Hace algún tiempo, acudí en Madrid a las oficinas de la sociedad médica SANITAS y, al decir que pertenecía a Sánitas – acentuando naturalmente la primera a- , la gentil señorita de la ventanilla acercó amablemente su carita hacia mí, para hablarme bajo y evitar que me sonrojara ante el público, y me indicó en tono maternal: “Sanítas, señor, se dice sanítas”, y acentuaba la í con la firmeza de quien está diciendo algo obvio. No pude evitar el sonreírme y ella quiso saber la causa de mi extraña reacción. “Me hace gracia, le indiqué, que me haya matado durante media vida para aprender latín y ahora no sepa decir correctamente el nombre de algo tan elemental como salud”.
Cuando uno oye y lee a brillantes periodistas y a sesudos varones de la política y la ciencia decir y escribir, por ejemplo, contra natura – sin la m final- , urbi et orbe -cambiando la i final por una e- , manu militare – insistiendo en el mismo error- , mutatis mutandi – comiéndose la s final- …, uno se sonroja y pide al cielo que, si no se estudia latín, se le olvide al menos del todo, y no se lo utilice para darle a los escritos o discursos un realce que de hecho viene a convertirse en un auténtico precipicio por el que se despeña el prestigio del que comete tales desafueros.
¿Enterrar la lengua?
Puede tal vez alguien pensar que el latín es una lengua muerta y debe ceder el paso al estudio de lenguas vivas de amplia circulación mundial y más útiles, por tanto, desde el punto de vista práctico. Esta opinión es sumamente discutible por principio. Dejemos hoy este tema de lado. Es un hecho que la reducción del estudio del latín no se tradujo en un mejor conocimiento de las lenguas modernas. Todo hace sospechar que se trataba de simplificar a toda costa en virtud de criterios alicortos. Por vía de orientación, no está de más recordar que las naciones más florecientes en materias científicas y técnicas son las que dedican más atención al estudio de la cultura y las lenguas clásicas.
Preocupados por la dificultad que experimentan los extranjeros para aprender su endiablada fonética, los ingleses trataron seriamente en un congreso la cuestión de la conveniencia de simplificarla, sintonizándola con la escritura. Decidieron finalmente no alterar el estado actual de cosas, a fin de conservar la cercanía de la lengua a sus fuentes, que como se sabe son muy diversas. En lengua española tendemos a simplificar por principio sin reparar en las consecuencias. Si la p de psicología no se pronuncia, rápidamente surgen quienes proponen suprimirla de la escritura porque les parece un elemento superfluo. No se detienen a pensar que psicología significa “tratado de la psique”, de todo lo relativo al “alma” humana, y sicología, en cambio, equivale a “tratado de los higos”. No es, precisamente, lo mismo. La p de psicología es uno de los puentes que unen a las generaciones actuales con los antiguos griegos que pusieron las bases de nuestro conocimiento del hombre.
Iluminar hablando
Si desgajamos nuestro modo de hablar – que es, no se olvide, el vehículo viviente de nuestra creatividad personal- de los orígenes de nuestra cultura – que es todo cuanto el hombre realiza para vincularse a lo real y desarrollar su personalidad- , nuestra vida cultural quedaría seriamente perjudicada.
Al no saber latín y griego, se desconocen las raíces de un buen número de palabras castellanas de uso corriente, y se empobrece rápidamente el léxico. Si se conocen las fuentes de nuestra lengua, muchas palabras se iluminan al sólo oírlas.
La ignorancia del latín y del griego deja a los hispanohablantes desvalidos a la hora de crear neologismos, porque el castellano no cuenta entre sus muchas y excelentes cualidades con la de ser flexible en orden a la creación de nuevos vocablos. Este desvalimiento obligará – ya lo hace- a acudir en tropel a las lenguas extranjeras en busca de préstamos difícilmente integrables a la nuestra. La asimilación de elementos extraños realizada por falta de conocimiento de la propia lengua no puede sino dar lugar a un resultado híbrido y a la pérdida consiguiente de identidad.
En todos los rincones de la cultura – arte, historia, derecho, filosofía, teología…- el español tropieza constantemente con el latín. No es fácil adivinar cómo puede hacerse una investigación medianamente seria en cualquier campo del conocimiento sin contar con ciertos elementos de la lengua madre.
El latín no sólo dio origen al castellano: está incrustado en sus estructuras como algo natural. Un hispanohablante que ignora el latín navega por un mar cuyo fondo desconoce. En cualquier campo que se mueva tendrá que mantenerse a menudo en un plano superficial y su labor carecerá de la radicalidad que hubiera podido tener. Saber tocar un instrumento musical es magnífico, pero el carecer de tal arte no disminuye nuestra talla de hispanohablantes en cuanto tales. El no saber latín afecta, en cambio, nuestra base cultural, nos desvincula de nuestro humus nutricio y nos desnutre.
Lenguaje y creatividad
Digo, por ejemplo, entusiasmo, y me sumerjo en la concepción griega del amor y el ascenso a lo divino, es decir, a lo perfecto. Si uno es incapaz de descomponer esta palabra y adivinar su articulación interna, ¿puede captar toda su inmensa riqueza y su hermosura? Estas lenguas no están muertas, viven directamente en los textos y de forma mediata en las lenguas romances.
Lo grave es que quienes las desconocen no saben lo que pierden porque no tienen la experiencia de acceder a los mundos que ellas abren. Cuántos jóvenes manifiestan que les encanta el canto gregoriano, pero no saben latín. No pueden barruntar en qué medida se incrementaría su agrado si pudieran captar la profunda armonía que se da en esta forma de música entre texto y melodía.
No olvidemos que el lenguaje es vehículo viviente de la creatividad humana. Si se desconoce el trasfondo del lenguaje, no se podrá hablar de modo profundamente comprometido y creador. Al hacer quiebra el lenguaje, hace quiebra la creatividad. Para ser creativos en el presente, debemos asumir activamente las posibilidades que cada generación del pasado ha ido entregando a las siguientes. Esa entrega se dice en latín traditio. La tradición no es un peso muerto que gravita sobre los hombres del presente; es un motivo impulsor de su actividad creadora. Si no acogemos creadoramente la tradición, no podremos configurar el futuro.
Hay en la vida humana muchas desgracias posibles. Una de ellas – no la mayor, tampoco la más pequeña- es no saber latín.