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El arte de vivir con dignidad

Muy recientemente aparecía en la portada de una revista norteamericana de gran circulación en el mundo entero, la fotografía de una muchacha alemana hemipléjica en el momento mismo en que tomaba un vaso con cianuro especialmente preparado para ella. La sola foto infundía terror. No es éste un hecho aislado.
Se trata del último episodio de una larga historia la historia de la depreciación sistemática de la vida humana y el fruto más granado de esta cadena formada por actos concretos de atropellos de la vida humana de la sociedad pro-eutanasia, que funciona de acuerdo a la ley en tres países europeos. Dicha sociedad fue la encargada de convencer a esta muchacha enferma sin esperanza de curación de que lo mejor para ella era la muerte. Estamos ante una clara muestra de eso que Juan Pablo II llama la cultura de la muerte Hechos como el mencionado nos permiten darnos cuenta hasta que punto el verdadero peligro de ruina e la humanidad no procede tanto de los misiles intercontinentales, sino del hundimiento de las fuerzas morales.
Asaltados por la barbarie
La experiencia de muchos siglos enseña que, cuando las naciones debilitan su moral, ésta es sustituida por la pesadilla de la irracionalidad. Sólo una conducta racional puede salvarnos en las amenazantes circunstancias actuales. Se precisa retomar cuanto antes a esas normas inscritas en el corazón mismo del hombre y que, por ello, tiene vigencia hoy, como la tuvieron ayer y la tendrán mañana, porque son eternas.
Las leyes morales no son reglas arbitrarias, fruto de convencionalismos sociales, Por el contrario, son el dictamen de la inteligencia práctica que preserva al hombre de la autodestrucción. Son las normas racionales para impedir la instauración de la ley del más fuerte.
A un carterista le estorba la moral, querría que no hubiera leyes contra el robo. El calumniador, el hombre que no domina sus instintos, el injusto… todos ellos abominan las normas éticas. Pensemos por un momento, ¿qué sería del mundo si no existieran las reglas que orientan la conducta recta del hombre? Sin moral, los almacenes serían saqueados; las personas, asaltadas, las casas robadas. Los agresivos darían rienda suelta a sus instintos maltratando y asesinando. No sabríamos a dónde ir, pues en medio de la ciudad en llamas, nos acecharían los maleantes en cualquiera de las calles por donde intentáramos salir huyendo. Esto es precisamente lo que ha pasado a lo largo de la historia cada vez que una nación ha sido asaltada por la barbarie. Y lo mismo sucede, sin necesidad de hordas invasoras, cada vez que un pueblo ha dado la espalda a las normas éticas. Hechos desafortunados como el que comentamos al principio, ponen de relieve que en muchos países hoy día se pretende abolir la moral. Desde hace años viene creándose un ambiente de abierto rechazo a toda ley moral. En las conciencias de muchas personas se diluye la esencial distinción entre bien y mal.
Somos testigos de cómo en nuestro mundo se multiplican esfuerzos por alcanzar una calidad de vida humana, una convivencia armoniosa con los demás, una auténtica concordia entre las naciones. Esto, y otras ventajas más, es lo que aporta la ley ética a la vida del hombre.
La convivencia social ordenada y la armonía humana difícilmente se mantienen sin una referencia a Dios. La tan celebrada Revolución Francesa ofrece una gran lección en este sentido. Quizá nunca antes de ella, la historia había conocido un proyecto social al margen de Dios tan estruendosamente propugnado por un puñado de personas. Dicho orden social – rabiosamente laico- muy pronto se mostró profundamente cruel con el hombre mismo (1).
Conviene no perder de vista nunca que si bien es cierto que el orden moral es necesario para salvaguardar al hombre y tiene ya validez por sí mismo al margen de la consideración de la existencia de Dios y su ley, a la larga resulta insuficiente en aras de establecer un orden social duradero.
Esto es así, entre otras razones, porque como ya lo decía Pascal. El hombre es infinitamente más que el hombre (2). Precisamente por esto, la Iglesia no ha cesado en sus veinte siglos de andadura, de recordar continua y constantemente la justa relación del hombre con Alguien diferente del mundo pero presente en él, con la verdadera trascendencia, la trascendencia personal, del Dios vivo. Al establecer esta relación, el hombre consigue su ser auténtico, ya que en realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encamado (3).

Un hogar y no una selva inhóspita

Y es precisamente aquí donde está buena parte del sentido del último documento del Magisterio de la Iglesia: la defensa de la dignidad de la persona humana.
En su reciente encíclica, Juan Pablo II nos recuerda que poseemos la admirable capacidad de modelar nuestras vidas mediante las decisiones libres que tomamos día con día y que en esta tarea no estamos solos (4).
Es ésta la gran aportación que la Iglesia ofrece a todos los hombres de buena voluntad, empeñados en la noble tarea de hacer de este mundo un hogar y no una selva inhóspita.
Nada más lejano a su tarea que imponer trabas para el verdadero desarrollo del hombre. Su misión es muy otra: recordar las grandes verdades que han de guiar nuestras opciones para que el hombre sea verdaderamente libre; verdades fundamentales que ofrecen razones ciertas para vivir, razones para esperar en un mundo que, por carecer de ellas, va precipitándose en una cultura de muerte. En Veritatis Splendor, Juan Pablo II reafirma – como lo había hecho el Concilio
Vaticano II, hace ya treinta años- el reto de concebir una moral desde la perspectiva del amor de Dios; amor personal hacia el hombre, creatura única e irrepetible.
Abrid las puertas a Cristo, clamaba Juan Pablo II hace ya más de quince años en la homilía de inauguración de su pontificado (5). Con la publicación de su más reciente encíclica sobre el arte de vivir dignamente parece decirnos: Abrid de par en par las puertas de vuestro corazón al amor de Cristo para construir una sociedad que sea un auténtico hogar para el hombre.

(1) Véase, en este sentido, la interesante obra de Jean Dumone, La Revolución Francesa o los prodigios del sacrilegio. Criterio, París, 1984.

(2) Cfr. SCHAMAUS, Katholische Dogmatik, III/ 1. Munich, 1956.
(3) Gaudium et spes, n.22, Concilio Vaticano II
(4) Veritatis Splendor, n. 1
(5) 22.X.1978

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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