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Las alas del deseo

Transparentes pero insensibles al color. Silenciosos, no pueden ser oídos pero no poseen una voz. Atentos al menor movimiento, por tanta perfección y no por defecto, ni perciben un la ni escuchan un do. Inmóviles, discretos, no los deslumbra ni el más fino rayo de sol. Del tacto ni qué decir, no se percibe por intuición. “Espíritus puros”, sólo sabemos de ellos lo que no son. ¿Tristes? De ningún modo. ¿Sonrientes? No, no tienen dientes. Sin algún afán académico, decimos de ellos lo que diría nuestra imaginación.

Si los ángeles desearan:

Es grandioso vivir sólo por el espíritu, testificar día con día para la eternidad únicamente el lado espiritual de las personas. Pero a veces me harto de esta existencia espiritual. En vez de rondar desde lo alto, me gustaría sentir algún peso por mí mismo, terminar con mi eternidad y ligarme fuertemente a la tierra.
A cada paso, a cada ráfaga de viento, quisiera poder decir “ahora”, “aquí y ahora”, y dejar de decir “desde siempre” y “para toda la eternidad”. No es que quiera engendrar un niño o plantar un árbol ahora mismo, pero ya sería bastante con llegar a casa después de un largo día y alimentar al gato, padecer una fiebre, ensuciarme los dedos por leer el periódico, sentirme emocionado ya no sólo mentalmente, sino por una comida, por la curva de un cuello, por una oreja.
Poder decir ¡oh!, ¡ah!, ¡hey!, en lugar de “sí” y “amén”. O saber cuando menos lo que se siente quitarse los zapatos debajo de la mesa y estirar los tobillos, descalzo. Estar solo. Permanecer serio. Ya no quiero exclusivamente observar, testificar, preservar, permanecer exclusivamente espiritual.
Reflejar una sombra es gozar de todos los privilegios de un particular modo de existir, la densidad y cohesión de un cuerpo, la duración de una historia, una extensión suficiente para fumar un cigarro, para beber un café. Estar atado al movimiento y quitarse la armadura de eternidad que protege a los espíritus impasibles, sólo para gozar de cierta inseguridad que se forma levantando los ojos para ver que todo es posible. Poder decir que dudo: no sé quién soy, no pertenezco a ningún lugar, pero soy tan libre que nada me distingue del mundo, el mundo es lo posible y yo soy el encargado de lanzar frente a mí las posibilidades. Y es que del otro lado, entre los seres humanos, también se baten alas tratando de volar de lo que somos a lo que no somos. También podemos decir de nosotros lo que diría la imaginación…

Si los hombres dejaran de desear:

El tiempo lo cura todo… tal vez el tiempo es la enfermedad. Como si hubiera que pedirlo prestado para seguir viviendo. Todo lo que empieza termina: por fin sola, en la ciudad, encontraré quién soy o en quién me he convertido. He esperado una eternidad para escuchar una palabra de afecto. Si alguno dijera “te amo tanto este día”, eso sería maravilloso.
El mundo aparece ante mis ojos, pero no llena mi corazón. De niña quería vivir en una isla: una mujer sola, gloriosamente sola… vacía, incompatible… no debo llorar, no quiero llorar, de ninguna manera. Sucede que a veces las cosas no son como uno quiere… Quisiera no pensar más, sólo estar ahí. Aquí soy una extranjera aunque todo parezca tan familiar. Me tomaré una fotografía y saldré con un rostro distinto, así podría empezar de nuevo mi historia…
La discreta melancolía que identifica la mirada de los hombres con el caminar ligero de los ángeles, hunde sus raíces en que ambas naturalezas conservan el recuerdo a veces difuminado de la guerra. También una batalla marca el mundo primitivo de los espíritus: alguna vez un ángel vestido de palpitante luz, se atrevió a desviar su mirada hacia la oscuridad, hacia su propia carencia, y del abismo surgido entre su libertad y su finitud, nació la fuerza esencial de todas las creaturas… fue el primer movimiento del deseo. Sujeto y carencia son los elementos del impulso, los dos en consonancia esculpen las alas del deseo. Más que un derecho que les otorgamos a los ángeles por analogía, el deseo es la nota que define las operaciones del estado creatural. El deseo provee la capacidad de resbalar, de deslizarse al otro extremo de la inmovilidad, por eso el deseo es caída y la caída es, en más de un sentido, original.
No obstante, las diferencias entre ángeles y hombres son patentes: la primera, los ojos; la segunda, el llanto. Un sentimiento de estar interminablemente completos caracteriza el estado anímico de los ángeles. Entre los hombres, en cambio, al tiempo que crece la conciencia de sí mismos crece una certeza temblorosa de que el sí mismo no basta: la insuficiencia tan clara de un recién nacido se vuelve transparente cuando, cincuenta años después, el niño es quien advierte su propia insuficiencia.
Tratando de hacer psicología, se puede decir que el complejo de los ángeles consiste en una sonrisa inconsciente, en una felicidad calladamente efusiva, en una musicalidad no reprimida que se manifiesta en quietud submarina. Los ángeles no respiran; se asombran. Su estar transcurre en una atónita contemplación de lo creado. Su lugar en el universo no se asemeja al que podríamos darle a un planeta o a una molécula de oxígeno, pues los ángeles ocupan el mismo sitio que los silencios en una sinfonía; en palabras de Rilke, son “como pausas numerosas de una gran melodía”.

La pregunta insaciable

Tantas cosas le preguntaría a mi ángel guardián: ¿Cuál es tu lenguaje, si yo sé que me entiendes pero no puedo escucharte? ¿O es que me deja sordo la claridad original de las frases que pronuncias? ¿No sería mejor que en vez de caminar un palmo atrás de mí, dieras dos pasos al frente para impedir que tropiece en lugar de levantarme? Sólo por curiosidad, ¿conoces los números ganadores de la lotería? Llevamos tanto tiempo juntos que tal vez pudieras responderme algo más personal: ¿Cuál es tu nombre?
Tantas cosas y más le preguntaría, pero la pregunta insaciable, la verdadera duda, la interrogación mayúscula de todos los hombres es la del poeta español Rafael Alberti: “¿A dónde el Paraíso, sombra, tú que has estado?”. Pero los ángeles, que no conocen de impaciencias permanecen en mudo asombro, como ciudades sin respuesta, ríos sin habla, cumbres sin eco, mares mudos.
Ángel de tierra caliente es el que me acompaña. Al menos eso deduzco porque lo que más disfruta es cuando nos tiramos al sol para sentir la hierba y la humedad. Él finge que respira largo y profundo, que se espanta los insectos de la cara, que cambia de postura cuando se le entume un costado. Creo que no hay mejor oficio, mejor encargo que el de los ángeles aquí presentes: hacer compañía. Cuando estoy solo, mi ángel es un conversador imparable, él canta las partes de las canciones que yo olvido, somos pareja en el dominó, somos equipo completo, asociación civil, colaboradores por correspondencia (yo soy su espía en este mundo y él me trae informes de su patria lejana) y socios fundadores de la empresa “Nadie muere solo Inc.”. No hay complicidad más culpable que la de un hombre y su ángel guardián.
La acción de gustar es, en efecto, un saber absoluto en su género, incomunicable e inalcanzable por intuición. No hay aproximación intelectual que se asemeje al color o a la textura de una planta marchita o decepcionada. Tampoco hay, en nuestro mundo, una suavidad imperceptible como las alas o las palabras de los ángeles. Hay, en cambio, una soledad que significa “por fin estoy completo, ahora tengo la parte de soledad que me corresponde y en mi parte soy uno: mírame si quieres, dame tu mano o no me la des, la nuestra será una historia de gigantes si decidimos compartir el puro asombro de dos soledades finitas, ángel y hombre frente a frente… tal vez la distancia no sea tan grande”.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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