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El hombre de la moviola. La nueva era del cine mexicano.

Hacia el comienzo de los noventa surge la autodenominada nueva era del cine mexicano. Debutan, casi de golpe, varios realizadores en la industria fílmica, incluso algunos recién egresados de las escuelas de cine. Las intervenciones en festivales y algunos premios; el hecho de que una película mexicana pueda sostenerse varias semanas en cines de la capital, entes consagrados a la producción norteamericana (Retorno a Aztlán, Danzón), la muy buena factura técnica de estas películas, generan un cierto entusiasmo en los críticos.
¿Quién dice nueva era?
No obstante, tal euforia se revela prematura a la luz de numerosos casos, no publicitados ni difundidos, que prueban que nuestra ausencia del medio cinematográfico es más abismal y terrorífica de lo que puede imaginar el más escéptico. Esos casos podrían llenar miles de páginas y todos muestran la supremacía del castillo kafkiano, el infinito sinsentido del aparato. Casi al azar podríamos mencionar a Juan Antonio de la Riva, cuya ópera prima (Vidas errantes) recibiera tantos premios en un tiempo en que nuestro aislamiento de festivales internacionales ya era amplio. La falta de oportunidades, su fervoroso amor al cine, su necesidad impostergable de estar en contacto con una cámara, recientemente lo han llevado a aceptar la dirección de varios deplorables encargos comerciales. No se trata de la frivolidad; De la Riva conoce muy bien la opción: años de antesalas, circunloquios y lucha contra la modalidad en turno del ahora sí (nuevos parámetros que privilegian ciertos temas, tonos y tratamientos; evaluación de proyectos de acuerdo con definiciones siempre cambiantes de las expectativas del público o del cine de calidad, etcétera) . La pregunta que se revela imprescindible es: ¿quién dice nueva era?
A este respecto podríamos citar el caso de Alfredo Joskowicz, que luego de El caballito volador (1982) espero nueve años para emprender su segunda película industrial Playa azul. Podemos mencionar a Claudio Isaac, que en 1981 tuvo un deslumbrante debut con El día que murió Pedro Infante, y desde entonces no ha podido levantar otro proyecto. O podríamos añadir los casos de Archibaldo Burns o Salomón Laiter, que no hacen cine desde hace catorce años, el primero, y veinte, el segundo. Pero el récord pertenece sin duda a Rubén Gámez, cuya extraordinaria cinta La fórmula secreta ganara, en 1965, el primer concurso de cine experimental y que debió esperar veintisiete años para rodar, en 1992, su segundo largometraje Tequila.

El eterno peregrinaje

También podríamos hacer una encuesta del número de cineastas de todas las edades (desde el octogenario Alejandro Galindo, hasta otros que no han cumplido apenas los treinta) que deambulan por los Estudios Churubusco y otras dependencias con su guión bajo el brazo, en diversos estadios de las antesalas (desde el que ya tiene una fecha de arranque siempre postergada, hasta el que forma parte de las listas negras que las secretarias mantienen para no importunar a los siempre ocupadísimos funcionarios).
Podríamos citar el caso de Walter de la Gala: trece años después de haber egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, el aparato administrativo del cine mexicano lo llama, no para dirigir el proyecto personal que durante todo ese tiempo ha peleado, sino para maquilar un encargo de incierta hechura. De la Gala pasa un año entero dedicado a darle coherencia a ese guión y a hacerlo propio (lo que no consigue del todo), inicia la preproducción y prepara a los actores. De golpe se le informa que la cinta ha de ser dirigida pro un cineasta veterano y que el guión que largamente ha ido construyendo será modificado por un grupo de guionistas; como se han conservado algunas de sus ideas, para mostrar la buena voluntad de la inevitable medida, De la Gala tendrá en la pantalla el crédito de colaborador. La película se llama Modelo antiguo y forma parte de la nueva era del cine mexicano.
En esta misma línea podríamos nombrar a Rafael Castanedo, que hacia mediados de los setenta estuvo a punto de debutar en la industria con un excelente guión escrito con Juan Tovar (En cuerpo y alma) que recogía la vida de Antonieta Rivas Mercado. Ya a punto de arrancar, cae una misteriosa mano negra y detiene el proyecto sin explicaciones, ni siquiera una justificación. Pocos años después, se contrata a Carlos Saura, Jean Claude Carrière e Isabel Adjani para rodar una película del mismo tema: Antonieta; se trata de una grave mancha en las filmografías de ese director, ese guionista y esa actriz. Queda el triste recuerdo de la casa inútilmente tirada por la ventana en nombre del glamour y del más primitivo malinchismo (Diecisiete años después, Castanedo vuelve a intentarlo: pese a que el cineasta cuenta con una coproducción de instituciones francesas que celebran su proyecto, éste es rechazado con la sorprendente unanimidad de ese mismo oficial Consejo de Guiones que ha sentenciado no, con mayor o menor consenso a centenares de libretos).

La triste historia de un triste caso

Sin embargo, para entender este pozo sin fondo, basta acaso narrar una historia que he conocido hace muy poco, de un modo enteramente casual: ni en el nomedio cinematográfico es conocida proqaue el protagonista ni siuiqera dispne de esa suerte de triste bálsamo que sin las reuniones de cineastas en que se ventilan estos ríos de antiquísima y hondísima amargura. La historia a la que me refiero es la de un egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (no diré su nombre por mínimo respeto), hijo de un productor cinematográfico y amigo de directores cono Juan Manuel Torres (aunque de menor edad que ellos). Tras larguísimos intentos, hacia finales de los setenta, un proyecto suyo obtiene luz verde a nivel industrial; se lleva a cabo la preproducción y comienza el rodaje. Al término de la priomera semana, una gravísima emergencia familiar lo obliga a detener brevemente la filmación y a viajar a Europa por unos cuantos días. De regreso se encuentra con que esa siniestra mano negra ha cancelado su película de modo tajante. Protesta, lucha, vocifera: nada consigue. Pasan una semana, unos meses, diez años. Para entonces ya todos lo conocen en los Estudios Churusco: día tras día deambula llevando bajo el brazo las latas con los rushes (el material filmado) de esa única semana de rodaje, por si algún productor quisiera verlos y apoyarlo en la terminación.
El protagonista de esta historia se ha quedado sin familiares, se ha quedado soltero y apenas tiene un par de amigos fieles, lejanos al mundo del cine. Una cierta herencia le evita tener que buscar trabajos indignos e indignantes. Vive en la casona que le legara su familia, solo, obsesionado por la idea de continuar el rodaje interrumpido una década atrás; los amigos lo convencen de que la actriz protagónica de la película ya no es una muchacha como entonces. Así que se dedica a adaptar el argumento para que también en éste hayan pasado diez años y se justifique el cambio fisonómico en los actores cuando pueda terminar su largometraje. Mientras tanto se ocupa en escribir otros guiones, ve todo el cine que puede, lee libros y revistas sobre el tema, trata de mantenerse al día. Se ha comprado una vieja moviola (un aparato para editar), en la que día tras día ve sus rushes, revisa los cotes, hace modificaciones, intenta observarlos con ojos de esta época, nota sus errores en la puesta en escena, planea repetirlo todo desde el principio cuando tenga producción, los guarda en latas y los pasea por los Churubusco, regresa a casa, vuelve a verlos Es una historia totalmente verdadera.

Ciega negación de lo vivo

Esta imagen es la metáfora, la síntesis perfectoa de lo que de alguna manera espera a aquellos que en cada generación mexicana tienen vocación hacia el cine: es el terreno en que deben fincar sus aspiraciones. Es también lo que cada director que hace una película en este momento en México, sabe y se ve obligado a callar. Finalmente es debería ser- el punto de referencia para aquellos que se quejan de una falta de talenteo en el cine mexicano, y también para los que festejan los ahora sí y los borrones y cuentas nuevas. He relatado esta historia a varios amigos cineastas y todos han coincidido, primero, en horrorizarse; lluego, con esa ironía que es manifestación de amargura, comentar que tal historia sería perfecta para una película. Entonces me sucede imaginar algo que en ningún modo es desbordante: alguien escribe ese guión (que podría llamarse El hombre de la moviola), logra el milagro de iniciar la filmación, a la semana cae la mano negra e impide el rodaje.
Dedico esta historia (y su colofón) no sólo a mis colegas del mundo del cine, sino a todo aquel que incursiona en actividades artísticas: ¿cuántos actores, dramaturgos, pintores podrían aportar casos similares y ocultísimos, para escribir entre todo una nueva Historia Universal de la infamia? Es cierto que toda obra de valor nace contra una resistencia (según Gaëtan Picon), pero también lo que es el no-medio cinematográfico mexicano (por no hablar de otras actividades artísticas) no es sino resistencia pura, monolítica, irracional, inconsistente, aterradora. Porque lo que aquí intenta nacer no es una sola obra (ni siquiera un puñado de ellas) sino generaciones enteras de hacedores. La monstruosa fuerza de esa resistencia muestra la fuerza que toda una enorme magnitud está ejerciendo para nacer. Quizá es todo un país el que así se anuncia. Si a tal resistencia unimos las demás, en todos los terrenos, si consideramos en bloque toda esa ciega negación de lo vivo, tal vez no sea tan exagerado intuir que es el ser humano quien pugna por nacer. Es la vida misma la que trata de llegar a la vida. (Fragmento de entrevista realizada por Salvador Prieto para el Centro Internacional de Estudios Sociocríticos e Hispanoamericanos de la Universidad de Guadalajara).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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