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Vicios privados, vicios públicos

La generación del yo, resultado final de los 60, dio paso en los 80 a la década de la codicia. En el último decenio se difundió rápidamente una moral del éxito que elevó el prestigio del mundo empresarial y financiero, dando nuevo lustre; de rebote, al utilitarismo y pragmatismo. Pero toda una serie de escándalos ha revelado que muchos triunfadores no lo aprendieron todo cuando cursaron el master. Hoy se registra, por eso, una renovación del interés por la educación moral.
Esta nueva tendencia se funda en un análisis muy simple: sí queremos poner un alto a la corrupción, es preciso impartir una educación moral… En consecuencia, se han multiplicado las iniciativas en este sentido. Una de las que alcanzó mayor eco en la opinión publica fue fa de John Shad, antiguo alumno de la Harvard Business School, que en 1987 donó 20 millones de dólares a su alma mater para impulsar la investigación y enseñanza de la ética de los negocios.
También en estados Unidos tras una serie de escándalos en la administración pública, desde 1989 comenzaron unos cursos de ética para funcionarios, especialmente dirigidos a quienes han de invertir en la adjudicación de contratos y concesiones de servicios a empresas privadas. Nada de ética de situación, aunque se emplea el método del caso: ¿qué haría si una empresa interesada en una concesión quisiera tener con usted un detalle? Respuesta correcta: rechazarlo. El servidor público no debe admitir regalos, ni favores, ni siquiera una invitación a cenar.
A mediados de 1990 les tocó recibir clases de deontología a los corredores de comercio de Chicago. La mayor novedad de esos cursos consistió en su obligatoriedad y en que fueron organizados por el FBI después de que 48 miembros del gremio fueron acusados de fraude.
Al mismo tiempo, en Francia se intenta impulsar en los colegios la educación cívica, que después de haber sido abandonada a finales de los 60, se ha reinstaurado como clase dotada de programa y horario propios.
Menos técnica y más humanidad
La preocupación por la enseñanza de la ética se dirige, en gran parte, hacía las escuelas de negocios. No en vano un buen grupo de graduados por Harvard, Wharto y Stanford figuran entre los protagonistas de los escándalos que han sacudido Wall Street. Los diplomados en administración de empresas tienen a menudo una reputación de agresividad, desmedido afán de éxito laxitud y moral. Naturalmente, no todos son así. Sin embargo, parece que en una proporción importante sostienen esos criterios.
Por ejemplo, una encuesta francesa publicada en abril señala que el 63% de los estudiantes de administración de empresas piensan que sus escuelas les proporcionan, sobre todo un pasaporte para el éxito. Cuando se les pregunta qué harían si, después de que su empresa les pagara un prestigioso MBA en Estados Unidos, otra compañía les ofreciera un contrato más suculento, el 46% contestan que aceptarían, frente a un porcentaje igual que considera deshonesta esa posibilidad. Este empate debe ser bastante significativo, ya que según el sondeo que realizó hace dos años Business Week (23-V-90), el 71% de los empresarios norteamericanos piensan que los gerentes con un MBA son menos leales que los otros empleados. Tales indicios mueven a cuestionar el tipo de formación que están recibiendo los que mañana serán cuadros directivos. Este era el tema que planteaba Le Monde en un dossier dedicado a la educación de las futuras élites. Según el diario parisino, las escuelas de negocios y las que preparan para ocupar altos cargos en la administración pública- están imbuidas de una mentalidad tecnocrática. En consecuencia, acentúan más que nada la preparación técnica y profesional: son centros de instrucción, pero no de educación. Es necesario, sin embargo, que tomen en cuenta todos los aspectos de la personalidad. En suma, concluía Le Monde, deberían ofrecer un poco menos de técnica y un poco más de humanidad.

El «marketing» no es moralmente neutro

El Sociólogo Amitai Etzioni, catedrático de la Universidad George Washinton, está de acuerdo con esas críticas que hacen a algunas escuelas de negocios. En el 80% de ellas dice en una entrevista (1) refiriéndose principalmente a la situación en estados Unidos- dominan las matemáticas, la economía, los métodos cuantitativos. Se considera al hombre como una máquina racional. Y estas escuelas: recluyen en un “ghetto” a los aspectos humanos.
Eso no es asepsia moral, señala Etzioni, sino algo peor, dado que semejante enseñanza transmite, de hecho, unos determinados valores. No existen cursos de “marketing” neutros. Por ejemplo, algunos profesores enseñan métodos de persuasión del consumidor en los que la idea y las prácticas de manipulación se presentan como “normales”. Los cursos de finanzas recomiendan implícitamente no respetar los contratos y compromisos. Los manuales de economía presentan a los individuos Como egoístas empedernidos.
En esa atmósfera, no resulta fácil elevar el listón. Al evocar su experiencia de profesor de ética de los negocios en Harvard, Etzioni afirma: Yo iba contra corriente. Este sociólogo no puede evitar cierta sensación de fracaso: No encontré la fórmula para hacer descubrir a los MBA que en la vida hay otras cosas aparte del dinero, el poder, la fama y el interés propio. En conclusión, Etzioni propone inyectar mayor dosis de ética en los planes de estudio: Actualmente, las escuelas de negocios estimulan únicamente la competencia individualista; hace falta impulsar conductas de cooperación. El ambiente es cada vez más propicio: junto a algunas escuelas como IESE (Barcelona), que incluye cursos de ética desde el principio, otras, como la de Harvard y la del MIT, han empezado hace poco a reforzar la moral en sus programas.

Valores económicos no cuantificables

Amitai Etzioni es un pionero de una nueva disciplina llamada socio- económica. Hace dos años fundó la Sociedad para el Progreso de la Socio-economía. Entre sus compañeros de viaje en este proyecto cuenta con economistas de renombre (Amartya Sen, Lester Thurow), incluidos algunos premios Nobel (K. Arrow, L. Klein), especialistas del manegment (Alfred Chandler, Paul Lawrence), politólogos y sociólogos. La sociedad celebró en Washington su segundo congreso, que ha podido llamarse internacional, pues participaron especialistas de quince países.
El objetivo de la socio-economía es destacar los valores no cuantificables en la teoría y en la enseñanza económica: su bestia negra es hoy la dominante economía neoclásica de Milton Friedman y otros. Esta última corriente responde a los esquemas del individualismo utilitarista. Presenta un homo oeconomicus cuya conducta se guía por cálculos racionales que comparan cuantitativamente ventajas e inconvenientes. De esta forma todo se interpreta como arreglo a patrones económicos: ya se trate de tener un hijo o comprarse un Cadillac, el individuo decide resolviendo para cada caso en función de utilidad. El principio supremo es el de máximo beneficio, material o no tanto por ejemplo, psicológico -. Egoísmo en suma.
La socio-economía rechaza ese análisis, que torna inexplicable o irracional la conducta altruista. Los hombres no buscan exclusivamente su propio interés, dice Etzioni en su obra más difundida, The moral dimension: toward a new economics (2;sino un equilibrio entre el servicio a dos fines principales: aumentar su bienestar y actuar moralmente (p.83). Por eso, para dirigir el mercado propone, como un buen sustituto de la expansión de la intervención estatal, el fortalecimiento de los valores morales.
Por el contrario, apoyar el oportunismo no es bueno para la economía; ya que socava un lubricante esencial para que ésta marche: la confianza. En este sentido los socio-economistas creen tener pruebas de los efectos des-educadores de las teorías utilitaristas. Una encuesta presentada en el reciente congreso de Washington asegura que la mayor parte de los alumnos de la escuela de negocios de Chicago asocian los mecanismos de mercado con los supremos valores morales. Etzioni cita en su libro un estudio realizado en Estados Unidos, según el cual los alumnos de economía son los más proclives a argumentar que es correcto contribuir poco o nada a las cargas públicas. Quizá por eso, se cuelan en los transportes públicos con más frecuencia que los demás estudiantes, según el mismo estudio.

El buen ejemplo

Para que no se acabe justificando lo injustificable, René Lenoir, director de la Escuela Nacional de Administración (Francia) destaca en el mencionado dossier de Le Monde la necesidad de restaurar el buen ejemplo. Es casi imposible argumenta- que las personas grupos o instituciones respeten las reglas comunes cuando demasiados individuos se dispensan de ese respeto sin que sean sancionados, e incluso son admirados por su habilidad.
Pero esto recuerda también que no sólo la escuela enseña moral. Esta tarea la desempeña la sociedad entera: si se ve necesario reforzar la formación ética, no hay que pensar que las escuelas de negocios son las únicas instituciones acusadas. Más importante, por el contrario, es el ambiente general expresado, por ejemplo, en la opinión pública -, que ofrece de hecho una orientación para la mayoría, a través de las creencias más difundidas y del ejemplo. Por eso parece particularmente aceptado el diagnóstico del sociólogo Francois Bourricaud, que identifica como la raíz profunda de nuestros actuales problemas una confusión de los conceptos.

La ética no se corta en rodajas

El pensamiento moral corriente hoy día, dice Bouricaud en Le Monde, presenta una dificultad. Primero, admite la autoridad de unos nuevos profetas: los expertos, a los que su saber cualifica para proponer reglas en materias como el aborto, el racismo o la prostitución. Pero, en segundo lugar, consagra el relativismo, que constituye la otra vertiente del catecismo mínimo vigente en nuestras sociedades. Se trata de una combinación paradójica: Por un lado, está prohibido prohibir, y cada cual tiene derecho a definir arbitrariamente, es decir, soberanamente, sus propias preferencias. Pero, por otro, hay un bien común – por ejemplo, la reducción de las desigualdades, la participación- que es estricto deber de cada uno promover.
El fundamento habitual de esa incongruencia es una artificiosa separación entre los ámbitos público y privado: en el primero, rigen unas normas objetivas; el segundo se quiere dejar al arbitrio del individuo autónomo. En la práctica, se comprueba que el individuo relativista tiende a ser muy autónomo también en su actuación pública: difícilmente se practica en la bolsa lo que no se vive en la casa. Para superar la contradicción, habría que recuperar la unidad de la moral. Como advierte René Lenoir, la ética no se corta en rodajas ni espaciales ni temporales. Pero no es ésta la tesis más aceptada. Ciertamente, la ética – empezando por la deontología- es objeto hoy de un renovado interés. Sin embargo, la discusión pública tiene menos probabilidades de ser fructífera si no empezamos por aclarar nuestras propias ideas.

(1) Le Monde, 10-V-90

(2) Free Press, Nueva York, 1988.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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