La fiesta y el ocio resultan en este tiempo casi subversivas. Nadie encuentra tiempo para la contemplación y la reflexión a que lleva el ocio y, con frecuencia, preparar y disfrutar las fiestas es sólo una parte del vértigo del activismo.
La necesidad del hombre de festejar debe ser una reminiscencia infantil, una vacuna contra la seriedad, algo que nos libera; relajarse, bailar, reir, vienen muy bien contra la celeridad del mundo actual. Esa celeridad que empezó como algo positivo, una búsqueda del progreso, de alcanzar metas, llegar más lejos, ahora es una inercia difícil de parar, muchas veces angustiosa y sin sentido.
En la búsqueda del futuro se nos escurre el presente y con frecuencia agotamos las fuerzas persiguiendo un fin que siempre está un poco más adelante.
Romper esa veloz cadena con el ocio y con la fiesta resulta necesario para que la velocidad no estalle tras haberse hecho insoportable. Se pueden ver como una fuga, una romántica aventura que devuelven frescura, sentido y alegría a la vida El deseo de detenernos para reflexionar o para alegrarnos con otros es una especie de instinto, da al hombre la posibilidad de ser vitalista y soñador.
¿Alguien tiene algo que festejar? Los mexicanos somos -qué duda cabe- afectos y muchas veces expertos en el festejo. La fiesta mexicana, ya sea de origen religioso, civil o particular suele ser auténtica, es una buena válvula de escape para la presión y el estrés, provoca la alegría y ayuda a la salud mental. En cambio la reflexión se nos da menos, para navegar por pensamientos propios y ajenos hay que rescatar la serenidad, la lentitud, el contacto con la naturaleza.
Vale la pena desarrollar una estrategia de resistencia para la implacable corrosión de la vida y de la sensibilidad que provocan la prisa y el trabajar sin sentido. El ocio y la fiesta pueden ser dos buenos instrumentos.