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¿El mejor amigo de los animales?

La creciente sensibilidad por la protección de la naturaleza se manifiesta en un replanteamiento de las relaciones entre el hombre y los animales (1). Hay encendidos debates y un cierto cambio en las reglas de convivencia. Así lo atestiguan hechos como la prohibición de la cría intensiva de gallinas en un referéndum suizo, o el mantenimiento de la caza de zorro por unos pocos votos en el Parlamento británico. También las hostilidades entre enemigos y fabricantes de abrigos de piel, o entre investigadores y adversarios de la experimentación animal. Detrás de todo esto hay también una reflexión ética sobre la actitud del hombre ante los animales.

Las sociedades protectoras de animales tienen una arraigada tradición, al menos desde la Inglaterra victoriana. Pero la novedad actual es que no se trata sólo de evitar una crueldad gratuita con los animales. Lo que piden los animalistas es que se respeten los derechos de los animales. Lo cual ha dado lugar a debates sobre la existencia de tales supuestos derechos.
Los intereses de la propia especie
¿Por qué consideramos sujeto de derechos y atribuimos una dignidad intrínseca al hombre y no al resto de los animales?, se preguntan filósofos animalistas. Tras cuestionar la separación entre el hombre y el resto de las especies, concluyen que no hay una diferencia fundamental entre uno y otras, sino una mera continuidad de las especies. Tienen que reconocer, naturalmente, que no todas son iguales, y que hay criterios para valorar más unas que otras. Cada autor tiene un criterio jerárquico, que lleva a colocar bajo el manto protector a unos seres vivos (los titulares de derechos o, al menos, protegibles) y excluir al resto.
Entre los marginados se encuentra a veces el hombre, pues, aunque el ejemplar adulto está, lógicamente, en la cúspide de todas las jerarquías, los que no cumplen sus condiciones (fetos, enfermos mentales…) quedan relegados a puestos muy secundarios; no hay que olvidar que nos encontramos en el más puro antiespecismo, donde no se permite ninguna solidaridad de especie y cada individuo ha de justificar en sí mismo su dignidad.
¿Dónde colocar la barrera?
Las consecuencias varían según cuál sea la característica elegida. Así, si el criterio es el sistema nervioso, la división entre los protegidos y los otros, estará entre animales y plantas (Hartshorne;si es el desarrollo evolutivo, entra todo el reino animal (Cobb). El criterio que se ha popularizado más es, probablemente, el de Peter Singer que, directamente influido por el utilitarismo, cifra toda la ética en la disminución global del sufrimiento de todos los individuos. Para él, el dato fundamental de la jerarquía de seres vivos es la capacidad de sufrir.
Con lo que coloca la barrera que separa a los no protegidos de los que lo son entre los crustáceos y los moluscos. Dejando aparte lo discutible de basar un sistema moral en la capacidad de sufrir, el criterio del dolor protege a los animales de una forma muy insuficiente (¿qué habría de objetar entonces a la muerte sin dolor de éstos, por ejemplo?). Tampoco justifica la atribución de derechos; poder sufrir es, como mucho, tener el interés o la pretensión de no sufrir, pero no equivale a ser sujeto de derechos. Los mismos animalistas se dan cuenta, y han dejado de hablar de derechos de los animales (Singer) o han cambiado su criterio por el de “valor inherente del individuo en cuanto tal” (Regan).
Sin embargo, como recuerda el naturalista Benigno Varillas, la mayoría de las especies extinguidas desaparecieron antes de la existencia del hombre, de acuerdo con unas leyes de la naturaleza que no reconocen más derecho que el de la supervivencia del más adaptado. También hace notar que sólo el ser humano es capaz de autolimitar su actuación sobre las demás especies siguiendo un criterio distinto al de su propio provecho. El lenguaje de los animalistas olvida con frecuencia que el estatuto moral propio del hombre no se da en ninguna otra especie. Y si la conducta animal nos resulta a veces tan parecida a la humana es porque la interpretamos conforme a los esquemas de nuestra propia conducta.
Al menos, protección
La cuestión de si los animales tienen derechos o si, simplemente, hemos de protegerlos lo más posible, distingue a los rightists de los welfarists. Los primeros cuentan con el apoyo teórico de filósofos como Tom Regan o la base legal de la Declaración Universal de los Derechos del Animal, adoptada en Londres en 1977 por diversas Ligas de derechos de los animales, y aprobada sin más consecuencias por la UNESCO y la o­nU.
Los segundos suelen aceptar con más realismo que el uso del animal por el hombre es inevitable, pero pretenden mejorar las condiciones en que esto se produce para reducir así el sufrimiento animal. Las relaciones entre unos y otros no son siempre de colaboración. Ingrid Newkirk, presidenta de PETA, una de las principales asociaciones welfaristas, cuenta que en una ocasión intentaba lograr que los empleados de un matadero dieran de beber a los animales que esperaban su turno, pero éstos replicaron que les resultaba demasiado caro. Entonces pidió ayuda a una comunidad de vegetarianos, quienes le contestaron que no podían colaborar porque estaban en contra del sacrificio de animales.
Conejillos de Indias
Uno de los campos en los que está más vivo el debate sobre el trato a los animales es el de su uso para la experimentación. Cada año son utilizados de 17 a 22 millones de animales sólo en los laboratorios de Estados Unidos, de los que el 90% son roedores y menos del 2% gatos o perros. Los animalistas radicales pretenden suprimir esa experimentación; los más moderados se conforman con limitarla a lo indispensable y promover técnicas alternativas.
Los investigadores y médicos mantienen que la experimentación animal sigue siendo indispensable para los progresos en cirugía, farmacología o la lucha contra enfermedades como el cáncer o el Sida. Pero también en este campo han hecho mella las críticas de los defensores de los animales. Una Directiva de la Comunidad Europea ha establecido criterios de control en esta materia. En Francia, el Ministerio de Investigación ha constituido un comité que se encargará de definir “los límites de lo éticamente aceptable” en la experimentación animal. Y ya hay científicos que han pasado al contraataque, quejándose de que el proanimalismo está poniendo en peligro la investigación.
Por su parte, los animalistas afirman que muchos animales son sacrificados en experimentos crueles y superfluos (hay quien dice que se podría prescindir sin problemas del 90% de ellos). Un ejemplo clásico es la prueba LD-50 –exigida para que un producto no sea considerado tóxico–, que consiste en ir probando dosis más potentes hasta conseguir una en la que muera el 50% de los animales que la toman. De este experimento se ha dicho que sólo sirve para conocer la dosis necesaria para cometer suicidio.
En cuanto a las técnicas alternativas, como los cultivos de tejidos o los modelos informáticos, en la mayoría de los casos no pueden sustituir a la experimentación animal. El argumento de fondo de los que se oponen en cualquier caso a la experimentación puede resumirse en una frase de Singer: “O el animal no es como nosotros, en cuyo caso no hay ninguna razón para el experimento, o sí lo es, y entonces es igual de atroz que experimentar con un hombre”. Esto sólo se puede mantener olvidando que el hombre no es sólo ni principalmente su cuerpo, y que, por muy parecido fisiológicamente que pueda ser un animal al hombre, el origen de la dignidad humana no está en las condiciones biológicas. Pero sí parece que, sin prescindir de su uso, moralmente justificado en general, se pueden evitar los abusos.
Explotación animal
Buena parte de las peleas de los animalistas se llevan a cabo contra determinadas industrias acusadas de sacrificar sin razón animales: peleteros, granjas intensivas, productos químicos, o fabricantes de coches que han hecho pruebas de accidentes utilizando animales. Su acción va dirigida principalmente a influir sobre el consumidor. Es paradigmática la campaña lanzada contra las pieles con medidas de presión que van desde enseñar fotografías de animales muertos hasta ensangrentar con pintura a los que las llevan. Sin embargo, la postura intimidatoria de los animalistas provoca el rechazo de sus formas. Esta es la veta explotada por el Consejo de Información sobre Pieles de Estados Unidos, con un anuncio en el que preguntaba: “¿No estás cansado de que esos activistas te digan lo que no puedes vestir o comer?”.
Los espectáculos y deportes que dañan de alguna forma a los animales están siendo también objeto de replanteamiento en los foros de decisión política, pero con dispar resultado. En Washington DC se mantienen los carruajes de caballos después de que la iniciativa de prohibirlos saliera derrotada en un reciente referéndum por el 24% de margen. El pasado febrero, el Parlamento británico mantuvo la también atacada caza del zorro, poco antes de que el informe Cobham mostrara el aumento en los diez últimos años del número de practicantes y la importancia económica de la caza y pesca en ese país. En la Comisión de Defensa de los Animales del Parlamento Europeo, los repetidos debates sobre las corridas de toros –justificadas por parlamentarios españoles– han terminado, en alguna ocasión, en mesas redondas sobre tauromaquia. Y la defensa de la caza en Francia ha supuesto el nacimiento de un partido de cazadores que se presenta al Parlamento Europeo y saca el 4% de los votos del país y el 14% en algunas regiones.
Otras veces, las denuncias de experimentación cruel con animales han tenido éxito. Así, las protestas contra el método Draize (una prueba realizada con conejos sobre la irritación provocada por productos químicos en los ojos) han forzado a las casas de cosméticos a invertir mucho dinero en otras alternativas menos dolorosas que no impliquen ese daño a animales… y ese desgaste ante la opinión pública. Fruto de ello es que ya se vislumbra el cultivo de células de córnea como un sustituto, incluso más eficaz. Y ya existen las llamadas pieles ecológicas, usadas por algunas de las más famosas marcas de moda, o etiquetas que garantizan un “producto sin crueldad, no experimentado con animales”.
Salvajes y domésticos
El boom de los animales domésticos, que fue el detonante de la preocupación por todos los demás, supone un dato significativo en la reflexión sobre los animales. A los animales salvajes y a los domésticos se les reconocen unos derechos distintos; por ejemplo, los unos no han de ser capturados y los otros no pueden ser abandonados. La protección de unos lleva muchas veces a la proliferación de los otros, como es el caso de los animales cazados por sus pieles, prácticamente sustituidos ahora por ejemplares en cautividad.
Si los animales tuvieran derechos, la situación de los domésticos tendría que ser calificada de… privación de libertad, por mucho que vean la televisión casi como sus amos. En este sentido, es original la aportación de Stephen Budiansky que, en su reciente libro The Covenant of the Wild: Why Animals Choose Domestication, mantiene que el animal elige la relación doméstica con el hombre: prefiere la mejora vital que le supone la seguridad y cuidados, aunque sea a cambio de reconocer a su dueño, un poder sobre vida y muerte. Esto, que no puede darse sin la curiosidad y ausencia de prejuicios especistas por parte de los animales, ayuda a replantear las relaciones no desde el reconocimiento de derechos, sino desde un sentimiento de colaboración y simpatía entre especies.
Pretensiones contrapuestas
El animalismo no puede evitar un cierto número de paradojas. La variedad de supuestos derechos o pretensiones, en muchos casos, contrapuestos, exige que alguien decida por cuál de ellos inclinarse (no extinción, respeto, protección por el hombre, beneficiarse de los conocimientos humanos, no ser explotado, vivir en su ambiente natural… son algunos de los recogidos por la o­nU). Pero la utilización de los animales con fines comerciales es a veces el único motivo por el que la especie no está extinguida (el toro de lidia…), o la garantía de que los animales no serán maltratados ni pasarán hambre, por el interés que trae a quien lo mantiene en cautividad (por ejemplo, los visones).
Los sentimientos ecológicos se encuentran en ocasiones enfrentados. Así ocurre en el caso de las pieles, que son atacables por suponer la muerte de un animal y, a la vez, defendibles frente a las fibras sintéticas alternativas por ser naturales y biodegradables; o el radicalismo de la liberación de las plantas, considerada por algunos animalistas un caballo de Troya para minar el vegetarianismo que les es tan querido. Otras veces, las fobias son, simplemente, tan arbitrarias como la moda misma: por ejemplo, los que se oponen a las pieles y no tienen nada en contra de la ropa de cuero.
Dejando aparte sus excesos, los defensores de los animales, habrán hecho un favor a la sociedad si recuerdan a los hombres que no debemos dejar de comportarnos como tales en nuestras relaciones con los animales. Tratar con crueldad innecesaria al animal supone una degradación del hombre mismo y una abdicación de su responsabilidad en el cuidado de la naturaleza. Para eso no es necesario considerar al animal como sujeto de derechos ni rebajar al hombre al papel de mono advenedizo con una primacía fruto del azar. Pues no conviene olvidar que también el movimiento proanimalista está impulsado sólo por hombres.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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