes Thatcher y May se distinguen en varios asuntos. Mientras que Thatcher solía mantener una distancia entre la Unión Europea y el Reino Unido, Theresa May probablemente negociará el Brexit de tal manera que el Reino Unido se mantenga tan cerca de la Unión Europea como sea posible. El legado de Thatcher fue transformar al Reino Unido de una sombría y estancada periferia de la Unión Europea a uno de sus actores más importantes, todo esto sin perder su euroescepticismo. El desafío que enfrenta May es el opuesto: prevenir que el Reino Unido se convierta en la «Pequeña Bretaña» y mantener, a la vez, cercanas y amigables relaciones con la Unión Europea, incluso estando fuera del club.
EL FUTURO DE GRAN BRETAÑA
El Brexit no sólo puede impulsar otros movimientos separatistas en el resto de Europa, también puede ser el inicio de la división del mismo Reino Unido.
Los escoceses, que decidieron en 2014 no separarse del resto de Gran Bretaña, principalmente por las ventajas que les otorgaba permanecer en la Comunidad Europea como parte del Reino Unido, vuelven a contemplar la secesión para no quedarse fuera del mercado único por default, como víctimas del voto inglés. En Irlanda del Norte, por su parte, existen grupos nacionalistas que buscan la reunificación de las dos Irlandas.
El liderazgo de Theresa May como primera ministra enfrenta el difícil y laborioso trabajo de pactar con la Unión Europea. El Reino Unido no puede pretender tener todas las ventajas de acceder al mercado europeo y mantener autonomía total en políticas fiscales, comerciales y migratorias.
Las implicaciones económicas para el Reino Unido son negativas en el corto y mediano plazo. A raíz del voto, muchas empresas como farmacéuticas, aerolíneas y servicios financieros anunciaron que dejarían de invertir o saldrían del Reino Unido. Se pronostica que la salida de la Unión Europea llevará al gobierno a subir los impuestos y a recortar gastos. El futuro de la ciudad que alberga a 250 bancos y 200 despachos jurídicos extranjeros y en la que trabajan 730 mil financieros y abogados expertos, es incierto. La inversión internacional directa, especialmente la china, así como los proyectos de construcción están detenidos. El talento internacional podría comenzar a buscar mejores alternativas que el aislado y cada vez más separado Reino Unido. Las importaciones probablemente se volverán más caras y es posible que el gasto de los consumidores se detenga provocando recesión. El impacto en la academia, la ciencia y la vida cultural es imposible de calcular.
IMPLICACIONES PARA LA UNIÓN EUROPEA Y EL MUNDO
El Brexit es una reacción nacionalista que nos muestra una amenaza real al proyecto neo-liberal, a pesar de contar con las instituciones y haber sido fuente de mucho crecimiento económico mundial en los últimos 28 años, no se encuentra arraigado en la población.
Como consecuencia observamos un rechazo visceral de ese proyecto que hoy día pareciera ser elitista para la minoría cosmopolita. Por un lado tenemos a los «perdedores» de la globalización: los baby boomers y los millennials, las dos generaciones más afectadas en sentido negativo por el desarrollo actual de la economía global. Los perdedores se sienten traicionados por la apertura liberal y las instituciones integracionistas como la Unión Europea. En el otro lado del espectro tenemos a los ciudadanos internacionales, «los privilegiados», que viven en las grandes ciudades, se han acostumbrado a vivir en ambientes multiculturales y han viajado por todo el mundo. Mientras que este segundo grupo ve con buenos ojos la integración internacional y el enriquecimiento cultural que traen consigo los inmigrantes, el primero tiende a apoyar las iniciativas anti-inmigración que han surgido por todo el continente.
Lo más preocupante es que Inglaterra no es el único ni el más radical de los casos. Marine Le Pen en Francia, Ley y Justicia (PiS) en Polonia, el Partido de la Libertad de Austria (FPO), el Movimiento Cinco Estrellas (M5S) en Italia, Viktor Orban en Hungría y el Partido por la Libertad en Los Países Bajos son sólo algunos ejemplos del regreso del nacionalismo populista, que se opone de una manera u otra a la «imposición» del liberalismo cosmopolita. El continente americano no queda exento y el fenómeno Donald Trump es un claro exponente de esta ideología.
El Brexit es la punta del iceberg del euroescepticismo y la globalifobia. El iceberg está compuesto de enojo y frustración contra las instituciones globales, los crisoles culturales, la tolerancia sin límites, los mercados transnacionales, el multiculturalismo, el ambientalismo, Bruselas, Washington, y quién sabe qué más. Éste es un coctel poderoso, parece que el ciudadano común necesita algo mucho más concreto y palpable que los «macro» esquemas y las estructuras supranacionales controladas por remotos y desconocidos agentes. Quizás una manera de entender estas fuerzas representadas por el iceberg es señalar que, a pesar de que vivimos en un mundo global, la vida individual sigue siendo local. Este hueco explica la creciente separación entre «Brexitland y Londonia»; «aburrido localismo» y elegante cosmopolitismo urbano.
Al mismo tiempo, el iceberg nos lleva de regreso a 1968. Una vez más, observamos una reacción visceral de ciudadanos contra organizaciones e instituciones no representativas, centralizadas y expansivas. Aquellos que en 1968 se rebelaron contra el conformismo de la posguerra crearon un nuevo conjunto de organizaciones e instituciones inspiradas en gran medida por las ideas de secularismo, igualitarismo, universalismo y racionalismo (administrativo). Por nobles que pueden ser estos ideales, los ciudadanos de la Unión Europea y de los Estados Unidos están en una abierta rebelión en su contra. El consenso progresista de 1968 se está fragmentando y será reemplazado por algo nuevo una vez que sus arquitectos –la generación de los baby boomers– comiencen a retirarse. El cambio ideológico probablemente sea acelerado por el actual estancamiento económico, el desempleo, los bajos salarios, el declive demográfico, el terrorismo y el vacío religioso en gran parte del mundo desarrollado.
El voto al Brexit muestra los límites de la democracia moderna que frecuentemente se entiende como el imperio de la mayoría, más los derechos de las minorías. Sin embargo, viendo la situación actual en el Reino Unido se vuelve más claro que, en vez de un amplio consenso de la mayoría, la democracia puede producir polarización y fragmentación. Dada la complejidad de la política contemporánea y de los asuntos sociales, la democracia basada en el imperio de la mayoría se convierte en un juego de suma-cero: alguien tiene que ganar y alguien tiene que perder, y cada ciclo electoral se vuelve más rápido ya que los «perdedores» de la elección anterior se esfuerzan por ganar la siguiente. Las consecuencias económicas de esta «futbolización» de la política no son difíciles de imaginar. Las limitaciones intrínsecas de la democracia moderna, hija de la revolución francesa, pueden revivir el interés en otras formas de organización política: republicanismo clásico, monarquía o la ciudad-estado.
Refiriéndonos en particular al futuro de Gran Bretaña queda por verse si el país será capaz de renovarse, tal vez tomando como inspiración una vez más al Thatcherismo, o ignorando el progreso de las políticas neoliberales, sin una propuesta fuerte del partido Laborista, la política del Reino Unido se fragmentará terminando con el neoliberalismo y el laborismo y dejando al país decadente y a la deriva.