Al México tradicional no deja de parecerle extraña la idea de velar a los muertos en una agencia profesional. Prefiere despedirlos en casa. Allí convive con ellos. La muerte forma parte del paisaje familiar. Se le afronta directa y cotidianamente; se le llora, se le reza y se le procesa en familia.
Esta es una de las muchas funciones de la vida familiar tradicional que la modernidad traslada a instituciones profesionales y especializadas en el servicio.
La creciente complejidad social exporta a organizaciones intermedias, la educación, salud, alimentación, vestido o ahorro, funciones tradicionalmente hogareñas.
En ese movimiento social se originan nuestras actuales instituciones de servicio. De ahí que sea posible visualizar a los restaurantes como prolongaciones de nuestro propio comedor; descubrir en los hospitales la extensión de nuestros remedios caseros; en las escuelas, nuestros consejos; en los hoteles nuestras recámaras y en los bancos, el fondo de nuestros colchones.
Desde una cotidianidad cansada, tensa, enajenante, el hombre contemporáneo intuye, por ejemplo, la función de nuestros comedores contemporáneos, de restaurar fuerzas: origen y sentido de la palabra restaurante. Busca, aun de manera inconsciente, restablecer en ellos la energía perdida, restaurar su interioridad, respirar anímicamente. Ambiente, comida y espacio se tranforman en símbolos de un proceso íntimo, profundamente humano.
Los huéspedes de un hotel o un hospital mantienen una esperanza análoga: restablecer fuerzas y autoconfianza para la vida cotidiana, calidez afectiva que facilita procesos humanos fundamentales. Intuyen, profunda y vivencialmente, la relación de hospitalidad dentro del hotel, el hospital y el hogar.
Masificación y trato impersonal
La sociedad de masas conlleva un trato impersonal que impacta especialmente en las funciones de servicio y se hace patente en el tránsito de la tienda de abarrotes al supermercado, de la visita médica domiciliaria al consultorio o de la fonda al fast-food.
El hombre medio, percibe que las instituciones sociales –incluidas, por supuesto, las de servicio– se dirigen cada vez menos al centro de su persona. Esto provoca una lejanía ambiental creciente que impacta en la personalidad e identidad misma del beneficiario del servicio (1).
Curiosamente, el cliente de un banco o una tienda de autoservicio, cuando espera ser tomado en cuenta visualmente o ser identificado por su nombre, también evoca y demanda, de alguna manera, la calidez de su hogar.
Quizá por eso, el sentido común haga suya con tanta facilidad una expresión sencilla y contundente que sintetiza el reto fundamental de los prestadores de servicios: «sentirse como en casa».
Sobreespecialización
Es el predominio de la parte sobre el todo que se traduce, en el mundo del servicio, en productos incompletos, mal coordinados o parciales, carentes de utilidad y sentido para las necesidades complejas e integrales de una persona normal.
Cuando el paciente debe identificar al médico adecuado para su enfermedad específica o el antibiótico para la garganta daña el estómago; cuando el baño del hotel no funciona pero «no es culpa nuestra sino de los de mantenimiento»…, en el predominio del análisis sobre la síntesis se pierde el sentido original del servicio: la persona.
Estamos llamados a unir lo artificialmente dividido; integrar, a través del trabajo interdisciplinario y de equipo, las piezas de un rompecabezas único: el servicio integral.
Mercantilismo
El sentido unitario y mercantilista de muchas industrias de servicio constituye un vicio de su profesionalización; aparente diferencia de acento que se transforma en cualitativa y esencial.
La gente percibe esta imposición del negocio sobre la persona y la rechaza, a veces abiertamente, otras a través de desconfianza y/o apatía. Por eso desconfía tanto de los tratamientos costosos, incluso quirúrgicos que recomiendan ciertos médicos; repele el excesivo enfoque mercadológico de los hospitales privados y las agencias funerarias; filtra automáticamente el contenido de los mensajes publicitarios; sigue yendo al mercado y busca con tanta fidelidad a las personas que prestan los servicios, no sólo a las instituciones.
En un medio en que se compra y se vende casi todo, agradecemos el sentido original del servicio; lo poco de caridad que nos queda. Por eso admiramos a quienes son capaces de respetar y servir a quien nada tiene.
Entre el extremo del mercantilismo y la bendición del desinterés, existe un profesionalismo ético al que podemos aspirar.
No es posible pagar la calidez, sólo la logística. Pagar el factor incondicional en un servicio –ese plus intangible–, equivaldría a condicionarlo y por lo tanto a destruirlo. No es ético ni posible cobrar el respeto a la dignidad personal; debemos pagar con justicia la envoltura material del servicio. La justicia ética en el cobro es ajena a la lógica y mentalidad neoliberal de la oferta y la demanda.
Sentido social y humano en el servicio
En este punto valdría la pena retomar el agridulce cuestionamiento sobre la función social de las empresas de servicio.
1994 despertó en los mexicanos retos ancestrales, especialmente el de la justicia social que, desde el servicio, se interpreta como la incapacidad de nuestra sociedad para dotar a sus sectores marginados de los servicios más elementales.
¿De quién son clientes y cómo se sirve a los desposeídos? ¿Son responsabilidad de los ciudadanos comunes y corrientes o de las empresas de servicio? Preguntas como éstas, que trascienden la lógica del sistema, normalmente molestan, pero son claves de acceso –sociales y empresariales– a una mayor solidaridad y justicia.
La enajenación, con su suspicacia y capacidad manipuladora, impide ver las señales deshumanizantes del mercantilismo en un tiempo que, paradójicamente, se autodefine como humanista. Universidades convertidas en institutos tecnológicos, iglesias despersonalizadas y burocratizadas, comunidades vecinales y de amistad pulverizadas; destitución paulatina de los espacios de ocio genuino y su prostitución comercial; comercialización de la sexualidad humana, de la dignidad y los sentimientos; falta de creatividad…
La tecnología médica prolonga nuestra vida pero falta aún llenar los días de calidez y sentido. Esto debe ser, también, preocupación de empresas y personas de servicio.
La demanda actual de servicio
La demanda actual de servicio es ubicarse no sólo en el ámbito de lo urgente, sino en el de lo importante; no sólo en lo técnico, sino en lo humano; no sólo en el terreno de la eficiencia, sino en el de la calidez.
Señal clara es la creciente demanda de servicios profesionales de orientación y psicoterapia (2).
En peluquerías, escuelas, farmacias, papelerías o taxis, los clientes demandan la recuperación del trato personal, connatural a las comunidades pequeñas y a las familias; razón profunda por la cual el servicio es una ventaja competitiva empresarial.
Esta impersonalidad impacta especialmente en la identidad tanto psicológica (en términos de autoestima) como en el sentido existencial.
El servicio como propuesta de sentido
Así como la masificación e impersonalidad en el servicio se asocian a la falta de identidad y sentido de las personas, cuando el servicio retoma su esencia contribuye en la búsqueda de identidad y sentido personal y social.
Viktor Frankl (3) comprobó que en nuestro ser individual no se encuentra el sentido único de nuestras vidas sino en algún lugar externo (persona, comunidad, proyecto, ideal, familia;el servicio constituye, justamente, la vía para vincularnos con esas instancias.
Por eso, al tiempo que la modernización de las instituciones de servicio enajena a la persona, justamente a través del trabajo comprometido y ético en ellas, podemos dar a nuestra comunidad y a nuestro propio trabajo un mayor sentido humano.
En la vinculación globalizadora a través del servicio, existe una magnífica oportunidad para dignificar y resignificar lo cotidiano. El incremento en la calidad del servicio puede mejorar, sustancialmente, la calidad de vida; la construcción de un mundo más amable.
Contamos con lo mejor de dos mundos: la tecnología y el tradicional sentido humano en el servicio.
Podemos devolver la calidez a nuestro trabajo; lo que producimos es sólo un pretexto para manifestar a los demás nuestro compromiso existencial. Tal es, sin duda, el sentido trascendente del servicio: un buen motivo para celebrar nuestra vocación.