“Todos aquellos que no piensan como yo son unos imbéciles”. Todos somos propensos a esta declaración, de una vanidad estúpida. Es una calamidad común. Nos corregimos de ella burlándonos de nosotros mismos. En cambio, tomarse muy en serio, o apreciar su punto de vista más que a la verdad o más que a la libertad del otro, tiene distinto nombre: fanatismo. El fanático, como su propio nombre indica, se encierra en el fanum, es decir, en el templo del yo, al cual rinde culto exclusivo, y absoluto. Aquel que se vincula así a su partido, a sus ideas o a sí mismo se siente misteriosamente llamado a servir a su causa a cualquier precio, por cualquier sacrificio. El fanático es un iluminado que se atribuye poderes sobrehumanos y se otorga unos derechos ante los cuales deben borrarse los de los demás. Esto puede llegar incluso al empleo de la violencia y de la fuerza: hasta el crimen. El fanático es irreligioso en la exacta medida en que él apela a la violencia que lo sagrado exorciza.
Un pensamiento poco sensible a los valores de la persona, y que da una importancia desmesurada al concepto comunitario, favorece el crecimiento de los fanatismos. Y, de hecho, las masas son fácilmente fanatizables. La ley del número ejerce en ellas un dominio obsesivo, La multitud hace tabula rasa de todo lo que no es como ella: lo excelente, lo cualificado, lo elegido, lo singular, en una palabra. Aquel que no piense como todos, corre el riesgo de ser marginado y eliminado sin piedad. Frente al desencadenamiento del odio exterminador, del terrorismo totalitario, que se abate sobre los individuos, estamos paralizados por el terror, y cualquier comportamiento tolerante nos resulta ilusorio.
¿Norma universal?
Pero, ¿qué es la tolerancia? El diccionario dice que ser tolerante es “abstenerse de prohibir o exigir cuando se puede hacer”, “dejar que un mal que tendríamos derecho o posibilidad de impedir se produzca”. ¿Podemos, pues, concluir de esta definición que tolerar es permitirlo todo? ¿Podemos incluso permitir la masacre de los propios hijos? ¡Ah, no! Todo, pero eso no, diríamos. Hay, pues, un umbral para la tolerancia.
La noción de tolerancia es tan vaga, tan ambigua su práctica, que parece más sencillo conocer lo que no es que lo que es. Sin embargo, algo es seguro: la tolerancia no puede ser una virtud cuando tiene por objeto un mal. ¿Podemos, entonces, decir que la tolerancia es un vicio? Ciertamente, no. La imposibilidad de clasificarla como vicio o como virtud indica que no puede erigirse como norma universal de conducta.
La tolerancia, ¿no sería más bien un estado de ánimo, una actitud que consiste en ser abierto de espíritu y comprensivo? Nos mostramos tolerantes con el comportamiento y los pensamientos ajenos. Incluso si se oponen a los nuestros, incluso si los consideramos erróneos. La tolerancia es lo contrario del espíritu limitado y represivo. Porque aguanta el mal, soporta el error que autoriza, por así decirlo, de una manera negativa. Esto es suficiente para distinguirla de la benevolencia, que positivamente quiere el bien. No obstante, si la tolerancia permite el mal, eso no quiere decir que lo autorice. Se tolera el mal porque ya no se puede hacer otra cosa, porque ya es demasiado tarde para hacer el bien. Ni aprobación, ni concesión, en la tolerancia hay siempre un matiz de reprobación.
Con disgusto y por misericordia
La tolerancia no es el laisser-faire. De hecho, hay casos que dejar de hacer es un crimen. Autorizar el mal sería consentirlo y caer en la intolerancia. Sin embargo, nos repugna ser cómplices del mal. Dejar a los otros en el error es intolerable, por lo menos si el error se considera como un mal. Por eso, un apóstol aspira a convertir a los demás por caridad, exclusivamente para salvar las almas, y no quiere dejar escapar ninguna de ellas. Una caridad inmensa, a veces una inmensa piedad, le empuja a hacer esta obra de misericordia que consiste en enseñar al ignorante, como se visita al pobre o se consuela al enfermo. La tolerancia, por lo tanto, no es indiferencia ante el mal. Si está llamada a cerrar los ojos ante el mal, es siempre con disgusto y por misericordia.
El intolerante, en cambio, no acepta que otro sea otro. Llega, incluso, a desear la desaparición de aquel o aquellos que no comparten su idea, su mismo fin, y que no pertenecen a su misma secta. La lógica de la intolerancia, inevitablemente, desemboca en la muerte, pues, en esencia, es una agresión contra el individuo. Eso ocurre con el aborto. ¿Qué es, pues, una ley que legalice el aborto, si no una ley que autoriza la supresión del individuo? Una encuesta recientemente hecha en Francia demuestra que nunca se hubieran cometido tantos crímenes contra la infancia de no haberse votado la ley que permite el aborto. La tolerancia deplora el mal, la intolerancia lo aprueba. Por eso el tolerante puede rebelarse contra una ley injusta. Pues una ley no tiene fuerza como ley si es injusta, y es injusta si va contra los derechos del hombre, contra su bien y contra su verdad. Sería, pues, una ley arbitraria. ¿De dónde vendría, entonces, su autoridad? ¿De la ley del número? Si su fundamento no se ajusta a la realidad, la ley no es nada.
Paciencia, la clave
Realizar todos sus caprichos, reaccionar en función de sus estados de ánimo, convertirse en medida de todas las cosas, en maestro de la vida y de la muerte… estas son las fuentes de la intolerancia, cuyos medios ordinarios de expresión son la calumnia, el odio, la persecución, la violencia. La tolerancia frente a la intolerancia será siempre impotente, pues mientras esta transige con el mal, aquella se aferra a los principios, no duda de la sinceridad o lealtad de los demás y mantiene prejuicios favorables para los otros. El intolerante se crea el deber de justificar sus actos y se aplica, a este fin, a demostrar que lo que es no es. Así, los que buscan el aborto se esfuerzan en probar que el feto no es un ser humano, lo cual ha sido desmentido por la ciencia. La negación de lo real: ese es el resorte de la intolerancia.
La tolerancia no es consentir, hemos dicho, pues entonces, por muy paradójico que parezca, se reuniría con las consecuencias de la intolerancia. Si, en efecto, tolerar significara que todo está permitido, que hay que dejar que las cosas sigan su curso, porque todo cambia y nada es, entonces sería como si quisiéramos culpar al mal del mal, terminando por hacer de este un ídolo. Si todo fuera mal, no existiría ya elección entre bien y mal y no habría más culpables. Los malvados serían inocentes. Si esto fuera así, la vida sería una fatalidad. Tanto como dar a luz sobre tumbas. Comprendiendo así la tolerancia, esta se reuniría con la intolerancia en la misma concepción: extrema sumisión al mal, y dejaría ver que, en efecto, el bien no triunfará. ¿Es suficiente para exonerar la conciencia de toda culpa sufrir los males experimentándolos pasivamente? Tal concepción culmina en una deformada doctrina de la no violencia. Algunos son capaces de sufrir por malas razones. Ceden, así, ante la impaciencia de la pasión. Luego, la no violencia no necesariamente cimenta la bondad de un acto. Es preciso, además, que la razón por la que se sufre sea buena.
Tolerar los males con igual humor a la vista del bien que llegará, eso es la virtud de la paciencia. La paciencia, en definitiva, se muestra como el verdadero fundamento de la tolerancia. Incluso la supera, porque a diferencia del tolerante, el hombre paciente sufre por una buena causa. Porque sabe que negarse a soportar ciertos males daría lugar a otros peores. Por esta razón, prefiere antes sufrir el mal sin cometerlo que cometerlo para evitar sufrir. Así, posee el mérito de oponerse al triunfo definitivo del mal sufriendo en provecho del bien. (Resumen de Opinión y verdad.