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La lección de las manos al intelecto

Hoy se exalta el trabajo manual, pero a menudo no por su fecundidad intrínseca, sino con fines ideológicos y políticos: halagar a los trabajadores es, también, una forma de explotarlos.
Tratemos de ver claro. Tengo el humilde privilegio de ser un trabajador intelectual que ha trabajado con sus manos durante mucho tiempo. Yo rechazo la dicotomía entre estas dos formas de trabajo, pues, si bien se puede pensar sin mover las manos, no se puede usar la mano sin pensar, salvo en los trabajos degradados en puro automatismo.
Pero esta degradación es tan frecuente y más nociva en el campo del pensamiento y de la palabra. ¡Cuántos pseudointelectuales, programados por tal o cual ideología, despachan ideas y palabras según un proceso tan mecánico y previsible como el gesto del tejedor que empuja su aguja! Con el agravante de que el trabajador manual, incluso sin pensar, hace un producto útil para el prójimo, mientras que el intelectual, si no piensa o si yerra, ejerce un influjo esterilizante sobre el pensamiento de los demás. ¿Es preciso recordar el “lavado de cerebro” por la información deformada y las propagandas? Saturan nuestros oídos con la invocación a la creatividad, mientras que se erosiona el sentido crítico, condición indispensable de toda creación intelectual auténtica.

Los sabios ilusos

Toda la dignidad del hombre está en el pensamiento, decía Pascal. Pero las peores amenazas que pesan sobre el hombre están también en el pensamiento. Y es ahí donde el trabajo manual sobresale –de hecho, si no de derecho– sobre las tareas intelectuales.
El trabajo de las manos nos ofrece el antídoto contra todos los riesgos de ligereza y de ilusión que acompañan al ejercicio desencarnado de la inteligencia. En este campo todo es posible y todo está permitido; uno puede engañarse a sí mismo y engañar a los demás; las sanciones del error y la mentira son imprecisas y lejanas. Así, se ve proliferar “la raza parlanchina de los sabios ilusos”, de la que ya hablaba Platón.
La sanción de la materia
Muy distinto es el caso de la laboral material. La obra juzga al obrero inmediatamente y sin apelación. Y como no permite forjarse ilusiones, el trabajo manual deja también menos margen a la laxitud y a la dejadez. Siempre es posible engañarse, incluso contradecirse, en el campo intelectual y moral: lo inmaterial goza de una plasticidad indefinida, que permite impunemente todos los desafíos al orden de las cosas y al sentido común. Pero la materia, con sus sanciones brutales e irreversibles, nos enseña despiadadamente la seriedad en la acción. Un instante de descuido o la elaboración de una quimera no llevan consigo ningún daño inmediato para el filósofo o el político. En cambio, la misma distracción o idéntico abandono a una creatividad aberrante, en el caso de una cocinera o de un agricultor, se traducen en un plato incomible o en la pérdida de la cosecha. Y no podrán reparar el daño con una pirueta intelectual o moral.
Esta es la gran lección que las manos dan al intelecto. Todo estaría a salvo si los pensadores aprendieran a obedecer libremente las leyes del mundo invisible con esta atención rigurosa y este sentido de responsabilidad que las leyes del mundo físico imponen a los trabajadores manuales.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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