El afán de poder, el deseo de organizar, de disponer, de lograr, nació con el hombre. Ernesto Bolio nos dice, en este ejemplar, que junto con el afecto y el reconocimiento, el poder es una necesidad vital. Los hombres buscamos explorar posibilidades y realizar nuestras potencialidades; esto implica, lógicamente, que los intereses sean diversos o encontrados y den origen a las luchas por el poder.
La búsqueda y la lucha por el poder surgen en todo grupo humano, desde la sociedad más pequeña, como la familia, hasta organizaciones gigantes como Estados o empresas trasnacionales, donde el poder de una persona o un pequeño grupo, alcanza a muchos millones de seres. En cualquiera de estos niveles, la natural necesidad de poder se puede convertir en pasión de dominar que, además se suele alimentar a sí misma y crecer desmesuradamente.
Es clara y gráfica la descripción del escritor británico C. S. Lewis sobre este afán: “En la vida humana hemos visto la pasión de dominar, casi de digerir al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno mismo, por medio del prójimo… En la Tierra a este deseo se le llama con frecuencia “amor”. En el infierno, me imagino, lo reconocen como hambre”.
Sabemos, sin embargo, que otras fuerzas, otras pasiones pueden contrarrestar ese apetito desmedido de ser y de poder, y sabemos también que el poder se puede usar para el bien propio y del prójimo.
Las claves para interpretar el poder son variadas: se adquiere por la fuerza bruta, por el dinero y las influencias y, a partir de la era moderna, también por la ideas. Los medios de comunicación permiten que las ideas lleguen a adquirir un enorme peso y que a través de ellas sea posible influir o incluso manipular a la gente.
Dice Gabriel Zaid que “en nuestros tiempos se trata, no tanto de violentar a los hombres como de desarmarlos, menos de combatir sus pasiones políticas que de borrarlas, menos de combatir sus instintos que de burlarlos, no sólamente proscribir sus ideas, sino de trastocarlas apropiándose de ellas”.
Ante este abuso solapado y sofisticado del poder, la educación y la cultura son las únicas armas para defendernos y no abdicar de toda voluntad propia sin siquiera darnos cuenta.