Es verano de 1987 y la tarde cae con el apacible peso de un sábado en California. La familia Gibbons se reúne – papá, mamá, Jim y Jennifer- como todos los fines de semana, desde hace ya varios años, para orar y emocionarse con sus televangelistas: Jim (el pequeño Jim Gibbons lleva su nombre) y Tammy Bakker. Cuatro pares de ojos asombrados miran las curaciones que transmite el televisor en este inmenso show religioso, y compran los maquillajes y cinturones comercializados por el carismático Tammy.
Dispuestos a creer
La familia Gibbons pertenece a uno dé los 13.5 millones de hogares, conectados a 178 estaciones por los que la iglesia PTL. (Praise The Lord, y también, People That Love, y para los malintencionados Pass The Loot: Pase el botín) transmite a través de su propia cadena de televisión vía satélite.
Mañana domingo, irán todos al gigantesco parque de atracciones tipo Disneylandia: el Heritage USA en Fort Hill, California del Sur, construido con cerca de mil millones de dólares por Jim Bakker, dinero recolectado gracias a sus teleseguidores, con el beneficio de que, en Estados Unidos, las iglesias no pagan impuestos.
Jennifer Gibbons quiere ver una vez más (es una construcción que le fascina) la réplica del Crystal Palace erigido en Londres en 1851, y que es uno de los puntos de mayor interés en el Heritage USA; sólo él cubre unas mil doscientas hectáreas y su costo fue de 100 millones de dólares. La familia Gibbons ha decidido papá tome unos días de vacaciones y, por eso, se quedarán en el magnífico hotel de quinientas habitaciones, dentro del Heritage USA con la seguridad de poder asistir a sus oficios religiosos en la iglesia de 2.500 asientos. El parque recibió, sólo en 1985, seis millones de visitantes y alcanzó una cifra de negocios de 129 millones de dólares.
La familia Gibbons está muy orgullosa de haber contribuido a construir un lugar al que sólo tienen acceso los seguidores de los hermanos Bakker; pero hay algo que los llena de una satisfacción más profunda: gracias a su dinero (varios miles de dólares), Jim Bakker no murió. Y es que en una transmisión televisiva, Bakker comunicó que Dios, sirviéndose de un sueño, le pidió la construcción del Heritage USA, de lo contrario, él, ¡Jim Bakker!, fallecería.
Han pasado ya varios meses, – el tiempo pasa rápido en California – desde ese paradisiaco fin de semana en el Heritage USA. La familia Gibbons está triste (mamá se encuentra francamente deprimida): Jim y Tammy Bakker fueron encontrados culpables de adulterio y malversación de millones de dólares. El imperio Bakker ha caído. Pero no importa la fe de los Gibbons mueve, más que montañas, canales de televisión. Están dispuestos a seguir creyendo a pesar de los pesares, en estas vedetts del espectáculo religioso cada una con un dios a su medida y con distintas exigencias (que los Gibbons aceptarán gustosos)-, y ya han puesto sus ojos en otro exitoso televangelista: Jerry Falwell. Después de todo the show must go on.
Hora de visita
Es hora ya de visitar a los vecinos de los Gibbons: la encantadora familia Taylor. Aunque los Gibbons siempre han sido considerados algo excéntricos, los Taylor piensan que son amables y por eso, cuando Jerry, el hijo mayor de los Taylor, les dijo a sus papás que su novia era la pequeña y bonita Jennifer Gibbons, el asunto no desgarró ningunas vestiduras (ya se le pasará, dijeron papá y mamá Taylor, con la ilusión de encontrar para su hijo alguna estrella de Hollywood). La familia Taylor cuenta también entre sus elementos a la quinceañera Liz (se llamará Elizabeth Taylor dijo mamá con orgullo cuando la registraron), y al mil usos Cesar Pontificio Benítez que les ayuda como jardinero, sirviente y cocinero, y por si fuera poco, con la ventaja de tener en orden todos sus papeles con la migra. Jerry Taylor busca en su espejo, por las mañanas, al muchacho típicamente americano que la publicidad le ha prometido que será si usa sus productos… y sonríe satisfecho: lo encuentra. Guapo, saludable y además listo. Jerry tiene todas las cualidades. Ha ganado una beca deportiva en la Universidad; no la necesitan. claro: papá gana mucho dinero, pero es significativa en el santoral (perdón), en el historial del muchacho. Y es que el cuerpo de Jerry es la octava maravilla del Mundo (frase dicha por el propio Jerry con timidez estudiada y una sonrisa Colgate que hace reír nerviosas a todas las amigas de Jennifer… incluyendo ala propia Jennifer).
Toda una masa de músculos – perfectamente catalogados- eso es Jerry. Cada uno de ellos ha sido trabajado con una estrategia que haría palidecer al mismísimo Napoleón. Si sus calificaciones no son las mejores, papá y mamá Taylor saben que, en el último instante, casi como en carrera olímpica, Jerry saldrá vencedor; y eso suma otro encanto al muchacho: el factor sorpresa. La familia Taylor sabe que Jerry no es un buen estudiante porque se dedica a lo que considera realmente importante: extenuantes sesiones en el gimnasio.
Jerry ha recurrido a los esteroides (se calcula que entre 400 mil jóvenes los usan) y, aunque a veces no se siente del todo bien, funcionan: su cuerpo tiene una definición cada vez mayor y resulta más voluminoso. Poco a poco, con paciencia y muchos sacrificios, sabe – lo ha jurado- que llegará a tener un físico imposible (le gustan las palabras con fuerza), al lado del cual cualquier Schwarzenneger, Stallone o Van Damme serán sólo siluetas risibles, y tiene la certeza porque su vida está dedicada a ello.
Además, se ha dado cuenta de que no puede tener un grupo de amigos como cualquier otro: sólo los mejores. Por eso, ha hecho una pandilla con un único requisito: deben ser hermosos; en un marco bello resaltará todo lo que Jerry es. Por eso, también, se hizo novio de Jennifer, es la más bonita y, sin embargo, ¡es tan poca cosa para él! Pero, mientras encuentra algo mejor…
Sólo hay una cosa que le preocupa: los esteroides son caros. El entrenador de la Universidad, que los vende, pide cada vez más, y Jerry no puede conseguir tanto dinero sin levantar las sospechas de papá. Pero Jerry está pensando en unas joyas que tiene mamá en la caja fuerte. Tal vez no resulte tan difícil pagar la próxima vez.
La espectacular trayectoria de Liz Taylor
Cuando Elizabeth Taylor Robinson fue registrada, se definió también, de una manera misteriosa y esotérica su destino en el mundo: Liz Taylor está condenada a rodearse de fama. El brillo de todo rutilante cielo de estrellas cinematográficas y televisivas la obsesiona. Su cuarto es reflejo de su corazón; cubren las paredes, como tapiz, cientos de rostros sonrientes que la contemplan con satisfacción cuando ella actúa frente al espejo, y está segura que, de poder expresar su opinión, todas ellas le otorgarían el Oscar. Estas fotografías termómetro dan cuenta con toda precisión de los altibajos en el cambiante mundo del espectáculo. Por ejemplo, cuando Madonna sacó al mercado su libro de fotografías audaces, Liz subió la fotografía de la cantante ¡casi hasta su cabecera! (sitio de honor en la habitación de Liz), pues la expectativa y el lanzamiento en Japón eran noticia de primera plana, pero al no venderse el producto como se esperaba, Madonna volvió a su lugar de origen: la pared de la izquierda.
Liz Taylor no es racista. Ella sabe, gracias a los recortes de periódicos mexicanos que le da Cesar Pontificio, que Verónica Castro es una actriz de primera en muchos países donde se transmiten sus telenovelas; pero cuando supo lo de Rusia pasó al catálogo de los grandes. Y es que no es fácil que 280 millones de teleapasionados ex-soviéticos -¡280 millones!- hayan convertido a una mexicana en su musa. Liz tiene un recorte del diario ruso Pravda donde cuentan varios refugiados de Abjasia – sumida en una guerra contra Georgia- cómo Los ricos también lloran les salvó la vida, porque los cañones callaban en los campos de batalla, en tácito consenso, cuando la televisión emitía el serial. Moldavia, que hacía unos meses prohibía en su territorio la televisión rusa, por acusarla de apoyar a los secesionistas del Cisdniéster, tuvo que reanudar las transmisiones ante las enfurecidas protestas de sus ciudadanos, privados de su principal consuelo. Boris Yeltsin, el presidente ruso, la condecoró en el Kremlin como la mejor actriz del año ¡Si eso no es tener éxito, no sé que es!, termina diciendo Liz cuando sus amigos le preguntan quién es Verónica Castro.
Liz Taylor llora ante el televisor las lágrimas que ya no le salen cuando se cruza en las calles con los pordioseros; no tiene tiempo – ni ganas -, su mente está preocupada sólo por los avatares de las personas famosas, y aunque desconoce el nombre de todos sus vecinos y no tiene idea de qué sucede en su casa, sabe de memoria las desgracias y alegrías de las celebridades.
Cada vez que lee una revista del espectáculo, y encuentra un dato desconocido, su pequeña silueta tiembla de emoción. Con estos conocimientos, Liz Taylor forma parte de ellos. Su pelo pasa del caoba al amarillo, del rojo al negro, dependiendo de la estrella de moda. Punk, romántica, ejecutiva, militar, Liz conoce, a sus escasos quince años, la experiencia de todo un abanico de personalidades. Puede ser cualquier cosa, sólo hace falta, para que se apropie de ella, que aparezca en el mercado de celebridades. Si conocieran a Liz, los publicistas podrían estar orgullosos: toda su vida será para ellos.
Trabajo, animales y fútbol
Papá y mamá Taylor hace mucho que no platican, pero esto no les preocupa porque ni siquiera se han dado cuenta. Hace tiempo que su vida está separada: papá trabaja, trabaja, y en sus tiempos libres, trabaja; y mamá ha dedicado su vida a proteger a los animales (y por eso, no incluye a papá Taylor).
Con el pretexto de no recorrer tanta distancia entre su casa y la oficina, y para estar más cerca de su familia, papá forma parte de uno de los 14 millones de trabajadores que se quedan en casa durante al menos una parte de la semana laboral. Las empresas lo consienten pues han registrado en estos casos un aumento de la productividad individual de hasta un 25%. Pero lo que parecía una ventaja, se ha convertido en maldición: papá sólo trabaja. Según las estadísticas, en Japón las horas dedicadas anualmente al trabajo son 2,150; para los norteamericanos, 1,924 (contando ya las del señor Taylor;y los alemanes, 1,655. Y esto es algo que a papá no le gusta: ¡estar por debajo de los japoneses! Pero él tiene una solución, hay un dato que leyó y ha estado dándole vueltas: la nueva moda en Japón es pasar el fin de semana en un hotel para estar más cerca del trabajo. Y papá Taylor está averiguando precios…
La vida de mamá Taylor es distinta. Gallier ha sido el compañero de su ida y por eso ella no siente ausencias; es un setter irlandés de lo más bonachón. Mamá lo lleva al salón de belleza donde toma un baño relajante y se arreglan el pelo, está asegurado con una generosa póliza, come galletas anticolesterol y lame huesos especiales para la prevención de la caries en su cuenco de mármol, tiene una cama ortopédica, una colección de videos especiales, trajes de etiqueta y deportivos. Nada es demasiado. La señora Taylor se gasta en la tienda entre 4,000 y 5,000 dólares al año, gracias a los cuales las industrias norteamericanas de productos para animales domésticos facturan anualmente unos 11,000 millones de dólares.
Cuando Gallier falleció, mamá pensó que ella también moriría, pero una noticia cambió su parecer: Jeff Webber, en Atlanta, congela perros difuntos para que, así, acompañen más tiempo a sus dueños. Mamá Taylor, vestida de luto, tomo un avión con todo y el cuerpo de Gallier y pagó, además de su estancia y transporte, 1,800 dólares a Webber. Hoy, Gallier está otra vez en casa.
Esto no tiene nada que ver con la vida de Cesar Pontificio Benítez, taxista en Aguascalientes, a quien un día le entraron las ganas viajeras y se fue a trabajar al otro lado ( igualito de inquieto que su padre, que era agente de seguros, dice su esposa con tono resignado). Cesar Pontificio cayó con gente buena – la familia Taylor -, pero a veces le entra la nostalgia y regresa a México de vacaciones. Es un hombre pacífico y equilibrado, pero en su rítmica y acompasada vida hay una nota discordante: el fútbol. Ese deporte lo enloquece, y desde que la Selección Nacional ha estado ganando, su pasión va en aumento: ora sí somos invencibles, piensa cuando Luis García mete un gol. Aunque los Taylor no lo saben, Cesar Pontificio fue al D.F. con el único objetivo de ver el partido contra Estados Unidos, y de ahí, al Angel de la Independencia a festejar. Nunca se había sentido tan acompañado, y nunca, tampoco, había hecho tanto destrozo. Todos eran cuates: todos a bailar con todos; todos a molestar a las güeritas; todos a chupar; todos contra el parabrisas de los coches; todos a pelear y sacar armas. Para Cesar Pontificio la cosa terminó mal: le robaron y tuvo, a su vez, que robar para regresar con los Taylor. Pero no se decepciona, ya está juntando para el Mundial, porque si gana México, él quiere celebrarlo otra vez en el Angel…
Un final gastronómico
Los Gibbons y los Taylor (incluido Cesar Pontificio Benítez) no tienen vidas estridentes, no han matado a nadie, no tienen problemas que estremezcan planas editoriales. Son familias con algunos rasgos como la suya o la mía, que han centrado sus vidas en una idea, quizá en principio ni siquiera nociva. Una idea – distinta para cada uno- que los ronda, los consume y teje sus existencias. Sólo que el tejido tiene un nudo tan apretado que ahorca.
Si la vida, más que verla pasar, se paladeara, tal vez esa cualidad de gourmet posibilitaría el disfrutar cada ingrediente, dándole su jerarquía y entendiendo que sin el más insignificante de ellos el platillo no tendría la misma textura, el mismo olor, el mismo sabor.
Pero sólo tal vez…