El hombre puede permanecer y hallar su sentido únicamente en la verdad», pues «un sentido que no fuera la verdad sería un sinsentido»2, decía Joseph Ratzinger en 1968. Esta declaración se enfrenta cara a cara con un mundo que ha puesto toda la esperanza del sentido en la acción humana; un mundo que se cree capaz de inventarse su propio sentido, de crearse su propia verdad.
Pero una verdad capaz de sostener el sentido de lo que somos no es algo que podamos crear; más bien, lo que nos corresponde es recibirla y colaborar con ella. Por eso, el teólogo alemán sostiene que el sentido no se basa primordialmente en la acción humana, sino que se trata siempre de algo que nos precede y, por lo mismo, no se puede construir, sino que solo puede ser descubierto y acogido en la propia existencia.
SIGNIFICADOS DE SENTIDO
En su pequeño libro sobre el sentido de la vida, el filósofo canadiense Jean Grondin explica elocuentemente que cuando hablamos de sentido nos referimos habitualmente a cuatro cosas distintas. El primer sentido de sentido «designa simplemente la dirección de un movimiento». En segundo lugar, el término se usa «para circunscribir la significación, la acepción o el alcance de una palabra». En tercer lugar, cuando hablamos del «sentido de la vida» también podemos referirnos a «una capacidad de sentir e incluso de disfrutar la vida»; finalmente, se entiende también por sentido «una capacidad de juzgar, de apreciar la vida»
Me parece que las primeras dos acepciones son especialmente habituales para referirnos específicamente a la cuestión del sentido de la vida. Nos preguntamos si la vida lleva una dirección, si «va a alguna parte» y cuál es su destino; también nos preguntamos si la vida tiene por sí misma algún significado. En ambos casos existe la tensión entre quienes piensan que el sentido puede ser construido por el ser humano y quienes, como Ratzinger, sostienen que el sentido solo puede ser recibido y que, por lo tanto, uno no puede creárselo a sí mismo.
Los primeros tienden a pensar que la dirección de la vida depende del rumbo que se le quiera dar, y que el significado no viene dado, sino que hay que dárselo. Ratzinger, por el contrario, nos invita a buscar la dirección de la vida en forma de vocación, y el significado como un don que se encuentra en la estructura ontológica de la realidad que solemos llamar naturaleza.
El teólogo alemán no ignora que en nuestra existencia cotidiana tenemos la experiencia de que podemos darle una dirección a nuestras acciones. Podemos intentar contribuir al desarrollo científico, a la vida familiar, al arte y a la cultura; podemos esforzarnos por mejorar en el trabajo, por optimizar nuestros hábitos ecológicos, etcétera. En este sentido, naturalmente podemos «darle sentido» o dirección a nuestras vidas. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿son verdaderamente significativas esas direcciones o se trata simplemente de orientaciones arbitrarias? ¿Se pueden calificar como significativas en sí mismas o son, en realidad, preferencias carentes de significado?
Ratzinger piensa que una valoración objetiva de una de estas direcciones solo puede hacerse si contamos con un criterio ontológico, es decir, con un criterio que podamos encontrar en lo que las cosas son, en el orden del ser. Pensemos, por ejemplo, cómo juzgamos si una vuelta es afortunada o desafortunada. Decimos que es un acierto si nos acerca a la meta y un desacierto si nos aleja de ella. Siguiendo la analogía, la meta última debe hallarse en el orden del ser, en la naturaleza, de modo que nos permita valorar la calidad de las direcciones que le damos a nuestras acciones. Si no hubiera un destino objetivo, cualquier vuelta o dirección sería insignificante. Esto quiere decir que el orden del ser (la meta objetiva) es anterior al orden del hacer (nuestras elecciones) y solo desde el ser se puede juzgar, en última instancia, el hacer.
Alguien podría contraargumentar que el criterio de la meta podría depender del fin que cada uno se fije, no de la naturaleza. Sin embargo, eso no sería más que postergar el problema, porque podríamos preguntar si hace alguna diferencia significativa fijarse una meta en lugar de otra; si es lo mismo, por ejemplo, proponerse como meta ser el asesino serial más exitoso del mundo o contribuir a la reducción del hambre. Si no contamos con un criterio previo a la elección de tal o cual meta, no podremos decidir si la elección ha sido significativa o insignificante. En otras palabras, si la vida humana no estuviera orientada a cierta realización objetiva, no se podrían valorar como objetivamente significativas nuestras decisiones.
Recordemos el impresionante llamado que hizo Karl Marx a emprender el camino de la acción: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo». La pregunta obvia es: ¿Y hacia dónde transformamos el mundo? ¿Hacia dónde lo dirigimos? La transformación solo tiene sentido si sabemos para qué la estamos realizando y hacia dónde ha de orientarse. Ese para qué y ese hacia dónde solo pueden derivarse de un orden anterior a nuestras acciones.
Una vez más, la transformación (que en cierto sentido es un movimiento dirigido) solo puede ser significativa si es medida y orientada por criterios que dependen de lo que las cosas son, pues no se trata de transformar por transformar en cualquier dirección: calificamos a un cambio como bueno, no por el puro hecho de ser un cambio, sino por la conveniencia que tiene según un ordenamiento metafísico que precede a cualquier hacer.
Por esta razón, la pregunta por el sentido de la vida es, en el último análisis, la cuestión de si existe o no un orden en el ser, un gran significado metafísico, que nos permita evaluar nuestras acciones como convenientes o inconvenientes. Naturalmente, podemos emprender pequeños sentidos con nuestras elecciones; sin embargo, para que esos sentidos sean realmente significativos, deben responder a un gran sentido que se encuentre inscrito en el orden del ser, es decir, que forme parte de la realidad humana que hemos recibido.
DOS POSTURAS FUNDAMENTALES
En su obra Introducción al cristianismo, Ratzinger identifica dos posturas fundamentales ante la cuestión del misterio del ser:
La primera y más obvia se podría expresar más o menos así: Todo lo que nos encontramos es, en última instancia, masa, materia; esta es lo único que permanece siempre como realidad demostrable; por consiguiente, representa el verdadero ser de todo lo existente. Esta es la solución materialista. La otra posibilidad apunta en la dirección contraria y dice: Quien observe la materia hasta el final descubrirá que es ser pensado, pensamiento objetivado. Por tanto, ella no puede ser la última instancia. Al contrario, antes que ella existe el pensamiento, la idea; todo ser es, en último término, ser pensado y se reconduce a espíritu como realidad originaria. Estamos ante la vía idealista.
Ratzinger intenta mostrar que nuestro modo de situarnos ante la totalidad de lo real en última instancia se realiza de dos maneras básicas: comprendiendo la realidad originaria –el stoff último de las cosas– como pura materia o como espíritu. Con materia se refiere a «un ser que no se comprende a sí mismo, que es, pero que no se entiende a sí mismo»; con espíritu, en cambio, se refiere a un «ser que se comprende a sí mismo».
Si la forma primaria de realidad es, pues, pura materia, esto es, puro ser que no se entiende a sí mismo, entonces –piensa Ratzinger– «la comprensión del ser tan solo se sitúa, como un producto casual y secundario, en el camino del desarrollo»9. Esto quiere decir que el pensamiento y el sentido serían «subproductos» del ser, los cuales no tendrían un significado estructurante, regulador para el conjunto de lo real. Serían, más bien, productos de una ocasionalidad azarosa, pero no realidades fundacionales. En este escenario, la existencia humana no podría comprenderse a partir de las nociones de vocación y respuesta, porque la realidad, en última instancia, no sería para nada, no llevaría ningún propósito.
La postura alternativa es la opción idealista, la cual propone que la materia no es solo materia, sino que es, en el fondo, ser pensado. Desde esta postura, la realidad originaria no es la materia, sino el espíritu. Esta solución al problema del ser sostiene que detrás de las cosas está una conciencia individual que las ha pensado, de modo que los seres portan una estructura intelectual que refleja a un espíritu. De este modo, la racionalidad que vemos en las cosas sería en realidad reproducción y expresión de una racionalidad originaria que se hace accesible por medio de las estructuras racionales del mundo. En otras palabras, para esta postura el ser es pensable, porque previamente ha sido pensado, es inteligible porque ha surgido de un intelecto fundacional.
El cristianismo se encuentra del lado de la postura idealista, aunque no coincide exactamente con ella. Podríamos decir que la conduce a desarrollos posteriores. También para la fe cristiana el ser es ser pensado. No obstante, no es pensado de manera que solo sea pensamiento, como si se tratara de la interioridad de la mente de un sujeto. En este caso, las cosas no tendrían una existencia autónoma, sino solo en apariencia. Únicamente existiría el sujeto que piensa, y sus pensamientos –la realidad que denominamos mundo– existirían dentro de ese sujeto que llamamos Dios. Para el cristianismo, en cambio, si bien las cosas sí son seres pensados, también gozan de una existencia verdaderamente autónoma. Ratzinger lo explica así:
La fe cristiana opina que las cosas son ser pensado por una conciencia creadora, por una libertad creadora y esta conciencia creadora, que sostiene todas las cosas, ha dotado a lo pensado en su libertad de un ser propio y autónomo. Esto es, trasciende al mero idealismo. Mientras que este, como ya dijimos, explica todo lo real como contenido de una conciencia individual, para la perspectiva cristiana el fundamento es una libertad creadora, que sitúa a su vez lo pensado en la libertad del propio ser, de modo que, por un lado, es ser pensado por una conciencia y, por otro, verdadero ser en sí mismo10.
Esto es lo que significa, según Ratzinger, hablar de un Dios creador. El pensamiento que se manifiesta objetivamente en la racionalidad del mundo es una conciencia que al pensar crea: «En el origen de todo ser no se encuentra una conciencia cualquiera, sino una libertad creadora que, a su vez, genera libertad». Como pude verse, entre la primacía de la materia y la primacía del espíritu, el cristianismo opta por esta última opción. No obstante, aclara que la naturaleza de ese espíritu, cuyo pensamiento da lugar al mundo, «no es una conciencia anónima, neutral, sino libertad, amor creador, persona»11.
LA UNIDAD DE LA VERDAD Y EL SENTIDO
El hecho de que en el origen del ser no nos encontremos con una realidad irracional, sino, por el contrario, con una racionalidad creadora, garantiza que podamos hablar no solo de existencia, sino también de verdad en sentido estricto. La verdad es, para Ratzinger, no solo el hecho de que las cosas son, sino que son racionales, portadoras de una estructura inteligente e inteligible. De esta verdad depende en última instancia si las cosas tienen o no un sentido último. Es tan íntima esta relación entre la verdad y el sentido que al final del camino la búsqueda de la verdad y la búsqueda del sentido terminan siendo el mismo movimiento.
Para entender el fondo de esta cuestión conviene insistir una vez más en que el gran pensamiento que se encuentra en el origen es también amor. Siguiendo una larga tradición, Ratzinger se refiere a ese ser original con la palabra griega Logos (con mayúscula), que significa razón o palabra. En un debate con el filósofo ateo Paolo Flores d’Arcais lo explicó así:
Ese es el Dios que es Logos, como dice después san Juan, que es la razón creadora, que es palabra porque Logos no es simplemente razón, sino que es una razón que ya habla, es decir, un relacionarse, un acercarse, y en ello tenemos ya una renovación del concepto de razón que va más allá de la pura matemática, de la pura geometría del ser y que no obstante es Logos, y también hablando y también yendo más allá de esa pura matemática, sigue siendo Logos a pesar de todo, es decir, razonable… pero lo que aquí se anuncia es el hecho de que este Logos es amor – se aproxima– y ese amor efectivamente realiza cosas locas. Porque parece absurdo que un Dios, desde su condición de eterna felicidad, se ponga en juego por esa diminuta criatura que es el hombre, se ponga en juego en este mundo hasta la muerte12.
El que busca la verdad y se encuentra con que esa verdad, ese Logos, es también amor, descubre que la verdad no es fría e inhóspita, sino que responde a los anhelos más profundos de su existencia. ¿Qué sería una realidad inhóspita? En un texto de 1977, Ratzinger evoca el sentimiento de extrañeza mortal que el joven Albert Camus recuerda de su visita a la ciudad de Praga.
Unas cuantas líneas del relato bastan para sentir su inquietud:
Tenía miedo de estar solo en la habitación del hotel, sin dinero y sin ardor, reducido a mí mismo y a mis miserables pensamientos. Me perdía en las suntuosas iglesias barrocas, procurando encontrar en ellas una patria. Pero salía de allí más vacío y más desesperado por aquella conversación decepcionante conmigo mismo […] Procuraba calmar mi angustia en todas las obras de arte. Truco clásico: quería disolver mi sublevación en la melancolía. Pero en vano. Tan pronto como salía, era un extraño. […] Iglesias, oro e incienso, todo me rechaza en una vida cotidiana en la que mi angustia da su precio a cada cosa13.
Ratzinger explica que la ciudad de Praga es para el escritor francés una oscura cárcel que se ha convertido en un símbolo de la vida del hombre en el mundo: nos encontramos como «enclaustrados en una ciudad cuya lengua desconocemos; recluidos en una mortal soledad; al final, su belleza se torna en mofa y el prisionero se hunde en el abismo del absurdo»14. Esta es la imagen cruel de un mundo sin sentido en el que no hay verdad (no hay racionalidad profunda) o, dicho de otro modo, en el que la «verdad» es que los anhelos del hombre apuntan a un engaño, porque el universo no tiene respuestas para su búsqueda de felicidad y de plenitud existencial; es, por lo tanto, un extraño sin hogar.
La alternativa de la primacía del Logos es justo lo contrario. Ante los clamores profundos de la existencia humana, el ser no permanece mudo, ni responde «no te conozco». Cada hombre recibe una acogida positiva. Su existencia no simplemente es, sino que es querida por el fundamento último de la realidad.
En el mismo texto de 1977, Ratzinger relaciona el sentido con la posibilidad de aceptarse a uno mismo, lo cual supone que hay un acuerdo entre el propio clamor y la existencia misma: «el acto, al parecer tan sencillo, de quererse a sí mismo, de ponerse de acuerdo consigo mismo, plantea en realidad el problema del universo total. Plantea el problema de la verdad: ¿Es bueno que yo sea? ¿Es bueno incluso que algo exista?
¿Es bueno el universo?»16 Responder a estas preguntas con un sí supone que todo esto tiene un sentido y por eso es buena su existencia, porque es querida, es amada, y no por un amor ilusorio y finito, sino por el fundamento último del ser.
Decir que el Logos creador ama a su creatura garantiza la unidad de la verdad del ser y de su sentido existencial, que consiste en lo que podríamos llamar su acuerdo ontológico. La existencia humana es absolutamente amada por ese Logos, lo cual se manifiesta en el misterio de la cruz:
Para Dios –explica Ratzinger–, el hombre es tan importante que ha llegado a padecer por él. La cruz, que según Nietzsche es la más aborrecible expresión del carácter negativo de la religión cristiana, es, en realidad, el centro del evangelio, la buena nueva. La cruz es la sanción a nuestra existencia, no con palabras, sino en un acto de tan absoluta radicalidad que hace que Dios se encarne y penetre cortantemente en esta carne, que hace que para Dios merezca la pena morir en su Hijo hecho hombre. Quien es amado hasta tal punto que el otro identifica su vida con el amor y no es capaz de seguir viviendo sin él, quien es amado hasta la muerte, este tal se sabe amado de verdad. Si Dios nos ama así, es que somos verdaderamente amados. Entonces el amor es verdad y la verdad amor. Entonces la vida merece la pena16.
Esta unidad del Logos y el amor, en cuyo acto creador las cosas toman su ser desde una gran afirmación, le confiere a la existencia un tono de hospitalidad, no de extrañeza. De ahí surgen tanto la racionalidad de lo real como su afirmación radical que hace que pueda reconocerse su existencia como buena y querida. A la luz de todo esto se ve lo que quiere decir que la verdad y el sentido son, en el fondo, la misma realidad. Significa que quien encuentra la verdad se encontrará con el sí de su existencia y quien encuentra el sentido de su existencia se encontrará con que es también el fundamento de toda verdad. Significa que el fundamento de la realidad es también el que le da sentido a la vida. Encontrarse con el fondo del misterio del ser, por lo tanto, es encontrarse con el Creador que ama a su creatura y establece vínculos con ella. Esto es lo que significa descubrir el sentido de la vida.