Hace algunas semanas, estalló la violencia en un partido de futbol entre los Gallos y el Atlas en el estadio Corregidora de Querétaro. En las redes se culpó al neoliberalismo, a las televisoras, a las casas de apuestas, a los empresarios del futbol, a las barras de aficionados, a la cerveza, al crimen organizado, a una conspiración política. Incluso no ha faltado quien haya dicho que el problema es el futbol por sí mismo. Dicen algunos que tales estallidos de violencia no se dan en el béisbol o las competencias de natación (sic).
Como en la mayoría de los casos, el origen de la tragedia es multifactorial. Un conjunto de factores convergen para provocar el estallido de violencia. Por lo pronto, cuando escribo este artículo, varios de los presuntos culpables de las agresiones ya han sido aprehendidos por las autoridades.
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“Y ahora ¿a dónde voy?” Yessenia Estrada
En el 2010, publiqué «El deporte al banquillo» en Istmo. El artículo sostenía que sobrevaloramos el papel educativo del deporte. He releído el artículo y creo que exageré en ciertos puntos, me equivoqué en algunos y, en otros, acerté. El deporte es saludable, fomenta la disciplina, fomenta el trabajo en equipo y nos enseña a cumplir ciertas reglas. Uno de los ejes de los deportes de equipo es, ni más ni menos, que el acatamiento de la normatividad. Sin reglamento no hay deporte. En este sentido, la práctica de deportes como el futbol o el básquet, nos enseñan a vivir en comunidad.
En dicho artículo, comentaba que uno de los riesgos del deporte de equipo es «ponerse la camiseta» con tanta intensidad que actuemos irracionalmente, absorbidos por la masa anónima. ¿Eso descalifica al deporte? De ninguna manera. Vale la pena practicar deportes en equipo; pero tampoco podemos soslayar el riesgo. En ocasiones, lo que una persona no se atreve a hacer individualmente, sí se atreve a hacerlo en masa, escudándose en el anonimato de la multitud. Este es uno de los motivos por los cuales, en los eventos multitudinarios, como conciertos y competencias, es necesario contar con medidas de seguridad.
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Tampoco olvidemos que los deportes nacieron como entrenamiento para la guerra; basta pensar en el lanzamiento de jabalina, la esgrima y en las competencias de equitación. Si exceptuamos algunos deportes que tienen que ver más con el arte, como el nado sincronizado, la gimnasia rítmica y el patinaje artístico (el nombre lo dice), los deportes son una transfiguración de la guerra. Esto es especialmente patente en los deportes de equipo: los equipos juegan uno contra otro. Sólo hay un triunfador. No pocas veces, el componente lúdico es opacado por el afán de derrotar al adversario. Así sucedió en Querétaro. Los gritos de los aficionados tienen algo de tribal, gritos bélicos que pretenden infundir valor a los competidores. Como en la guerra, los equipos tienen capitanes y los uniformes dan identidad para distinguir al adversario del compañero de «armas».
Los deportes de equipo, especialmente en donde hay contacto físico intenso, son espacios de violencia controlada. Y no me parece mal. Precisamente por ello, practicar y mirar un deporte tiene un poder catártico. La palabra catarsis proviene de la terminología médica en la Grecia antigua. Frecuentemente, los médicos trataban algunas enfermedades prescribiendo ciertos purgantes. La finalidad de estas sustancias era limpiar el cuerpo y restablecer el equilibrio corporal. Aristóteles advirtió que el arte tenía en la mente una función análoga a la de los purgantes en el cuerpo. Llorar o reír en el teatro, por poner un ejemplo, provoca una sensación de bienestar. Permitir que esas emociones fluyan al ver un espectáculo es liberador.
Algunas de las emociones que deben contenerse en la vida social, como el caso de la ira, son parcialmente admisibles en el deporte. En este sentido, tanto el deporte como el cine sirven para purgar las pasiones; son actividades catárticas. Podemos llorar, enojarnos o alegrarnos al mirar una película o un partido de futbol. El secreto de una catarsis sana de las pasiones es contener las pasiones dentro del espacio regulado. La tristeza provocada por el desenlace trágico de una película o el enojo por un penalti mal tirado, no debe impactar en el resto de nuestra vida. La catarsis es funcional en la medida en que esas emociones se sienten dentro de un espacio acotado y de acuerdo con ciertas normas. Si una película triste nos impide dormir y si el enojo por un partido de futbol perdido nos impide concentrarnos en el trabajo, la función catártica está fracasando.
Lo que presenciamos en Querétaro fue precisamente la ruptura de los límites funcionales de la catarsis. Aquello se desbordó hasta el punto de convertirse en violencia criminal que merece castigo penal. Nuevamente, al momento de escribir este artículo no hay noticias confirmadas de que se haya tratado de violencia premeditada. En tal caso, no se trataría de una catarsis fracasada, sino de un delito planeado.
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Pero, aunque así fuese, me parece que la violencia en la cancha del estadio Corregidora nos recuerda que las emociones desbordadas son peligrosas para la comunidad y para los individuos. Incluso cuando nos divertimos, los seres humanos debemos ser capaces de autocontrolarnos. Las pasiones y emociones son un componente clave de la condición humana; pero es un error permitir que las emociones y pasiones fluyan espontáneamente. La madurez consiste, por decirlo a la manera aristotélica, en llorar, en reír, en enojarse como se debe y cuando se debe.
Creo que el deporte como práctica y como espectáculo es un espacio extraordinario para aprender a tener control de las propias emociones y pasiones