Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

Tanto poder cuanto se lo permitamos

Hace más de veinte años, en el prólogo de su libro El poder de informar, Jean Louis Servan-Schreiber escribió: «Hoy día, el poder de los gobiernos parece que se resquebraja ante la complejidad de la máquina social; el de los partidos políticos se ve a menudo puesto en jaque por los electores; el de los sindicatos aparece regularmente desbordado por la masa, y el de la Universidad no se ha rehecho desde 1968. El único que sigue un crecimiento constante, gracias a los desarrollos técnicos, pero sobre todo porque es un punto obligado de paso para los otros, es el poder de informar».
Si hace dos décadas Servan-Schreiber veía en la evolución técnica de la información y en el carácter mediatizador de la comunicación social los motivos por los que el poder de los informadores se mantenía a la alza, hoy en día ambas cuestiones tienen aun mayor validez. Los satélites de difusión directa, la telefonía celular, la popularización de las computadoras personales, del Internet, del fax, y demás parafernalia electrónica, demuestran claramente que la técnica ha facilitado mucho más la interacción humana, haciendo más poderosos a aquellos de quienes dependen estos enlaces. La concentración de importantes empresas de comunicación en gigantescos consorcios multimedia, ha despertado en muchos ciudadanos el temor a una manipulación de sus vidas. Un cumplimiento a las profecías descritas en las obras de Orwell (1984), o de Huxley (Un mundo feliz) e, incluso de Bradbury (Farenheit 451), en las que la omnipotencia del tirano logra de tal manera la alienación absoluta de la conciencia humana al grado de que los habitantes del país y los dirigentes mismos prefieren la situación otorgada a las libertades perdidas. Pero, ¿es realmente posible este peligro?
Negar la influencia de medios tan penetrantes como el cine o la televisión en el mundo actual, es cegarse ante la evidencia. Muchas de nuestras conductas van a remolque de las que, más consciente que inconscientemente, nos ofrecen los programas o los anuncios en la pantalla televisiva. Donde más claramente se advierte este mimetismo es en los niños. Cierto que esta influencia puede ser positiva o negativa, y que si bien contados existen excelentes programas de televisión. La proliferación de movimientos de telespectadores en todo el mundo en favor de una reglamentación de los contenidos especialmente los de violencia y sexo en los medios, demuestra que existe una mayor conciencia del poder pervertidor de la televisión. El hombre se protege sólo de aquello que puede dañarlo, aunque sean sólo unas imágenes aparentemente inocentes. Las próximas guerras, decía Marshall McLuhan en el más famoso de sus libros, consistirán en la creación y destrucción de imágenes.
¿Los receptores somos víctimas?
Volvamos a la pregunta anterior: ¿es realmente posible que los medios de comunicación tomen un control total sobre nuestras vidas? De tiempo atrás, los comunicólogos han rechazado la validez de una manipulación al estilo orwelliano. Sostenida sobre todo a principios de siglo, esta posición, llamada teoría de la bala, implicaría que cualquier mensaje «cargado» en los medios y «disparado», necesariamente surtiría efecto en la mente de las «víctimas». La posición del receptor de la comunicación sería la de un hombre o una mujer psicológicamente «desnudo», o indefenso, ante el cual los mensajes se grabarían en su mente como «cera blanda».
Contra esta postura, mecanicista y denigratoria de la capacidad intelectiva y volitiva del ser humano, los expertos han demostrado que las principales influencias en el comportamiento provienen de los grupos primarios y del ambiente educativo que inciden en la persona, y no tanto de los medios de comunicación social, cuya misión sería fundamentalmente la de reforzar actitudes, creencias y opiniones ya existentes. A este conjunto de planteamientos, se añaden posturas que como la teoría de los usos y gratificaciones rechaza el poder omnímodo de los medios afirmando que los seres humanos acuden inteligente y voluntariamente a ellos buscando lo que les interesa y complace. Son los receptores los que manipulan a los medios y no al contrario.
Esta teoría está conectada a nivel de opinión pública con la denominada establecimiento de agenda, que niega la posibilidad de que sean los medios quienes digan a la gente lo que debe pensar, sino más bien, en qué debe pensar. Claro que para cada una de estas teorías existen ejemplos que demuestran que su validez es relativa. Periódicamente nos encontramos con notas rojas en las que el o los criminales confiesan haberse inspirado en alguna película o programa de televisión.
Los mismos empresarios de la comunicación se contradicen. Cuando se enfrentan con los grupos de presión o con los académicos que aseguran que los programas influyen en las conductas de los receptores, niegan tal poder en los medios. Pero cuando se trata de convencer a un anunciante de que invierta su dinero en el patrocinio de algún programa, o en la inserción de una campaña de publicidad, la influencia de los medios es grandemente elogiada.

Tan lejos como lo permitamos

Concedamos, para efectos metodológicos, que los medios por sí mismos no ejercen en general ningún poder significativo sobre la conducta humana. Pero hay una condición. No lo ejercen si no permitimos que lo hagan. Si acudimos a su exposición con una postura inteligente y crítica. El poder de los medios en nuestras vidas llegará tan lejos como nosotros se lo permitamos. Tendrán gran poder ante un receptor acrítico como el que hay millones en el mundo. Ésos que se exponen ante la televisión como exiliados voluntarios en territorio fantástico, donde la identidad propia o colectiva, la propia realidad familiar, personal, económica o moral, abdica de sus responsabilidades a cambio de prestar su mente, su conciencia, para que como en un anaquel, le coloquen allí las ideas que condicionarán sus comportamientos hacia conductas consumistas, apáticas, frívolas.
Es la educación en el uso de los medios, lo único que impedirá que estos ejerzan un poder relevante sobre nuestras vidas. Sólo de ese modo seremos capaces de discriminar aquellos programas que poco o nada tienen que aportar. De la misma manera que hemos aprendido a desechar automáticamente secciones del periódico que no nos interesan, o a tirar a la basura sin siquiera abrirlos los sobres de propaganda comercial que nos llegan por el correo, de esa misma manera debemos tratar el material audiovisual que no nos gusta y nos llega por la televisión.
La educación para el consumo de los medios debe llevar a un mejor equilibrio en el tiempo que dedicamos a cada uno de ellos. La mediocridad de las emisiones que exhibe nuestra televisión comercial, debe empujarnos al menos a descubrir las riquezas que ofrece la de carácter cultural, o los libros, tan olvidados en nuestra cultura visual. Decía Groucho Marx que para él la televisión era un medio sumamente educativo, «cada vez que alguien en mi casa la enciende, me meto a otro cuarto y me pongo a leer un libro».
Como señala Juan José García Noblejas, se perfila hoy en día una tendencia social divergente en torno a los medios. De una parte, una «cultura de escribas», más intelectual, con lectores asiduos de prensa, en niveles sociales altos, y en ámbitos de toma de decisiones relevantes, con mentalidad de usuarios de informaciones y, de otra, una cultura de electrónicos, más emotiva y vitalista, en niveles sociales bajos, con mentalidad de consumidores de información. Sólo sobre estos últimos los medios ejercerán un considerable poder en la conducción de sus vidas.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter