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Matrimonio y reparto de poder

Adentrémonos por ese oscuro, tortuoso y complicado laberinto que es la distribución del poder en el ámbito de la conyugalidad. Y para ello nada mejor que transcribir lo que acontece en alguna distendida reunión con matrimonios.
Les invito a hacer el siguiente experimento. Introduzcan en la conversación, como por casualidad, el problema de las diferencias entre el hombre y la mujer, y la distribución del poder entre los esposos. De inmediato, como si se hubiera descorchado una generosa bebida, la conversación se animará. Subirá el nivel de participación de los concurrentes hasta tal punto que a los escasos minutos habrá no una sino tantas conversaciones como contertulios presentes. Se quitarán unos a otros la palabra, competirán entre sí por disponer de más tiempo para expresar sus ideas, probablemente coincidirán en el uso de los argumentos a favor o en contra de ciertos tópicos milenarios, y acabarán por alinearse en dos bandos, de fronteras mal definidas, en función de su género. Y aunque alguien trate de desviar la conversación a otros asuntos ¾ al menos, mientras se prolongue esa reunión¾ se volverá con insistencia, frontal o subrepticiamente, al tema.
Nadie llegará a ninguna conclusión, ninguno de los problemas abordados encontrará allí solución, pero la tertulia será calificada de muy animada. He aquí un tema, socorrido y conocido, del que echar mano cuando una reunión social comienza a languidecer y amenaza con tornarse tediosa. El experimento nunca falla. Hasta ese punto están afincadas en uno y otro género ciertas actitudes ¾ muchas de ellas irracionales¾ respecto de los géneros.

Las quejas femeninas

En las disputas domésticas a las que acabo de referirme ¾ una especie de inocente entretenimiento social, por otra parte, muy frecuente y hoy en alza¾ , no suelen faltar las quejas que, lógicamente, se tematizan de modo diverso en función de los géneros. Las mujeres apelarán a la ingratitud del varón al no reconocer las muchas y fundamentales tareas domésticas que ellas realizan; al oscuro y desconsiderado trabajo que, sin apenas validez social, llevan a cabo para sostener la paz, concordia y buena marcha del hogar; a sus buenas habilidades para comprar lo mejor y más barato; a sus excelentes dotes como administradoras; a la magnífica acción educadora por ellas desplegada sobre los hijos, compatible casi siempre con la total ausencia de los esposos.
Ciertamente, en este punto tienen toda la razón. Pero a ningún observador experimentado se le esconde que la extensión del poder femenino en el ámbito conyugal no se restringe sólo a estas funciones domésticas a pesar de que, por su importancia, resulten imprescindibles y por ello irrenunciables.
Hay otros muchos sectores, ausentes las más de las veces en estas reuniones informales, en los que la prepotencia de la mujer resulta insoslayable. Me refiero, claro está, a su función de determinar dónde pasar las vacaciones, a qué colegio irán los hijos, cómo ha de vestirse el marido, cuáles amigos invitarán a casa… y esos cien mil detalles, en apariencia minúsculos, que constituyen el tejido precioso y sin costura de la convivencia familiar de cada día. En este punto, el poder latente y sumergido de la mujer, suplanta cualquier alternativa por parte del varón.
No es menos cierto que, cuando la mujer habla del poder, habla desde la orilla en que está varada, es decir, desde lo que ella no es ni tiene ¾ al menos, según los datos históricos y sociológicos disponibles¾ , pero a la vez juzga sobre lo que supone o atribuye que los demás (los hombres) tienen y son.
El varón, por su parte, se esconde tras el poder que le ha sido conferido y permanece ahí acuclillado, no tanto porque le guste pasar inadvertido como para protegerlo y protegerse él mismo de cualquier conflicto potencial amenazante. La atribución femenina hunde sus raíces en algo más que la sospecha; el poder atribuido al varón se parapeta en el silencio. Aquélla no logra desvanecer en su intento las diferencias existentes entre la imagen y el ser, las apariencias y el ser; éste, en cambio, se hunde en lo inercial, en las escalas jerárquicas socialmente vigentes, en la deseabilidad social propia de cada coyuntura.
Las quejas masculinas
Los varones, por su parte, se quejan de lo penoso que es salir cada día de casa en busca de los necesarios recursos económicos; de las incomprensiones y competitividades que han de soportar en su lugar de trabajo; del estrés al que están sometidos, tal y como se ha configurado la actual sociedad; de la enojosa y pesada responsabilidad que gravita sobre sus espaldas; de la ausencia de reconocimiento familiar respecto de lo arduo de su tarea, cuando precisamente la entera sociedad lo magnifica.
Las quejas masculinas se construyen en torno al poder fáctico que se atribuye a la mujer en el hogar. También el hombre sigue aquí el itinerario de las atribuciones no confirmadas. Si él nunca está en casa, ¿cómo puede conocer el reparto de poder que allí se opera? El encubierto poder atribuido a la mujer pasa por el silente absentismo del marido en el hogar. El juicio versa aquí también sobre actividades y decisiones que él no sabe ni hace y que, no obstante, sí que atribuye a su mujer. El juicio (abstracto) califica esa ingente multitud de actividades domésticas (concretas) que él desconoce por completo. Por eso, aunque se hable del “poder encubierto” de la mujer en el hogar, hay que poner de relieve la “interesada ausencia”, no menos encubierta, de los varones jugadores.
Unos y otras, en sus discursos acerca del poder, tratan de apropiarse un marco referencial configurado desde la mera sospecha y vertebrado por pequeños indicios inútiles, carentes de referencias. El reparto de poder así constituido adolece de un fiel equilibrio. A la mujer se le atribuye el poder interno (el del hogar), mientras al varón se le ubica en otro “locus” (calle, empresa, política).
Cuando el poder es así entendido ¾ como un contraservicio dominador sobre el otro¾ acaba por desvirtuarse. No sólo él y quien lo detenta y ejerce, sino también sobre los que se ejerce. Shelley describía como sigue estos extremos: “El poder, cual desoladora pestilencia, mancha lo que toca; y la obediencia, que emponzoña todo genio, virtud libertad y verdad, hace esclavos de los hombres, y de los humanos espasmódicos aparatos”. ¿Sucedería igual, serían estos mismos sus efectos, si el imperativo del poder y la docilidad de la obediencia se entendieran articulados desde una sola categoría, la de servir?
Como puede observarse, es difícil establecer de una vez por todas, cómo se distribuye el poder entre los cónyuges, especialmente si no disponemos de estudios empíricos. Los datos suelen ser sustituidos por la ideología que, a su vez, es capaz de realizar una construcción social de la realidad que, tal vez, pueda suplantar a aquélla. Y de eso hemos de estar advertidos.
Poder, mandar y obedecer
El discurso sobre el poder, en el ámbito del matrimonio, sobrenada más en atribuciones e inferencias que en realidades. Entre los numerosos dispositivos que ocultan o enmascaran su estudio podemos señalar las atribuciones por parte de la mujer acerca del poder omnímodo que la sociedad (o el mismo hombre) ha conferido a este último, y la invariable queja masculina relativa al omniabarcante poder encubierto ¾ pero poder al fin¾ que la mujer ejerce en el hogar. Las diferencias desde las que se inician ambos discursos no resultan indiferentes para el propio discurso.
La retórica femenina se enfrenta a la retórica masculina, sin apenas encontrarse, como debiera ser, en el “espacio de los iguales”. Nos encontramos aquí con dos retóricas, a veces radicalmente enfrentadas, que a menudo se resuelven mal, propiciando la separación o el divorcio, es decir, disolviendo el nudo sobre el que se fundaba precisamente la unión de las voluntades conyugales.
El poder se concreta en el mando, aunque puedan establecerse diferencias entre uno y otro. Una de las tareas más difíciles, a qué dudarlo, es la del gobierno de los hombres. Mandar no es cosa fácil y, a lo que parece, hoy mucho más difícil que ayer, dada la actual extensión del permisivismo familiar y social.
De otra parte, el prestigio y validez social que desde antiguo adorna a los que mandan, no son todo lo equitativos que debieran. En efecto, el halo que rodea a los gobernantes magnifica su imagen revistiéndola de misterio. El reparto de responsabilidades no siempre es aquí tan justo como debiera. Cuando el resultado de la acción de quienes gobiernan es exitoso, éste sólo se atribuye a ellos.
Los éxitos casi nunca son compartidos. El éxito no revierte, al parecer, sobre quienes obedecen. En ocasiones, algo antitético acontece respecto al fracaso. Del fracaso se culpa con frecuencia a quienes tenían una menor cota de responsabilidad, a los que no se les dio la opción de tomar aquella decisión, es decir, a quienes simplemente obedecieron.
La sociedad actual magnifica la labor de quienes mandan y minimiza la de quienes obedecen. Pero esto sucede porque ignora qué significa mandar y obedecer. Mandar y obedecer son funciones que se exigen recíprocamente. Si no hubiera nadie que obedeciera, sería imposible y no habría “de facto” nadie que realmente mandara. Y al contrario: si no hubiera quien mandara, tampoco habría quien pudiera obedecer.
Mandar y obedecer debieran entenderse como la síntesis de dos o más voluntades que, amalgamadas entre sí, se articulan perfectamente, de tal modo que se funden sin confundirse. El hombre es el único animal que puede obedecer, pero su obediencia ¾ no se olvide¾ , por ser humana, ha de ser inteligente y libre. Esto quiere decir, que quienes obedecen han de disponer de tanta información como quienes mandan. Y que en el caso de que quienes obedecen incorporen nuevas informaciones, en el transcurso de la acción que en ellos se ha delegado, es condición indispensable ¾ si se aspira a que esta función no se desnaturalice¾ poner a disposición de quienes mandan los nuevos datos disponibles. Este “feedback” informativo es imprescindible para que las acciones de mandar y obedecer se perpetúen en el tiempo, es decir, para que alcancen eficazmente su objetivo.
Cuando no se funciona así, entramos en el mundo de las apariencias, simulaciones y engaños; un escenario en que el poder de la voluntad ¾ tanto del que manda como de quien obedece¾ se desarticula, desvanece y disuelve. Precisamente por eso, el éxito de quienes mandan ha de ser siempre compartido con y por quienes obedecen ¾ y sin cuya intervención dicha acción no habría tenido lugar¾ , con quienes material o propiamente llevaron a cabo tal acción. Lo mismo puede afirmarse respecto del fracaso. Las voluntades de unos y otros se han fundido tanto en la acción realizada que, aunque virtualmente quepa diferenciar dónde comienza una y acaba la otra, de hecho, son en la práctica indistinguibles e inseparables, poco importa cuál sea el resultado que a través suyo se alcance.
En el ámbito familiar el anudamiento de las voluntades de los cónyuges es todavía más férrea, por cuanto es expresión de ellas un nuevo ser ¾ el hijo¾ , que trascendiendo a ambos y a pesar de ser libre, no obstante, debe someterse a ellos. Acaso por eso, los cónyuges deberían buscar más lo que les une que lo que les separa, al diseñar la división de poderes en el ámbito familiar.
Hombre y mujer son diferentes y, sin embargo, iguales. El sentido de esas diferencias se encuentra, precisamente, en la complementariedad y no en la competitividad. De ahí que deban buscar entre ellos la suma y la multiplicación, y no la resta y la división.
Y no sólo eso, sino además conocer y conocerse mejor, de manera que la distribución de funciones y papeles entre ellos sea lo más acorde posible con sus respectivas habilidades y destrezas, En el matrimonio tanto monta la mujer como el varón. Pero adviértase que tal como se nos manifiesta aquí este reparto de poderes, el concepto mismo de poder forzosamente ha de cambiar de significado.
El poder como servicio
El vizconde de St. Albans, Sir Francis Bacon , acercó las distancias ¾ aunque de un modo un tanto distorsionado¾ entre el conocimiento y el poder, al sostener que el conocimiento, en sí mismo considerado, es poder (“nam et ipsa scientia potestas est”).
Dos siglos más tarde, el padre del positivismo francés, Augusto Comte, introducía una cierta desnaturalización en la ciencia y en el poder, al establecer el “telos” de todo conocimiento: “Conocer para saber, saber para predecir y predecir para poder”.
Flaco servicio el que este principio ha hecho a la ciencia contemporánea, pues aunque es cierto que muchos de los actuales conocimientos científicos se han visto más o menos realzados, en función de cuál sea su alcance predictivo ¾ los conocimientos científicos se estiman hoy tanto más rigurosos, cuanto más exactamente se cumplan las predicciones que desde ellos se realizan¾ , es claro que no todo saber es reductible al de las ciencias positivas.
En el matrimonio hay que concluir que el saber no es el poder, que el poder no siempre se identifica con el saber, y que el saber que realmente es tal, es el que genera un poder entendido únicamente como servicio. Por eso, en lugar de continuar haciéndonos eco de las aserción comtiana (“savoir pour prévoir”), en el ámbito de la familia y de otras disciplinas debería reformularse de otra manera: saber para servir.
La nueva formulación muestra la insuficiencia del principio anterior, tal y como fue inicialmente formulado, manifestándose como una falacia rotunda, en lo que respecta a su vigencia y aplicabilidad en el ámbito del matrimonio.
¿Para qué serviría que ambos cónyuges supieran mucho, si sólo gastan su poder en hacerse la guerra, en procurar cada uno quedar por encima del otro? Proceder de esta forma, ¿no constituye acaso la peor de las ignorancias, aquella que salpica todo de sufrimiento y dolor, colmando de injusta infelicidad incluso a los propios hijos? ¿No constituiría un auténtico saber aquel que los cónyuges emplearan en servirse, en complementarse y perfeccionarse recíprocamente, en buscar lo que les une y no lo que les separa?
No; lo que subyace en el corazón del hombre y la mujer, lo que en verdad funda esa unión y sale garante de un justo reparto de poderes entre ellos no es el positivismo, sino el corazón. Y es que más allá del positivismo se encuentra la poderosa razón del amor. Si del poder y de su distribución en el matrimonio ha de tratarse, lo lógico sería apelar a su fundamento, al más poderoso poder, valga la redundancia, de todos los poderes: el poder del amor. Acaso por eso el maestro Eckhart tuviera más razón que Comte, al sostener que “el máximo poder del hombre consiste en no utilizarlo”…, especialmente, cabría añadir, en no hacer de él un mal uso contra las personas a las que se ama.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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