El imperio y los nuevos bárbaros
Jean Christophe Rufin
Rialp. Madrid. 1992, 227 págs.
Jean Christophe Rufin
Rialp. Madrid. 1992, 227 págs.
Jean Christophe Rufin es especialista en relaciones Norte-Sur, empleado por organizaciones privadas de ayuda al Tercer Mundo. En El imperio… sustenta una tesis tan audaz como original. Se trata de descubrir en el panorama político contemporáneo analogías entre el Imperio romano, el mundo bárbaro, y su frontera geográfica e ideológica: el limes, A primera vista parece un anacronismo, pero a medida que se avanza en la lectura se descubre con sorpresa que la analogía no es gratuita, Rufin toma su tesis de Polibio (p, 19): «A la imagen angustiosa de una Roma sola frente al vacío (después de destruir Cartago, i.e. el bloque soviético), Polibio opuso la idea grandiosa de una responsabilidad imperial, de una misión universal. Repentinamente supo crear una “masa doble”: el Imperio frente a los bárbaros, (…) No consiste en el simple enfrentamiento de dos entidades independientes, (…)
La masa heterogénea de los bárbaros y sus extremas diferencias se agrupan y unifican de modo negativo. Son bárbaros todos los que no pertenecen al Imperio y se oponen a él. Pero el Imperio, cuanto menos seguro está de sus valores, más se aparta de los principios de su civilización buscando su unidad y su identidad en un combate exterior contra los “bárbaros”». El Tercer Mundo -el Sur – representa para Rufin a los nuevos bárbaros. La tipificación de los bárbaros antiguos se basaba en tres características: eran «innumerables» (p.51), nómadas (p.64) y violentos (p.84). Los nuevos bárbaros, los habitantes del Tercer Mundo, son también innumerables (ningún censo puede decirnos cuántos son), nómadas (los desarraigados de las grandes ciudades y los eternos refugiados guatemaltecos, vietnamitas y palestinos) y tienden a resolver todo mediante la fuerza (el golpe militar, el asalto a mano armada o el pandillerismo).
Frente a estos bárbaros se alza el nuevo Imperio -el Norte -, próspero, civilizado y pacífico, cuyos valores (democracia, libre mercado, tolerancia) considera absolutos e inobjetables y terriblemente frágiles frente a las amenazas de los bárbaros. Temen su potencial demográfico, su pobreza y sus agresivos métodos políticos e ideológicos. La frontera entre el mundo civilizado y los nuevos bárbaros es el limes. Rufin dedica casi la mitad del libro a explicar este concepto, del cual depende toda su argumentación. Pero el limes es difícil de describir: no es un frente militar (p.139) ni una simple frontera (cfr. p.142). Es el punto de contacto entre los dos mundos. Y así como los, antiguos romanos, consideraban prioritario definir un límite (unos fines) al Imperio para garantizar su unidad y estabilidad, así los modernos Estados del Norte parecen querer establecer una zona controlada frente al mundo de los bárbaros (cfr. pp. 140-141). Con este criterio, Rufin reinterpreta la cooperación que los países desarrollados prestan para remediar los problemas del Tercer Mundo como medidas tendientes a reforzar el limes. Y entonces la ayuda parece de un idealismo ingenuo (como las iniciativas de Médicos sin Fronteras, obligadas cada vez más frecuentemente a huir de la violencia en los países donde trabajan) o el cinismo más crudo (como la tácita aprobación del autoritario control demográfico chino).
Tres factores contribuyen, según Rufin, al establecimiento de un limes; el equilibrio militar (que el tráfico de armas puede disminuir), la distancia (que la infiltración del terrorismo y el narcotráfico reducen) y la diplomacia de la desigualdad (cfr. pp. 198-212). Este último es el aspecto más escandaloso de la ideología del limes. Con tal de defender sus valores e instituciones, el Norte parece cada vez más inclinado a permitir todo tipo de atrocidades en el Sur (golpes militares, gobiernos totalitarios, hombrunas, epidemias). Es lo que llama «política de la doble moral»; democracia, justicia y libertad son valores universales, pero sólo del lado norte del limes.
Es interesante que Rufin señale que algo similar a una «zona civilizada» definida por oposición frente a una amenaza multiforme y aparentemente inferior sólo había aparecido en los inicios del Imperio romano, mucho antes de que apareciera el «punto de vista moderno», renacentista o ilustrado, de la política; lo cual obliga a tener unos criterios más flexibles para juzgar la situación. Una vez más, frente al inminente «fin de la historia» hegeliano aparece una situación que nos toma por sorpresa. El fin del enfrentamiento Este-Oeste nos descubre un antagonismo más fuerte, el del Norte contra el Sur, el de la opulencia insatisfecha contra la miseria resignada. En este aspecto es interesante el análisis de Rufin de las máscaras ideológicas de las rebeliones armadas del Tercer Mundo. En su opinión, la oposición comunista-capitalista de muchos movimientos revolucionarios no es sino una de tantas versiones de los antagonismos ancestrales dentro de los países subdesarrollados (cfr. pp.87-100). Al ser escrito por un francés y editado en España, es obvio que el punto de vista expresado es el de un norteño.
Y a veces la descripción de la situación de los países del Tercer Mundo puede parecer chocante o injusta. En concreto, a México no le va muy bien en la evaluación (se nos describe como un Estado tapón necesario para contener a los demás bárbaros (cfr. pp. 146-149) y nuestro sistema político es propuesto como modelo de lo que necesita el Norte para establecer el limes (p. 185). Sólo incidentalmente (p.216) Rufin no considera que la amenaza más importante de los «países desarrollados» no viene de fuera -de nosotros los bárbaros-, sino de la decadencia insensible de su fuerza moral.
La masa heterogénea de los bárbaros y sus extremas diferencias se agrupan y unifican de modo negativo. Son bárbaros todos los que no pertenecen al Imperio y se oponen a él. Pero el Imperio, cuanto menos seguro está de sus valores, más se aparta de los principios de su civilización buscando su unidad y su identidad en un combate exterior contra los “bárbaros”». El Tercer Mundo -el Sur – representa para Rufin a los nuevos bárbaros. La tipificación de los bárbaros antiguos se basaba en tres características: eran «innumerables» (p.51), nómadas (p.64) y violentos (p.84). Los nuevos bárbaros, los habitantes del Tercer Mundo, son también innumerables (ningún censo puede decirnos cuántos son), nómadas (los desarraigados de las grandes ciudades y los eternos refugiados guatemaltecos, vietnamitas y palestinos) y tienden a resolver todo mediante la fuerza (el golpe militar, el asalto a mano armada o el pandillerismo).
Frente a estos bárbaros se alza el nuevo Imperio -el Norte -, próspero, civilizado y pacífico, cuyos valores (democracia, libre mercado, tolerancia) considera absolutos e inobjetables y terriblemente frágiles frente a las amenazas de los bárbaros. Temen su potencial demográfico, su pobreza y sus agresivos métodos políticos e ideológicos. La frontera entre el mundo civilizado y los nuevos bárbaros es el limes. Rufin dedica casi la mitad del libro a explicar este concepto, del cual depende toda su argumentación. Pero el limes es difícil de describir: no es un frente militar (p.139) ni una simple frontera (cfr. p.142). Es el punto de contacto entre los dos mundos. Y así como los, antiguos romanos, consideraban prioritario definir un límite (unos fines) al Imperio para garantizar su unidad y estabilidad, así los modernos Estados del Norte parecen querer establecer una zona controlada frente al mundo de los bárbaros (cfr. pp. 140-141). Con este criterio, Rufin reinterpreta la cooperación que los países desarrollados prestan para remediar los problemas del Tercer Mundo como medidas tendientes a reforzar el limes. Y entonces la ayuda parece de un idealismo ingenuo (como las iniciativas de Médicos sin Fronteras, obligadas cada vez más frecuentemente a huir de la violencia en los países donde trabajan) o el cinismo más crudo (como la tácita aprobación del autoritario control demográfico chino).
Tres factores contribuyen, según Rufin, al establecimiento de un limes; el equilibrio militar (que el tráfico de armas puede disminuir), la distancia (que la infiltración del terrorismo y el narcotráfico reducen) y la diplomacia de la desigualdad (cfr. pp. 198-212). Este último es el aspecto más escandaloso de la ideología del limes. Con tal de defender sus valores e instituciones, el Norte parece cada vez más inclinado a permitir todo tipo de atrocidades en el Sur (golpes militares, gobiernos totalitarios, hombrunas, epidemias). Es lo que llama «política de la doble moral»; democracia, justicia y libertad son valores universales, pero sólo del lado norte del limes.
Es interesante que Rufin señale que algo similar a una «zona civilizada» definida por oposición frente a una amenaza multiforme y aparentemente inferior sólo había aparecido en los inicios del Imperio romano, mucho antes de que apareciera el «punto de vista moderno», renacentista o ilustrado, de la política; lo cual obliga a tener unos criterios más flexibles para juzgar la situación. Una vez más, frente al inminente «fin de la historia» hegeliano aparece una situación que nos toma por sorpresa. El fin del enfrentamiento Este-Oeste nos descubre un antagonismo más fuerte, el del Norte contra el Sur, el de la opulencia insatisfecha contra la miseria resignada. En este aspecto es interesante el análisis de Rufin de las máscaras ideológicas de las rebeliones armadas del Tercer Mundo. En su opinión, la oposición comunista-capitalista de muchos movimientos revolucionarios no es sino una de tantas versiones de los antagonismos ancestrales dentro de los países subdesarrollados (cfr. pp.87-100). Al ser escrito por un francés y editado en España, es obvio que el punto de vista expresado es el de un norteño.
Y a veces la descripción de la situación de los países del Tercer Mundo puede parecer chocante o injusta. En concreto, a México no le va muy bien en la evaluación (se nos describe como un Estado tapón necesario para contener a los demás bárbaros (cfr. pp. 146-149) y nuestro sistema político es propuesto como modelo de lo que necesita el Norte para establecer el limes (p. 185). Sólo incidentalmente (p.216) Rufin no considera que la amenaza más importante de los «países desarrollados» no viene de fuera -de nosotros los bárbaros-, sino de la decadencia insensible de su fuerza moral.