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DEMOCRACIA: un viejo ideal que nos ha dejado de importar

Si pensamos que, a principios del siglo XIX, Estados Unidos era considerada la única democracia en el continente y que ahora en la mayoría de los países de la región se realizan elecciones libres y periódicas, podríamos afirmar el régimen «del pueblo y para el pueblo» se ha mantenido exitosamente como la forma de gobierno por antonomasia en la región. 

Sin embargo, en América Latina, el camino hacia mejores y más sólidas democracias ha sido arduo y lleno de obstáculos. Con la llegada de nuestras independencias, nuestros países comenzaron a declararse repúblicas y se inició un serio proceso hacia su democratización. La mayoría de los países pasaron por el duro e intrincado proceso de consolidarse; luchas intestinas para acceder al poder, imposiciones periódicas de dictadores y autócratas que desafiaron la estabilidad de las nuevas repúblicas, las fuertes influencias externas que apoyaron militarmente a los bandos de su preferencia a cambio de beneficios que socavaron la soberanía y el territorio. A pesar de esto, acuerdos políticos y leyes que se plasmaron en las primeras constituciones comenzaron a surgir, muchas de ellas murieron pronto; se perdieron en el olvido, pero otras nacieron y fueron consolidándose. 

Para el siglo XX ya teníamos en la región el consenso general de que debíamos establecernos como repúblicas democráticas. La región comenzó a vivir internamente momentos de estabilidad. En muchos casos se dieron reveses mediante la aparición de caudillos, interrupciones del régimen democrático a causa de golpes de Estado militares, revoluciones fruto de la constante influencia de la bipolaridad mundial. Sin embargo, el deseo de vivir en democracia y la necesidad de establecer un gobierno plural no dejó de estar presente, al contrario, se convirtió en un ideal de los pueblos. 

Ya para los años ochenta, comenzaba una ola de democratización que se esforzaba por alejarse de las vías violentas de acceso al poder e intentaba crear transiciones pacíficas a través del ejercicio del voto. Con el fin de la Guerra Fría también se intentó terminar con los conflictos internos, especialmente en Centro América y algunos países del sur del continente. 

Entre los países de la región, como en ninguna otra parte del mundo, hemos vivido largos tiempos de paz. Nuestras fronteras se han modificado muy poco en 150 años comparado con otras regiones como Europa, donde se crean nuevas todavía. Pareciera que, al menos en el plano internacional, Latinoamérica cumplió con el ideario de La Paz Perpetua (1795) donde Emmanuel Kant planteaba que las nuevas repúblicas eran más propensas a evitar conflictos entre ellas que otras formas de gobierno. Esto se convirtió en la teoría de la Paz Democrática que Michael Doyle explica de manera muy amena en su artículo Three Pilars of Liberal Peace (2005). Las democracias de América estaban fundadas en los mismos principios y en esa lógica, buscaban acuerdos pacíficos ante situaciones de potencial conflicto. 

Aun cuando en general la región tiene en su haber muy contadas guerras entre sus propios Estados, en términos de estabilidad interna siguieron siendo frágiles. Muchos gobiernos llegaban al poder con muy poco respaldo ciudadano y siempre existía el riesgo de que las fuerzas armadas, las élites económicas definieran el destino de las autoridades elegidas democráticamente.

 

 

 

 

 

 

La ciudadanía comienza a pensar que la democracia se está quedando corta para resolver sus problemas.

 

 

 

 

 

El mayor consenso regional sobre la necesidad de preservar y defender la democracia en la región se dio a principios del siglo XXI, curiosamente el día 11 de septiembre de 2001, justo el mismo día en que caían debido a un ataque terrorista a las torres gemelas en Nueva York. Ese mismo día los 34 países que conforman la Organización de Estados Americanos (OEA)1, aprobaron la Carta Democrática Interamericana (CDI), un instrumento regional que sentaba las líneas generales de lo que significa para el hemisferio la democracia. En su artículo primero, la Carta establece que «Los pueblos de las américas tienen el derecho a la democracia y sus gobiernos a promoverla y defenderla. La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de Las Américas» (Carta Democrática Interamericana, artículo 1). 

La CDI es un instrumento único en el mundo, porque define claramente los elementos principales que conforman un sistema democrático, a saber: el respeto a la ley, la limitación y separación de los poderes del Estado, la necesidad de establecer elecciones limpias (justas y universales), el deber de los Estados que se respete la libertad de asociación y expresión, la obligación de los Estados de respetar los derechos humanos y la importancia de que las democracias enfoquen sus esfuerzos a combatir la pobreza y a romper las brechas sociales que generan desigualdad. La Carta es un parámetro equilibrado y consensuado de qué debe entenderse por democracia. Es un ideario de lo qué debería promoverse y difundirse. 

Una de las grandes novedades de la Carta es su capítulo IV que trata sobre el «Fortalecimiento y Preservación de la Institucionalidad Democrática». En esa sección de la Carta se establecen los mecanismos para que los gobiernos del hemisferio puedan prevenir y actuar en caso de una situación que pueda generar o esté generando un riesgo al sistema democrático de un país miembro de la OEA. El fondo de esta sección de la Carta fue justamente atender situaciones ocurridas en el pasado donde las fuerzas militares en confabulación con otros poderes del Estado buscaran derrocar a quienes habían llegado al poder por la vía democrática. 

Se pensaba que, mediante la Carta, se podía avanzar en la promoción de los valores democráticos y disponer de instrumentos regionales para evitar cualquier amenaza a la estabilidad democrática dentro de los países pudiera ser contenida a tiempo. Sin embargo, la Carta es un consenso regional por parte de los poderes ejecutivos y no contempla los casos en que sea justamente el poder ejecutivo, quien violente la institucionalidad democrática. La Carta aun ahora se le critica que quedó como un ideal, un sueño, una aspiración regional inalcanzable al no existir un mecanismo concreto que exija de los gobiernos su defensa y cumplimiento. 

Algunos politólogos califican la primera década de este siglo como la época de oro de la democracia en la región. Como nunca se establecieron transiciones democráticas de manera pacífica, la estabilidad ayudó a que los países crecieran de manera estable aprovechando la bonanza económica fruto del incremento en los precios de los comodities. Según datos del Banco Interamericano de Desarrollo entre el año 2000 y el 2013 la pobreza logró reducirse en la región 42.3 al 23.1 por ciento. 

Pero, así como llegó la bonanza, también se fue. La crisis económica mundial de 2008 dejó al descubierto nuestras debilidades institucionales. Se pudo observar cómo en varios países, ese ideario democrático se fue alejando. Si bien antes de la llegada del COVID-19 ya había serías preocupaciones por la manera ineficaz de resolver los problemas que enfrentaban nuestras sociedades (desigualdad, corrupción y violencia, solo por mencionar algunos), con la presencia de esta quedaron evidenciadas aún más nuestras vulnerabilidades. 

Los mecanismos regionales que supuestamente existían para atender los grandes problemas que aquejaba la región fueron insuficientes ante la magnitud de la crisis de salud. Los números no mienten: casi tres millones de personas murieron a causa de la pandemia en la región, un millón más de que la segunda región más afectada por la pandemia (Europa). El hemisferio occidental, que representa el 13% de la población mundial, generó el 43% del total de las muertes por COVID-19 en el mundo. Las democracias regionales jugaron solas el juego y todas perdieron. 

 

 

 

La pandemia dejó al descubierto las profundas debilidades de los Estados latinoamericanos.

 

 

 

 

LO QUE APRENDIMOS DE LA CRISIS SANITARIA 

La pandemia dejó al descubierto las profundas debilidades de los Estados latinoamericanos. En su último informe V-Dem Index (2022), que intenta medir el avance y consolidación de la democracia en el mundo, deja de manifiesto esta situación. De los ocho factores que presenta el informe, siete presentaron menores puntajes en la región que el año anterior. 

El informe señala que el estado de la democracia volvió a los niveles de 1989. «Los avances de la democracia en estos 30 años se han desvanecido.», -dice sin dudar el informe. En estos momentos, sólo el 13% de la población mundial vive en regímenes democráticos y las regiones que más han sufrido el declive democrático son la región del Asia-Pacífico, el Este de Europa, Asia Central y algunas partes de Latinoamérica y el Caribe. En estos momentos el 70% de la población mundial vive en regímenes autocráticos. 

Según el estudio en la región de Latinoamérica y el Caribe, el 84% de la población vive en una democracia electoral2, el 4% de la población vive en una democracia liberal3, 10% en una autocracia electoral4 y el 2% en una autocracia cerrada

En una nota positiva, el informe señala que en Latinoamérica y el Caribe, los países que están en procesos de democratización fueron los que mayores mejorías han tenido en materia de restricciones judiciales al poder ejecutivo, obligando a los líderes de la región a rendir cuentas. 

Por otra parte, el aspecto de la democracia que más declinó en la región fue la libertad de expresión, especialmente a los medios de comunicación seguida de la libertad de asociación a causa de ataques y violencia contra la sociedad civil. 

El informe explica que la polarización social es un elemento que en estos diez años se ha incrementado; «cuando la polarización social alcanza niveles elevados se comienza un proceso de desmantelamiento de la democracia» -insiste. 

Los actores políticos, que son parte de la sociedad, han ido poco a poco asumiendo posiciones que buscan desmarcarse de las posiciones de los demás partidos como una manera de ganar adeptos. El juego de la competencia democrática, entendida como la disputa de actores políticos ente sí para ganar el gusto y beneplácito de las mayorías para hacerse del poder, en muchas ocasiones se transforma en una contienda que resalta las diferencias dejando de lado las similitudes y las causas comunes. Los actores políticos y sociales optan por dinámicas de confrontación y discusión más que enfoques inclusivos y consensuados; resulta imposible construir consensos de manera virtual. 

Esto se ha agravado considerablemente con la llegada de las redes sociales. La necesidad de comunicar ideas y propuestas complejas en espacios que obligan a ser sumamente reducidos y efímeros traen consigo consecuencias negativas para la democracia. Los nuevos espacios que otorgan las redes sociales sirven ahora como una forma de trinchera donde los actores políticos manifiestan ideas en su mínima expresión, al mismo tiempo que las utilizan como púlpitos virtuales para atacar al oponente. Una imagen, un video, una frase sirve ahora para destruir la imagen y el prestigio de personas o grupos de la sociedad. Las sociedades se han vuelto, más dispersas y menos resueltas a resolver sus problemas por la vía del diálogo y consenso. La desinformación está al alcance de un desliz de dedo. Las opiniones infundadas tienen el mismo peso que la de los expertos y personas de ciencia. 

 

 

 

La polarización social es un elemento que en estos diez años se ha incrementado; «cuando la polarización social alcanza niveles elevados se comienza un proceso de desmantelamiento de la democracia.»

 

 

 

En un momento se creyó que, para eliminar las disputas, lo que los actores políticos tenían como alternativa era proponer mecanismos de consulta directa a los ciudadanos. Frente a un tema que polariza a la sociedad, parecía que lo mejor era preguntarle directamente qué piensa y qué se debe hacer. Sin embargo, las últimas experiencias, utilizando mecanismos de participación directa, han sido poco prometedoras. Han terminado por ser ejercicios que no resuelven las conflictividades, sino, por el contrario, parecen agravarlas. Las sociedades se han dado cuenta poco a poco que los mecanismos de participación directa no son perfectos; si no están bien diseñados, pueden manipularse y desvirtuarse con facilidad. 

El informe hace notar que desde el año 2000, los gobiernos de la región latinoamericana y del caribe han incrementado el uso de las redes sociales para desinformar. Por una parte, la desinformación en las redes sociales la han usado los gobiernos para generar animosidad, e incluso violencia en contra de grupos opositores. Por otra parte, se ha usado como propaganda para buscar que la ciudadanía apoye alguna política, como ha sido el caso generalizado de las políticas de salud durante la pandemia del COVID-19. 

 

«EL DESENCANTO DESMOTIVA» 

A cambio de un voto, los actores políticos son capaces de hacer promesas poco realizables que requieren de un respaldo político/institucional que en realidad no se tiene. El objetivo primordial en campaña es ganar; «prometer, no cuesta nada». Las promesas incumplidas, los oídos sordos ante una situación que exige una acción inmediata, la presencia de un problema estructural que persiste ante los ojos indiferentes de la clase política genera una gran presión que, si no se maneja correctamente, termina en la calle. Basta con ver la situación política/social de algunos de los países de la región para saber que hay sectores enormemente descontentos con el statu quo de la política, con la falta de una respuesta clara a los problemas reales de las personas y altamente sensibilizados ante las medidas de los gobiernos que puedan afectar los intereses de todos o algunos grupos sociales. Prueba de esto es que después de la pandemia, en la mayoría de los países de la región donde hubo elecciones libres, los gobiernos tuvieron que ceder el poder al candidato opositor. 

Finalmente, el informe señala que, si bien ha habido avances y retrocesos en la región en los últimos 10 años, la mayoría de los países se mantiene a niveles de democracias electorales. Es imperativo trabajar en los otros elementos, fuera de las elecciones, que conforman la democracia para poder lograr un tránsito efectivo hacia democracias liberales. En ese sentido, el equilibrio de los poderes del Estado, la creación e independencia de los órganos de control del Estado y una sociedad civil activa que exija cuentas a sus gobernantes resultan clave. Sin estos elementos, no hay democracia que aguante, por más resistente que creamos que lo es. 

Es muy diciente que en el último año de la encuesta de Latinobarómetro, una encuesta que mide desde 1995 la aprobación de la democracia y la valoración de otros factores que la constituye, donde se muestra que, en el 2010, el 63% de los encuestados apoyaba la democracia siendo ahora únicamente el 48%. La democracia nunca había sido tan poco valorada, especialmente entre los jóvenes, quienes a la pregunta de si están satisfechos con la democracia, el 69% respondió que no. La población nunca había sido tan indiferente ante la democracia, un 28% de los encuestados dice darle igual vivir en un régimen democrático que en uno que no lo es. 

La ciudadanía comienza a pensar que la democracia se está quedando corta para resolver sus problemas. El principio clave de la democracia es que, ante el descontento popular, la mayoría tiene la posibilidad de cambiar las cosas con su voto. El ciudadano sale motivado a las urnas para exigir un cambio de autoridades. El problema es cuando reiteradamente ese cambio que se espera nunca llega. Los problemas siguen allí, sin resolverse y en muchos casos, han empeorado.

 

 

 

Los actores políticos y sociales optan por dinámicas de confrontación y discusión más que enfoques inclusivos y consensuados; resulta imposible construir consensos de manera virtual.

 

 

 

La gente está perdiendo la esperanza en la democracia. El desencanto desmotiva la participación, la falta de participación de la ciudadanía genera que la autoridad no sea exigida a rendir cuentas. Una autoridad que no se someta a la rendición de cuentas tenderá a convertirse corrupta y autoritaria. 

Lo que no permite tener una visión optimista de hacia dónde se dirige la democracia es precisamente que los actores políticos se han empeñado en creer que la democracia es un juego de suma cero donde quien llega al poder por las urnas tiene el derecho a imponerse sobre los demás actores políticos. La política se vuelve la manera en que los corruptos se apoderan del erario, olvidándose que es la política un medio para servir a la sociedad.

Si vamos sumando elementos de descontento, frustración y desencanto de la vida política, podemos darnos cuenta de que los retos para consolidar las democracias en la región son muchos. Sin embargo, debemos entender que siempre habrá crisis y que a partir de estas se generaran roces y conflictos entre los diferentes grupos que conforman la sociedad. El conflicto es natural al ser humano, pero la diferencia estará en cómo la encausamos. 

En muchos casos si el conflicto es tratado adecuadamente, si se crean las instancias y la estructura necesaria para abordarlos, los resultados pueden terminar fortaleciendo a la democracia. El conflicto en sí mismo es una consecuencia esencial de los sistemas democráticos que la fortalecerá y se tienen los instrumentos necesarios para manejarlo pero que la debilitará si se ignora y/o reprime.

Como he intentado explicar, la democracia siempre se ha abierto camino pese a las dificultades que ha enfrentado. Si definimos crisis como el momento en que el pasado resulta obsoleto para resolver los problemas del presente y de cara a futuro no vislumbran nuevas alternativas que podrán resolverlos, entonces podemos decir que la democracia está en crisis. 

Tenemos enormes retos que están afectando la vida de millones de personas. Sin que se resuelvan temas tan arraigados en nuestras sociedades como la corrupción, la violencia y la desigualdad, tristemente cada vez más ciudadanos comenzarán a abandonar este ideal que ha tomado más de dos siglos construir. Tenemos en la región ya algunos ejemplos de países que transitaron de ser democracias electorales a autocracias electorales con daños casi irreparables para estas. 

Coincido con Adam Przeworski cuando en su conocida obra, Crisis of Democracy deja claro que solo es posible evitar el decaimiento democrático si individualmente nos anticipamos a analizar los efectos perjudiciales de las políticas de los gobiernos que minan los valores democráticos, y de manera colectiva, nos proponemos un cambio de rumbo. Aún estamos a tiempo. 

 

 

Es imperativo trabajar en los otros elementos, fuera de las elecciones, que conforman la democracia para poder lograr un tránsito efectivo hacia democracias liberales.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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