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Por un nuevo modelo de empresa

Iniciamos esta importante reunión de personas vinculadas con las actividades de la empresa, en un momento en el que la opinión pública mexicana parece convencida de que México necesita un nuevo modelo económico, debido a las pésimas consecuencias acarreadas por aquel que hasta ahora, al parecer, hemos seguido. Este convencimiento deriva de instancias ideológicas de cualquier color y traza. No obstante, dudo que muchos sepan qué quieren decir cuando piden un nuevo modelo económico. Se dice que el neoliberalismo, no funciona socialmente por las inaceptables diferencias que genera: y no voy a discutirlo, aunque no sea más que para no ganarme la antipatía de unos y otros.

El buen trabajo

Lo que sí puedo afirmar es que ningún modelo económico es capaz por sí solo de hacer que los hombres hagamos un buen trabajo, ese good work del que Schumacher hablara visionariamente. Para ello se necesita, además de un acertado enfoque de la macroeconomía, un marco jurídico concorde, y sobre todo un conjunto de convicciones éticas vividas por los ciudadanos: la disposición de realizar en nosotros un concepto verdadero del hombre.
El buen trabajo no se desarrolla en las ideas abstractas, sino en las empresas concretas: es ahora la empresa y no los grandes esquemas estatales de la economía, las que cargan sobre sí – para mal o para bien- el protagonismo de la prosperidad económica y de la justicia social. Si este eje fundamental falla, las leyes y las supuestas tendencias económicas trazarán sus juegos de artificio en el vacío. Para hacer un buen trabajo se precisa que el individuo ¾ el trabajo es propiedad inalienable del individuo, no de la colectividad¾ sepa y quiera hacerlo. Ni los códigos jurídicos ni los planes económicos harán que los trabajadores, en cualquier nivel, quieran, si no quieren.
Los individuos trabajan (cuando lo hacen) en las empresas, sean propias o sean ajenas: el ambulantaje no es sino un asombroso conjunto de pequeñas empresas que rebrotan por las atarjeas de la necesidad.
La empresa se ha convertido, así, en el gozne de la capacitación – que las personas sepan- y de la motivación – que las personas quieran- . Parece que lo que necesitamos es un nuevo modelo de empresa, aunque no se desprecien ni las grandes visiones de la economía ni los amplios marcos jurídicos.
Este nuevo modelo de empresa se ve apremiado por dos instancias inesquivables: de una parte, el hombre que la constituye; de otra, el mundo en el que trabaja. Se requiere sin duda un concepto acertado del ser humano, para que la empresa potencie y acentúe sus posibilidades (de ahíla ética;y se requiere, también, una profunda comprensión de los problemas mundiales (nuevos y complejos problemas mundiales) ante los que las empresas se encuentran en la presente década. Los problemas económicos que padecemos no pueden resolverse atendiendo domésticamente a nuestras crisis particulares. Se necesita una profunda visión antropológica (¿nos hemos equivocado de modelos o nos hemos equivocado de hombre?) y una amplia perspectiva mundial (¿en qué mundo estamos?). Sin estas dos importantes ópticas daremos costosos palos de ciego, sin acertarle a la piñata.
Ambas cuestiones – la propiamente humana y la verdaderamente mundial- se cruzan en un punto crítico: el nuevo modo de hacer la empresa requiere, como ya he afirmado en otro lugar, un nuevo modo de ser del empresario. Nuevo modo de ser, expliquemos, que consiste no en fantasmagóricas visiones, sino en el ser que realmente somos, es decir, verdaderos hombres (mejor: hombres verdaderos), y no sucedáneos humanos, producto de provisionales culturas de pacotilla.
El empresario ha de ser hoy, antes que nada, un hombre de cabeza abierta, mirada amplia, diafragma visual panorámico. Este modo de ser es una implicación directísima del fenómeno económico que ha dado en llamarse globalización.
Ensanchar la mirada
Nuestra mirada directiva se refería antes a un contorno específico del mercado. Esta perspectiva mercantil ya no sirve: los mercados han perdido la posibilidad de manejarse en plural. El mercado más grande del mundo no son los Estados Unidos sino el mundo mismo. Resultamos ahora miopes no porque hayamos contraído este defecto óptico, sino porque se nos ha ensanchado el paisaje: nuestro primer cambio es el de alargar el horizonte de nuestra mirada, y ello no es fácil para quienes estamos acostumbrados a la ceguera de taller. Necesitamos un instrumental informativo más complejo, sí, pero lo importante es una nueva actitud mental frente a la geografía, una nueva perspectiva del mundo.
Mas la globalización no se refiere sólo al mercado de venta, como muchos suponen, sino, paralelamente, al de adquisición. El radio de nuestra proveeduría es ahora el planeta mismo, y esto es un fenómeno rigurosa y estrictamente contemporáneo, al relacionarse no sólo con las materias primas que componen nuestro producto, sino con las partes mismas, ya elaboradas, que lo integran. Para poner un ejemplo muy próximo (pues lleva mi propio apellido), un cigarro habano, cuya concepción original proviene de Cuba, se elabora hoy con tabaco recogido en las vegas de Santo Domingo, con fibras cultivadas en los tabacales de San Andrés Tuxtla, Veracruz, y con la capa exterior proveniente de Camerún; las operaciones industriales se realizan en Kingston, Jamaica, y las comerciales se dirigen desde Nueva York. Se trata de un simple cigarro habano.
A la globalización del mercado sigue el carácter internacional del capital. No nos gusta que el capital mexicano se invierta en otro lado, pero, en cambio, estamos ansiosos de que los demás hagan con nosotros lo que criticamos. El capital siempre ha sido apátrido, y hay que admitirlo así. Nos hemos tenido que acostumbrar, a marchas forzadas, al hecho de que el papel comercial no ha de colocarse sólo en las demarcaciones nacionales. La ampliación de nuestras perspectivas entraña que los modelos económicos hagan a los países atractivos lugares de inversión; esto no deben perderlo de vista los preconizadores de modelos nuevos para México.
Por otra parte, la globalización del mercado y del dinero se ve acompañada por la del personal, lo cual resulta aún más complejo porque integrar personas de distintas culturas es más difícil que ensamblar piezas provenientes de los cuatro puntos cardinales. Pero la globalización del personal de las empresas implica otro ángulo a tenerse en cuenta, porque transforma radicalmente las llamadas relaciones obrero-patronales: hoy, los obreros de Detroit no compiten con los capitalistas de la Ford o de la Chrysler, sino con los propios obreros automotrices de Osaka o Kioto; y los competidores directísimos de nuestros operarios textiles del Estado de México son sus homólogos de Corea o Bangladesh. El leninista, “operarios del mundo, uníos”, se ha convertido en una competencia mundial (que no tiene por qué ser destructiva) entre los obreros de los más diversos orígenes.
El empresario bicéfalo
No obstante, este movimiento de dilatación por parte del empresario de cualquier lugar, y también de México, necesita ser complementado paradójicamente con otro de contracción, que exige en el director de empresas una suerte de bicefalia. Si en el terreno del mercado, dinero y personal deben pensarse a lo grande del mundo, en el del producto y servicio se ha de pensar a lo pequeño de su especialidad. En el momento actual no se puede ser especialista de todo, ni siquiera en la fabricación de un motor de explosión. La especialidad consistirá en la elaboración concreta de alguna de sus piezas y quizá sólo en la de un resorte o un alambre.
Esta constricción de especialidades muy determinadas en el producto o servicio es precisamente la que permite la apertura globalizadora. Una pequeña empresa, con un producto muy específico, puede venderle lo mismo a la General Motors que a la Toyota; a la Siemens que a la Westinghouse.
El fenómeno de contracción especialista, hace posible que las empresas medianas y pequeñas puedan abrirse al gran mercado del mundo, como ocurre sin duda en la Mittelstand, la empresa germánica familiar, que prospera a la sombra de los grandes conglomerados. Muchas de ellas, pueden ser proveedoras de un pequeño artilugio automotriz no sólo a la Volkswagen y Mercedes Benz, sino a Ford, Renault, Fiat, Chrysler, Toyota y Nissan. Se trata de localizar un mercado especializado, que ha dado en llamarse nicho, palabra de explicables resonancias necrológicas, porque quien no acierta a definirlo bien, corre el riesgo de ser enterrado en él.
Lo sorprendente para nosotros es que este doble movimiento de diástole y sístole, se dé también en la pequeña empresa italiana, caracteriológicamente más cercana a nosotros. Quizá no debamos imitar sólo sin discernimiento a nuestros vecinos del norte.
Porque ésta es nuestra observación final sobre la globalización de las empresas: globalización no es homogeneización. Hemos descrito un trazo del tipo de empresario que se necesita, asunto que es más importante y más interesante que el del modelo económico que se requiere. Pero el tipo de empresario no es uniforme en el mundo. Sí lo son los problemas con que la empresa, de cualquier latitud, debe enfrentarse; lo son también algunas técnicas administrativas universalmente aceptadas como eficaces. Pero el modo de ser empresario es muy diverso en las diferentes culturas. Hampden-Turner, nos habla del modo de dirigir la empresa en Estados Unidos, Gran Bretaña, Suecia, Francia, Japón y Alemania.
Estos modos derivan sobre todo del variable enfoque ético de las relaciones humanas. El empresario de cada país debe elegir su propio modo, sin acogerse a discutibles imitaciones. No sólo el empresario de cada país, sino cada empresario, porque la empresa no es el producto de un sistema prefabricado, sino que arranca de la persona, florece a partir de su estilo de ser y es fruto de su carácter, consecuencia que brota de su más íntimo talante…
Compaginar racionalismo objetivista y profundidad humana
Hay otro rasgo del director de empresa contemporáneo que debe trazarse hoy con más fuerza. Desde hace diez años, en un movimiento progresivamente acelerado, se le pide al director, más que nunca, lo que desde siempre ha constituido el meollo del quehacer del management. En efecto, la dirección general implica cada vez más la acción de síntesis sobre los elementos que concurren en esa organización de faz complicada y poliédrica que llamamos empresa; implica cada vez más la interrelación de factores disímbolos que gozan cada uno de su propia independencia; la armonía y equilibrio de profesiones y oficios con códigos de leyes técnicas y operativas dotados cada uno de una coherencia interna; coherencia interna que los hace irreductibles a los códigos y lenguajes de otras operaciones con las que, no obstante, deben entrelazarse estrechísimamente: ingeniería de la producción; economía de mercado; jurisprudencia del abogado corporativo; psicología industrial de las relaciones humanas; operaciones del contador; sofisticadas complejidades financieras…
Pero la interdisciplinariedad de la que ahora hablamos reviste una característica nueva, debido al reclamo que reivindican para sí los aspectos culturales del hombre: las cuestiones axiológicas, los profundos planteamientos éticos, que sacuden desde sus cimientos nuestras costumbres operativas, han ascendido a un nivel de relevancia tal que deben por necesidad atenderse con puntería y tino, con acierto.
Al mismo tiempo, los problemas de informática y tecnología se nos han complicado, al punto de requerir un complejo herramental matemático.
Y esto es lo nuevo: ambos aspectos – tecnología y cultura- mantienen ahora su primacía en la empresa con paridad de rango. Si siempre fue necesario su síntesis, hoy no se trata de una necesidad sino de una perentoria exigencia que nos reclama con apremio; fracasaría toda empresa que no cuente con directores capaces de entenderse con los hombres, tanto como manejarse con los números.
Como lo diría ese agudo estudioso del capitalismo, Daniel Bell, se requiere compaginar el racionalismo objetivista que domina la tecnoestructura y la profundidad humana que impera en los ámbitos culturales.
Al mismo tiempo que llamo la atención sobre esta necesidad, señalo, con el mismo vigor, la escasez que tenemos de hombres que posean esta ambivalencia casi monstruosa: todos conocemos a muchos políticos con una obvia habilidad de relacionarse con los demás, pero con muy poca exactitud y precisión en sus juicios; todos conocemos a muchos financieros con una gran destreza numérica pero cerrados psicológicamente a la comprensión de los demás; muchos políticos simpáticos pero ambiguos; y muchos ingenieros rigurosos pero aburridos.
Si la globalización de las empresas requiere de sus gerentes una apertura de espíritu, una amplitud de mirada, esta síntesis de la técnica y la ética exige al mismo tiempo un gran temple y una gran flexibilidad.
Violencia, competencia, amistad
Hay aún una tercera y última línea que desearía recalcar en este somero perfil del management abocado al siglo XXI.
La figura del hombre de empresa destaca hoy por el sentido competitivo de la vida. Se ha hecho un exagerado énfasis en el valor promocional de la competencia. Estoy muy lejos de desmerecer esta característica insustituible en los negocios. Sin la competencia, los procesos mercantiles se paralizarían. Pero nuestro error, digo, o mejor aún, me atrevo a decir, es el de elevar la competencia al lugar privilegiado de las relaciones humanas, convirtiendo así todos nuestros nexos individuales en transacciones mercantiles. No hemos de olvidar que el hombre, dejado a las leyes de mercado, es decir, arrojado a la desabrigada intemperie de la oferta y la demanda, corre el riesgo de perecer. No sobrevienen entonces los más fuertes – como querría Darwin- sino los más violentos. La violencia, bajo el eufemismo de agresividad, se convierte así no sólo en la ley de la calle – del asalto, del secuestro- sino en el régimen de nuestras propias empresas.
No es verdad que gracias al mercado el consumidor adquiere su personalización concreta; no es verdad. Proféticamente, Max Weber anunció el carácter impersonal del mercado. “Cuando el mercado se abandona a su propia legalidad – la oferta y la demanda, decía- no conoce ninguna obligación de fraternidad ni de piedad, ninguna de las relaciones originarias de las que son portadoras las comunidades de carácter personal”.
Lo más serio de la vida es ese mundo de las relaciones personales, que no pueden traducirse en términos de dinero, ni de influencia, ni de poder, términos monótonamente circulares: con el dinero consigo influencia, con la influencia logro poder, con el poder obtengo dinero… Lo más serio de la vida son las relaciones familiares, los nexos de amistad, las vinculaciones del compañerismo, los ideales del voluntariado. Ya dijo Aristóteles que se podía ser feliz sin dinero y sin poder, pero no sin amigos.
¿Por qué hemos descarnado nuestras relaciones de organización hasta proscribir en ellas lo que es más serio de la vida? ¿No es el momento de hacer compatible la vida de los negocios con una existencia verdaderamente humana, en donde nuestros auténticos valores no sólo no se marginen, sino que, al revés, den aliento, vida y estímulo a todos nuestros trabajos profesionales, incluyendo el de los negocios?
Se ha dictaminado seriamente al estudiar la mejoría de la industria del país aún más poderoso del mundo que hay en él un exceso de competencia y un déficit de cooperación.
Existe en el ámbito de los negocios un clima olímpico, de campeonato, en donde la competencia no mide al que es realmente competente sino al que es competidor. Al punto de que muchos empresarios han atrofiado la innata capacidad de todo hombre para lograr metas comunes con los demás; porque sólo saben competir versus otros.
No puede convertirse la vida en una plaza monocolor del mercado. Esto, al menos por una razón que todos admitimos en los momentos lúcidos de nuestra existencia: hay realidades que no se pueden vender, y hay realidades que no tienen precio para ser compradas. Las más valiosas fibras del hombre no son susceptibles de compraventa. Sólo el necio – decía con fuerza el poeta castellano- confunde valor con precio.
Pero el injertar el sentido de cooperación dentro de un ámbito monopólico de competencia – porque en esa situación paradójica nos encontramos; el inherir la cooperación en las relaciones de competitividad- lleva consigo un cambio en la estructura de valores; una revisión sobre el concepto de la dignidad humana – que impide la comparación, el más y el menos, entre los individuos- ; una vigorización del alcance de nuestras metas, excesivamente individuales, y por ello excesivamente cortas; un incremento de la capacidad de acción asociada en equipo; implica, en resumen, una honda reconversión antropológica, una erupción desde las entrañas de nuestra esencia humana.
Ella nos pondría en relieve los peligros de una competencia polarizada, o mejor, nos haría ver su peligro fundamental señalado por C.S. Lewis: “lo que queremos dejar claramente señalado es que el orgullo es esencialmente competencia”. Cierto que no afirma que la competencia es esencialmente orgullo, no querría yo decirlo, pero si recordar que, de cualquier manera, el orgullo es un problema que se encuentra en el centro de nuestra vida moral. El carácter del orgullo está asociado a Hitler, Stalin, Hussein, Castro; esto es, lo más opuesto a lo que una economía de mercado quiere conseguir.
Como lo dice Benjamín Coriat, refiriéndose a las empresas del otro lado del Pacífico, debemos conseguir un equilibrio en las dosis de competencia y cooperación.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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