Antes de que Adán conociera a Eva, su situación en el mundo era la de la “soledad originaria”. Se trata de una situación peculiar, puesto que nadie tiene que ver con la soledad de quien siente la ausencia de compañía. Adán no era consciente de su soledad. Sólo quien ha experimentado la “compañía” es capaz de conocer qué significa la soledad.
Hasta ese momento Adán está abocado al mundo. Dios coloca ante él todas las criaturas para que les ponga nombre, lo cual significa tanto como conocerlas profundamente o poseerlas, pero en ninguna encuentra una ayuda semejante a él. Adán se reconoce distinto al mundo: las cosas no son dignas de su amor, porque amor significa voluntad de identificación con el sujeto amado. La tarea de Adán antes de conocer a Eva es la de un “catalogador de existencias”. Podemos imaginarnos a este hombre solitario totalmente concentrado en su tarea –verdaderamente ímproba– de dar nombre a todo, en una carrera sin término, porque nada de lo que encontraba y “catalogaba” era objeto digno de su amor. Adán es el símbolo del hombre alienado, es decir, del hombre que está fuera de sí, volcado en hacer cosas. No se siente solo ni aburrido. Más aún, podría decirse que no tiene tiempo de aburrirse, pues la multiplicidad de lo que tiene que conocer y nombrar supone un continuo desafío a su inteligencia.
El primer regalo
Es Dios quien se da cuenta de la soledad que experimenta Adán, y por eso se dispone a hacerle un regalo –un auténtico regalo de amor–. Hasta ese momento todas las cosas con las que se encuentre el primer ser humano han sido entregadas, es decir, regaladas, pero también es cierto que la voluntad de Adán no puede reposar en ellas. No se puede amar una “cosa” o un “animal” en el sentido más profundo del término amar, porque quien ama las cosas de este modo se “cosifica”. Por esta razón la voluntad no se sacia con las cosas, sino que siempre busca sin cesar “alguien” que pueda corresponder a su amor. Ese es precisamente el momento en que se produce la “primera fiesta de la humanidad”.
Lo fundamental –para lo que nos interesa– no es el hecho de que Adán se descubra a sí mismo mirando a Eva, lo cual ya es mucho, sino que en Eva logra descubrir el amor que Dios le tiene. La exclamación de intenso júbilo pronunciada por Adán –“Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona porque del varón ha sido tomada” (Gen. 2, 22-23)– supone un grito festivo. Nada de lo que había visto y nombrado hasta ese momento era suficientemente valioso como para que fuera celebrado. Sólo al contemplar a Eva, Adán se da cuenta de que la santidad ha entrado al mundo.
Hasta que Dios crea a Eva, todo en la vida de Adán es fruto del trabajo y esfuerzo personales (aunque no fuera trabajo penoso): la búsqueda de un nombre apropiado para cada criatura. En la mujer, Adán descubre algo que tiene el carácter de inesperado y gratuito: un don o regalo improviso. Eva es un don, un regalo ofrecido gratuitamente a Adán.
La primera espera
Es un buen ejercicio de imaginación ponerse en el lugar de Eva mientras espera que se despierte el hombre para el cual ha sido creada. También ella es una persona humana, creada por y para el amor, con dignidad tan grande que toda actitud de uso o instrumentalización en relación a ella es gravemente ilícita. Sin embargo, cuando Adán despierte, ¿qué hará?
Debe advertirse que Eva fue consciente de su humanidad con anterioridad a Adán, porque éste dormía plácidamente a su costado. Ella tenía al hombre a su merced. Podía incluso acabar con él de una vez por todas, como han hecho algunas heroínas bíblicas –y no tan bíblicas– a lo largo de la historia. Podía también aprovechar ese momento de sueño para huir. Sin embargo, aceptó el desafío y esperó a que Adán despertara de su letargo. Eva se reconoció a sí misma en Adán: no tenía sentido matarlo o huir de él. En ambos casos, Eva se estaría suicidando a sí misma como persona, es decir, como “regalo”. Porque en esto consiste ser persona, ser y sentirse “don”, “regalo”.
Menos mal que la narración bíblica nos explica que Adán estuvo a la altura de la vocación recibida. Ciertamente hubiera podido descubrir en su compañera un enemigo, alguien con quien tendría que compartir o disputar, a partir de entonces, el imperio que con su esfuerzo y su trabajo había conquistado. También hubiera podido descubrir un ser de menor rango; un ser ciertamente seductor y atractivo, pero también menos capacitado para el esfuerzo y la fatiga física. En definitiva, hubiera podido pensar en qué modo esa nueva criatura podría “servirle” para sus proyectos o, lo que es lo mismo, cómo podría servirse de ella del modo más eficaz y provechoso.
El primer “sí”
Estas son las actitudes que el Adán histórico ha solido adoptar respecto de su compañera Eva. Y quizá existió ese temor en la primera mujer, mientras esperaba que Adán despertara de su profundo sopor. Afortunadamente, nada más acabar de desperezarse, Adán comprendió enseguida que Eva era una persona: un ser que se realiza en la comunión amorosa, un ser que, al haber sido querido por sí mismo, sólo se encuentra a sí mismo mediante el don sincero de sí.
Que Adán decida tomar a Eva como mujer, significa que ella es aceptada como persona –es decir, que es querida por sí misma y no como mero objeto– y que Adán se entrega también como persona y que es aceptado como tal por Eva. Ese entregarse y aceptarse equivale al establecimiento de una alianza, de un compromiso de amor indisolublemente fiel hasta la muerte, puesto que “si la persona se reservara algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente” (1).
El relato de la primera fiesta de la humanidad permite deducir dos características esenciales de la “donación interpersonal amorosa”. Aquí no caben ni las condiciones ni la instrumentalización. No hay auténtico amor conyugal –y consecuentemente tampoco un verdadero pacto conyugal– si uno de los esposos busca prevalentemente fines, cualidades o bienes que están fuera del proyecto vital y personal del otro; es decir, si quisiera al otro como medio o instrumento para alcanzar otros objetivos.
La entrega de la persona es eso, un regalo gratuito e incondicionado de sí mismo, de su proyecto vital. (Resumen tomado de Las bodas: sexo, fiesta y derecho. Rialp. Madrid. 1994, 221 págs.).
* Doctor en Derecho (Universidad de Barcelona). Doctor en Derecho Canónico (Ateneo Romano della Santa Croce).
(1) SARMIENTO, A y ESCRIVA, J. Enchiridion Familiae. Ediciones Rialp. Madrid. 1972.
En el corazón profundo
Al servicio de la sinceridad y autenticidad de la alegría, el hombre actual debería aprender de nuevo a saborearla en el escondite de su alma, en el recogimiento sereno de todos sus sentidos internos y externos, y dejarla allí respirar y crecer –no por codicia o malentendida discreción, sino porque allí tan sólo están su patria y su casa, y desde allí tan sólo es capaz de alumbrar y penetrar toda la existencia–. Si la alegría florece en el corazón profundo, se abre espontáneamente al sol, sale sin ser notada, de puntillas, modesta y delicada, y al mismo tiempo, tan poderosa que mueve el sol y las demás estrellas.
Juan Bautista Torelló