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El discreto encanto del diminutivo

La clara conciencia que tenemos los mexicanos del uso del diminutivo como característica propia de nuestro castellano nos puede llevar fácilmente a exagerar esta particularidad y a perder de vista el ámbito y las modalidades de su validez. Se crea entonces un lugar común del «diminutivo mexicano» que no advierte que esa particularidad se da también fuera, y que dentro tampoco se puede generalizar.
Cuando esto sucede, la causa suele estar en la falta de una perspectiva adecuada que integre el fuera y el dentro. Normalmente la identidad de un pueblo se percibe mejor desde fuera, porque desde ahí es posible notar contrastes para los que desde dentro uno es sordo. Pensemos en los doblajes cinematográficos y televisivos. Si ya estamos acostumbrados, el hecho de que los personajes hablen en castellano es tan ajeno a la trama como la marca del televisor o el precio del boleto, gracias a lo cual nada nos cuesta verlos como rusos, daneses, asirios o árabes que sean. Pero ¿qué pasa si la película se dobló en España? Entonces es posible que de vez en cuando la visión se vea turbada por preguntas indignadas: ¿cómo es que en Camboya todos los combatientes resultan ser españoles?; ¿por qué Gengis Khan habla como español?; ¿a qué se debe que las imprecaciones del Capitán Achab sean tan ibéricas?
Fuera del castellano
Que el diminutivo caracteriza al español mexicano me parece inopinable, pero decir sólo esto es decir muy poco. De muchas otras lenguas se podrá decir otro tanto: italiano, ruso, portugués, vasco, son idiomas llenos de diminutivos. Un barbado italiano es capaz de usarlos en contextos que, traducidos literalmente, harían sentirse melosa a una quinceañera de Xochimilco.
Basta un poco de experiencia con la literatura rusa para haber sufrido las complicaciones generadas por la pluralidad de nombres con que se designa a cada uno de los personajes (el nombre, el patronímico y el apellido), a los que se añade una larga lista de diminutivos, hipocorísticos y diminutivos de hipocorísticos. En el Doctor Zhivago, el marido de Lara (Pavel Pávlovich Antipov) es Pávlushka, Pasha, Pashka, Páshenka y Patulia (y encima toma el nombre de Strélnikov, para despistar, cosa que logra bastante bien). ¿Podemos traducir los diminutivos con las correspondientes variantes de «Pablo»? No conozco el caso concreto de Pasternak, pero sí el de otras traducciones en que se hizo el experimento, con un resultado casi ilegible: Krushev se convierte en «Nicolasito», pues a eso equivale «Nikita», a una anciana por la calle se le llama «madrecita» (mátiushka;el zar es «el papacito (bátiushka) o el solecito (sólnyshko) de todas las Rusias», etcétera. Con este criterio, Pablo se convertirá en Pablito, Pablín, Pablillo…

Una cosa nuestra, ¿hasta qué punto?

Sentimos como propio el diminutivo sobre todo por oposición a quienes, con un habla cercana a la nuestra, no la usan de lo misma manera. Como el resto de Latinoamérica comparte esta tendencia, creo que nuestro punto de comparación es principalmente el castellano de España. Y conviene subrayar que lo importante es el no usarlo «de la misma manera», porque a los españoles no les faltan diminutivos. Quiero decir que en su habla habitual no sólo están presentes sino que son incluso abundantes. Lo que cambia es el tipo de diminutivo y el tono. En primer lugar, abunda el «-illo»: jeringuilla (=jeringa), lentillas (=lentes de contacto), zapatillas (=tennis), bombilla (=foco), bocadillo (=torta), hatillo (=itacate), lamparilla (=veladora), mesilla [de noche] (=buró), masilla (=mastique), bolsillo; listillo, chaquetilla, cementillo, esterilla, macarrilla, redecilla, morrillos, higadillo, petaquilla, veranillo, (de) boquilla1. En segundo lugar, el «-ete»: chupete (=chupón o chupada), churrete (=chorreadura;amiguete, obrerete, vejete, fresquete, poyete. Luego vienen otras formas: pequeñajo, quejica (=chillón), listín (=lista, por ejemplo de teléfonos), futbolín, chupetín.
Estos ejemplos son elocuentes: las desinencias «-illo» y «-ete» contienen la «aminoración objetiva» que, según Eugenio Coseriu, caracteriza al diminutivo, pero se dirigen más hacia el desprecio que hacia el afecto. El diccionario de María Moliner da a «-illo» el matiz de falta de importancia, y tanto en éste como en el de la Academia se define «-ete» como despectivo. Para un oído mexicano a veces parece como si al español le diera vergüenza hablar en serio de ciertas cosas o en ciertas circunstancias y se sintiera obligado a manifestar distancia con desinencias como «- illo» y «-ete».
Otro fenómeno cercano al diminutivo es el hipocorístico. Hay unas formas propias de México (Chuy, Memo, Chayo, Chabela) y otras propias de España (Chisco, Curri, Macu, Pili). Las hay también comunes (Toño, Pepe, Concha, Tere). Pero hay algo característico de la Penínsuila: su uso sistemático en ciertos contextos. Es un uso que, en una sensibilidad mexicana, produce justamente la misma impresión (¿infantil?; ¿femenina?; ¿provinciana?) que a ellos nuestros diminutivos. En un ambiente de confianza es impensable llamar a alguien por su nombre sin alterarlo de alguna manera: «-¿Cómo te llamas? -Daniel. -Ah, Dani».».Y así, Gabriel será inapelablemente Gabi, y María Isabel, Mabela, y José Luis, Pepelu.

Funciones comunes y propias

Tomados en abstracto, todos los valores del diminutivo «mexicano» se pueden encontrar fuera. María Moliner dedica tres líneas de su diccionario a la disminución de tamaño y varias columnas al resto de los matices. Los diminutivos, dice, «expresan muchas veces matices apreciativos independientes de cualquier clase de magnitud. () En muchos otros casos, el matiz introducido por el sufijo no se refiere ni siquiera al objeto designado, sino que expresa actitud afectuosa o amable de la persona que habla, no ya hacia la cosa, sino hacia la persona a quien habla. “Te tengo preparada la comidita”. “¿Quiere usted echar aquí una firmita?”. A los niños suele hablárseles de esta forma. Puede también el que habla infundir en el diminutivo un sentido ponderativo y hasta de queja o de censura. “Me he ganado 3.000 pesetillas”. “iVaya nochecita que he pasado!”. “Que se vaya a paseo la niñita”.
Así pues, el énfasis y la ironía están entre las funciones que no se pueden considerar propias del diminutivo mexicano, aunque los casos concretos y los matices bien puedan serIo. Cuando Cervantes narra cómo Rocinante, fuera «de su natural paso y costumbre», decidió abandonar a su amo para solazarse con unas jacas, yuxtapone diminutivos que tienen este cometido: «tomó un trotico algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad con ellas». No necesito insistir en la eficacia de la elección de palabras para dar sabor (no me refiero al picadillo) a la situación, con la comicidad del jamelgo que va en pos de «las señoras jacas». Cuando se trata de esta función, el diminutivo no difiere mucho del aumentativo. En «no me vaya a caer el encarguito» la atmósfera anímica está más cerca de «ya te vas con tus amigotes» que de «dale otro besito a tu papá» (a no ser que llamemos «besito» a un encontronazo con chipote y sangre). Hay toda una generación de mexicanos que quizá asociarán siempre a los cuentos de hadas la invitación a tomar su chocolatote, donde la inflexión no es menos infantil por ser un aumentativo.

Búsqueda del origen

Mucho han discutido los lingüistas sobre el origen de nuestro diminutivo. La tesis que lo explica como fenómeno de sustrato (es decir, de origen indígena, náhuatl en concreto), defendida hace tiempo por Ignacio Dávila Garibi, Wigberto Jiménez Moreno y Carlos R. Margáin, entre otros, fue combatida principalmente por José Lope Blanch. Ciertamente no convence mucho el recurso al náhuatl cuando se tienen delante no sólo esos otros idiomas sino todo el castellano latinoamericano que comparte la misma tendencia.
Sin embargo, no cabe duda que, de origen indígena o no, el uso abundante del diminutivo cuadra a las mil maravillas con la mentalidad náhuatl. Por otra parte, acudir al náhuatl no significa sólo apelar a su uso del diminutivo, sino también a la forma reverencial característica de este idioma. El reverencial es un morfema flexivo (=accidente gramatical) que adoptan las palabras para manifestar respeto hacia la persona o cosa de que se habla o hacia el interlocutor. Es una flexión que no cuenta con un paralelo en español, de modo que no es descabellado suponer que nuestros antepasados, al aprender la nueva lengua, la hayan sustituido con el diminutivo, que era lo más próximo2. ¿Ya se dirigía el castellano hacia el uso de esos matices? Tanto mejor.
El reverencial se puede aplicar no sólo a sustantivos y adjetivos, sino también a verbos, a adverbios e incluso a algunas partes invariables de la oración. Así, hablando con un igual o un inferior, «pues» se dice «auh», y con un superior, «auhtzin»; en un caso se dice «motlan» (=contigo) y en otro «motlantzinco». Si a un igual o un inferior le pido que se acuerde de algo, le digo «xiquelnamiqui» (=recuerda;a un superior le debería decir «maxicmoilnamiquilia» (=recuerde, o, más literalmente: hazte recordar).
Así pues, ya sea como causa o como condición favorable, el paso al diminutivo aparece en armonía con la imperiosa necesidad de expresar un matiz profundamente enraizado en la mentalidad náhuatl. Para entender esta exigencia conviene pensar en la incomodidad que nos produce, mientras no nos acostumbramos, la ausencia de una distinción entre el tú y el usted en inglés. Este parece ser el origen del uso de terminaciones diminutivas en palabras donde la «aminoración», vista fríamente, resulta extraña. Es el caso de términos con total carta de naturaleza: ahorita, tempranito.
Otros, más propios del lenguaje familiar, pero también de uso general, como: ahoritita, despuesito, lueguito, abajito, encimita, todito, toditito, apenitas, (ya) merito, puritito, lejitos, lejecitos.
Otros de uso más localizado (geográfica o socialmente), como: acasito, tamañito, (con) permisito, feisito.
Para terminar con «ansinita» y otros arcaísmos, de los que quizá pocos hemos tenido el privilegio de escuchar en vivo. ¿Qué diferencia hay entre «abajo» y «abajito»? Es algo que tiene más que ver con los interlocutores que con la cosa que estamos situando. No excluyo que «abajito» pueda indicar mayor proximidad que «abajo», pero sobretodo indica una relación de respeto o de familiaridad con la persona con quien hablamos.
Llegados a este punto recordemos, una vez más, que no hay que exagerar. Sirvan de prueba los ejemplos de María Moliner arriba recogidos. Los españoles dicen «igualito» con el mismo sentido de encarecimiento de la igualdad con que se dice en México («igualito a su herrnano»;y lo mismo cabe decir de «cerquita» y «grandecito», por poner dos ejemplos significativos. Los usan igualito que nosotros.

La atención al interlocutor

Hemos hablado del diminutivo como algo propio de los ámbitos de lo familiar y lo respetuoso. Pero ¿no son justamente los dos extremos del habla? En primer lugar, no confundamos lo formal con lo respetuoso. Además, hay que tomar en consideración la existencia de «niveles» de tratamiento. Lo que desaparece al pasar de un nivel a otro bien puede reaparecer al pasar al siguiente (un ejemplo extremo: ¿por qué la liturgia cristiana tutea a Dios?). Volviendo al caso náhuatl, es de notar que el Nican Mopohua y otras obras en prosa de la misma época como la célebre historia del tlacuache y el coyote están llenas de reverenciales. Son muy escasos, en cambio, en la poesía, tanto en la prehispánica como en la colonial de la primera hora, por ejemplo el «Canto de la Conquista» contenido en los Cantares Mexicanos; apenas aparecen los «oficiales» (los relativos al tratamiento de la nobleza;no se usan ni siquiera en las frecuentísimas ocasiones en que el poeta se dirige al Dador de la Vida. Lo más poético es aquí lo más descarnado.
Pero esto sucede también ahora entre nosotros. Párrafos arriba cité a Eugenio Coseriu. ¿Por qué no lo llamé «profesor Coseriu»? Aquí se invierten las reglas del juego. Quienes lo conocen de toda la vida lo llamarán «Eugenio Coseriu»; algunos, parientes, por ejemplo simplemente «Eugenio». Sus alumnos de Tubinga y muchos de sus colegas lo llamarán «profesor Coseriu». Y por último, cuantos lo conocemos como personalidad, como autor, quizá sólo a través de sus obras, lo llamamos ¡igual que los más allegados! Y no nos extraña. En efecto, ¿a quién se le ocurre citar a Kant como «profesor Kant», o a Thomas Mann como «señor Mann».
Otro caso es nuestro uso familiar-jocoso del «usted» entre amigos o referido a niños («no llore, nomás acuérdese»). Invito al lector a hacer un experimento: usar ese «usted» adoptando la actitud con que uno lo puede referir a un niño, con un colega a quien se tutea pero sin que haya amistad estrecha3. En Colombia y, sobre todo, en Venezuela, esta vuelta al «usted» tiene más arraigo. El «usted» puede significar distancia o todo lo contrario, de modo que a veces cabe decir: «No somos tan íntimos como para pasar a tratarnos de usted». Un caso más se puede observar en el uso del diminutivo para «suavizar» vocablos que nos suenan bruscos, como se hace al hablar de «gorditos» y «calvitos», de «inditos» y «negritos», de «viejitos» y «viejitas». Lo interesante son las excepciones. Nos parece que «viejo» y «vieja» aluden muy descaradamente a la vejez (y «vieja», también a la feminidad), pero he aquí que, justamente en un ambiente familiar, marido y mujer se llaman entre sí «viejo» y «vieja». Este modo de «suavizar» las palabras puede llegar a extremos cómicos. Alfonso Reyes recoge la extrañeza de una mujer de teatro española ante la costumbre mexicana de «llamarle a uno por sus defectos, en tratamiento diminutivo y cariñoso: -¿Cómo te va, tuertito? -¿Qué me cuentas, panzoncito?»
Pero «suavizar» expresiones con diminutivos no es un método desconocido en España. Se usa con llamativa frecuencia el diminutivo perifrástico, que consiste en anteponer «pequeño» al término que se quiere suavizar («mi suegra es una pequeña arpía»; advierto que el resultado no llega a ser muy cariñoso). Pero también se usa el diminutivo orgánico (es decir, las desinencias). El uso tan característicamente ibérico de «tío» correspondiente a «tipo» puede sonar muy despectivo, al punto que en algunas regiones, como Andalucía, resulta imposible llamar así a los hermanos de los progenitores, que se convierten en «tiítos».

El genio nacional

Se podría quizá hablar de una especie de «actitud de diminutivo», que estaría en los antípodas de la hipotizada vergüenza española de hablar en serio (¿«actitud de despectivo»?). Se podría hablar; tal vez, pero sólo como denominación metonímica de un fenómeno más amplio y profundo. «Metonímica» en el sentido de designar una realidad por medio de un efecto, una manifestación, una parte o una causa. Aquí el diminutivo no es más que el instrumento con que se expresa y no siempre ni con exclusividad esa realidad más amplia y profunda: el espíritu o genio nacional. Por este motivo, me parece más fructífero no dirigir la atención al diminutivo por el diminutivo, sino como recurso expresivo de una actitud vital hacia el interlocutor. Una actitud a la que se reconducen también los diminutivos más «normales» (sobre todo los sustantivos). La anciana que explica que su marido tiene que tomar sus medicinitas no alude al tamaño de las pastillas sino al significado vital que tienen para ella, sobre todo por su relación con su marido; y quien es capaz de esta actitud es capaz también de proyectarla hacia el interlocutor, en atención al cual acaricia más las palabras que usa. O quizá sería mejor decir que acaricia las cosas con las palabras. Castro Leal dice que «las aristas de la realidad se suavizan con diminutivos», y que a la pregunta por un lugar «se contesta que está “tras lomita” para no dar la mala noticia de que queda a varios kilómetros». Aquí el acariciado es más bien el interlocutor, así sea con una caricia más bien cara.
Hace algunos años, en un largo artículo que National Geographic dedicó a las tradiciones mexicanas relativas a los difuntos, me costó trabajo entender qué quería decir «my little dead-ones». Es una dificultad muy significativa. Pienso que, de haber leído «my dear dead-ones», habría entendido enseguida que se refería a los «muertitos». Son esas cosas que se escapan de tan evidentes. Nunca me había figurado a los «muertitos» como chiquitos4.
Una excepción más nos será útil ara terminar. Una excepción más que nos recuerde cuán traidoras suelen ser las reglas generales, sobre todo las lingüísticas; que nos recuerde que el diminutivo, y no sólo en «-illo» y «-ete», puede servir también para denotar una menor valoración, aunque sea inconscientemente, y que esto puede también suceder en México. En su relación de las entrevistas entre Villa y Zapata, Enrique Krauze (Biografía del poder) hace notar el diverso modo con que estos caudillos hablaban de la tierra. Villa decía que los campesinos tendrán «sus tierritas», Zapata hablaba de «la tierra», o incluso de «la Madre Tierra». Pero, excepción en la excepción, el diminutivo echado por la puerta volvía por la ventana en el texto náhuatl de un manifiesto suyo: «Nuestra Madrecita la Tierra, la que se dice Patria».

(1) Separo con punto y coma las palabras que tienen la terminación en «-illo» «incorporada» y las que tienen añadida como diminutivo. Lo mismo hago con las que siguen, en «-ete».

(2) Véase la definición del diminutivo arriba citada.
(3) En la realización de este experimento declino toda responsabilidad.
(4) Un italiano me hizo notar que entre México e Italia hay una abismal diferencia de actitud ante los difuntos, que se revela justamente en la inflexión despectiva que da lugar al término «mortacci». Uno de los modos clásicos de injuriar a una persona es mencionar a sus muertos. Sí, mencionarlos, como se hace en México con la madre. La morfología de las palabras «muertitos» y «mortacci» oponen diametralmente las respectivas actitudes, pero el contexto de la costumbre italiana tiene su reverso: si se mientan los muertos para injuriar es justamente porque son algo entrañable. La semejanza es mayor que la discrepancia, aunque la fraseología («mi hanno ricordato i miei antenati» ) no es del todo paralela: nunca he oído a un italiano quejarse porque «le recordaron el 2 de noviembre».

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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