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El derecho a envejecer

Es un rasgo común a casi todas las culturas conocidas el respeto e incluso veneración por los ancianos. También en nuestra cultura occidental se les reconoce una dignidad específica, que da lugar a determinadas diferencias.
La organización de la sociedad según las edades es universal, y sobre este tipo de organización suele basarse la autoridad política. Son determinados adultos los detentadores del poder y los depositarios del saber, de las tradiciones y de los secretos sagrados.
La cuestión que hay que examinar aquí es por qué se suele atribuir al anciano una dignidad tan alta y, en no pocos casos, la dignidad suprema. Para tal examen hace falta poner en claro qué quiere decir y qué sea la dignidad, por una parte, y qué tiene que ver eso con el tiempo, con la acumulación de tiempo, por otra.
En las últimas décadas se han dado circunstancias que hacen sumamente pertinente un estudio de este tipo. Una de ellas ha sido la generalizada valoración de la juventud, que llegó a una especie de paidolatría durante la década de los sesenta, de la cual la autoconciencia occidental tomó buena nota. Otra ha sido el gran desarrollo de las investigaciones gerontológicas, también desde esa década, pero sobre todo en los últimos años.
La apelación al poder adquisitivo de la juventud en tanto mercado durante los 60, o al de la tercera edad en la de los 80, no constituye la aclaración que se busca. Más bien se trata asimismo de hechos que requieren también su propio análisis: desde un cierto punto de vista, si alguien tiene más riqueza puede suceder que por eso viva más tiempo, y que por eso se le atribuya más dignidad. Pero también podría suceder que, al vivir más tiempo, adquiriera más dignidad y que, precisamente por eso, acumulara, más riqueza. Este punto de vista es el que se adoptará para el presente análisis.
HOMBRE EN GRADO SUPERLATIVO

El anciano tiene la cualidad de hombre en grado superlativo porque de algún modo él ya ha alcanzado “lo que falta, el fin y la totalidad”, esas tres dimensiones de la existencia humana que Heidegger diferencia tan ajustadamente, y que estructuran el propio ser del hombre en tanto que temporal.
“El alumno poco aventajado en la escuela es reconocido normalmente porque tiene la costumbre de adelantarse con el papel, anunciando que ya ha terminado, a los diez minutos escasos después de que se le ha puesto la tarea (…). Así hacen todos los mediocres en la vida, corren en seguida a anunciar que ya han terminado, y cuanto más alta es la tarea, más rápidamente terminan”. Esta observación de Kierkegaard la tuvo muy en cuenta Heidegger durante los años 20, hasta la aparición de la primera edición de El ser y el tiempo, en 1927, y también durante los años posteriores.
En ninguna cultura, ni tampoco en la nuestra, es asimilable el anciano al alumno poco aventajado de Kierkegaard. En ese caso no se le atribuiría tanta dignidad. El anciano al que se le atribuye mayor dignidad es aquél al que, en cierto modo, ya no “le falta” alguna de las dimensiones del “ser hombre”; es el que abarca su vida y en algún sentido dispone de ella como de una “totalidad”, y, sin embargo, todavía no la ha terminado, aunque haya alcanzado su plenitud como hombre, aunque haya logrado su “fin”.
Lo que se llama proyecto de la existencia, en el contexto de la fenomenología existencial, corresponde más bien a lo que hace el joven, o quizá a lo que hace el hombre maduro. Es dudoso que se pueda aplicar al niño o al anciano.
Lo que se proyecta es algo que puede ser hecho y que depende en alguna medida de decisiones propias. Lo que se proyecta es una tarea, más bien que la vida, y precisamente en virtud de esa diferencia entre la vida y la tarea proyectada puede hablarse de una vida cuajada, trunca en pleno comienzo, desperdiciada, etcétera. Es esa diferencia justamente lo que permite hablar de “alumnos poco aventajados” en la tarea de la existencia, según el ejemplo de Kierkegaard, o de “un hombre en grado superlativo”, según el modo de decir “anciano” en la lengua de la tribu australiana de los kowarega.
Pero esa diferencia no es ajena o previa a la biología, a la antropología cultural, o a la experiencia humana común, tal como puede encontrarse reflejada en la literatura. La conmensuración estricta entre la tarea y la vida es lo que se suele predicar de aquéllos a quienes consideramos grandes hombres, o también héroes.
No obstante, parece que ése no es el caso para la mayoría de los hombres. Para la mayoría, es igualmente familiar el florecer y el agostarse, el fructificar y el sentir el vacío de la propia vida, y es en los momentos de este último tipo cuando surge con una fuerza peculiar la nostalgia de la juventud. Entonces es cuando se percibe con más nitidez la diferencia entre tarea y vida, entre impulso creador y conciencia de la propia duración, entre proyecto de crear mundo humano y conciencia de mero transcurrir.
MEMORIA DE LO VIVIDO

El anciano puede tener la convicción de que ha cumplido ya con la vida, y quienes le rodean también. No proyecta ninguna tarea nueva para una nueva vida que tuviese que empezar: sabe que no tiene fuerzas para empezarla y tampoco la proyecta. Sabe que lo suyo es contar historias y dar consejos, que su voz es la voz de la experiencia, es decir, de la memoria de lo vivido.
Si además de eso emprende tareas nuevas en los ratos de ocio, o empieza a aprender algo que requiere una cierta inversión de tiempo, se dice que tiene espíritu juvenil. Espíritu juvenil es entonces una expresión que designa las actitudes psíquicas propias de un organismo con una elevada capacidad de generación y regeneración orgánica, y, también, con una elevada capacidad de aprendizaje. Designa el modo de temporalizar la existencia que conocemos con el nombre de juventud, y que es un período de tiempo cualitativamente distinto de los otros. Porque está aprendiendo, el joven no comprende ni sabe muchas cosas, y las aprende del que sí las sabe; porque tiene fuerza y quiere llegar pronto, el joven es impulsivo e impaciente, y frecuentemente ingenuo e inmoderado. Todas esas cualidades pueden ser consideradas positivamente desde un punto de vista y negativamente desde otro, y entonces se suele hablar de las virtudes y de los defectos propios de la juventud.
En su sentido moral, las virtudes son propias y exclusivas de la subjetividad espiritual, pero aquí se trata de una subjetividad espiritual que va tallando su propio rostro, apenas esbozado con un aire a su madre o a su abuelo, desde una libertad que estrena y con un ritmo que viene dado por su edad, es decir, determinado en un cierto sentido por la naturaleza.
Cuando la juventud y la madurez han transcurrido, el espíritu ha tallado ya su propio rostro moral, a través del tiempo, del organismo. El anciano es sabio, experimentado, prudente y moderado. Se ha equivocado muchas veces.
Comprende muchas cosas, pero su capacidad de aprendizaje, de generación y regeneración orgánica, es muy escasa. Por eso empieza a encontrar cada vez más cosas que no comprende. Porque comprender, aunque sea un acontecimiento netamente espiritual, es también netamente psicológico y, por tanto, dependiente de los procesos temporales del organismo. Lo que se comprende suelen ser los significados universales y abstractos, pero se comprenden a través de los procesos de maduración sensorial, motora, etcétera, del organismo.
El anciano sabe que hay cosas que él ya no puede comprender, o que no le pueden gustar, porque ya está acostumbrado a otras y es consciente de que ya no puede cambiar. También el joven sabe que hay cosas que el anciano ya no puede comprender.
El espíritu, cuya cualidad moral puede ser sumamente excelsa en un anciano, y ha llegado a serlo gracias a y mediante los procesos psíquicos, puede llegar un momento en que encuentre cerrados los cauces de expresión precisamente por la esclerosis somática y psíquica. La plasticidad psicosomática tan propia de las primeras edades de la vida, tan propia de la libertad, queda anulada. No es que el espíritu haya desaparecido. Es que los mecanismos psicosomáticos han perdido aquella flexibilidad y tienen una rigidez mecánica, más propia de lo mineral, de lo inorgánico, que de lo vivo y lo libre.
Los ancianos son los sujetos de esos cambios por los que los principios y convicciones se transforman frecuentemente en manías; pueden ser tan inmoderados, intemperantes y obstinados como los niños, como si no tuvieran sentido de la responsabilidad, como si ya no fueran libres; como si estuvieran atrapados en procesos psíquicos que se autonomizan del conjunto unitario de la psique; como si no recordaran lo que han sido y lo que son, lo que saben; como si su memoria hubiera sido sembrada de agujeros negros.
El espíritu ha adquirido sus cualidades morales e intelectuales en los procesos temporales, pero ya no dispone de sí mismo en esos procesos, y ya no proyecta su existencia en ningún sentido; ya no temporaliza. Puede pensarse que dispone de sí mismo en la supra-temporalidad propia del espíritu. Y sin duda puede pensarse que dispondrá plenamente de su existencia en la vida eterna. Pero eso no es lo que perciben las personas que conviven con el anciano y le cuidan.
MÉRITO, VALOR, SENECTUD

Por supuesto, los avances de la medicina, de la psicología y de la asistencia social pueden conseguir que la calidad de vida en la ancianidad sea mayor, pero no pueden conseguir que la capacidad de generación, regeneración y aprendizaje del organismo vuelva a ser la misma que cuando tenía pocos años. En ese caso, el anciano dejaría de ser anciano, pero eso acarrearía también un problema grave de identidad: no sabría bien lo que es, quién es, si ha cumplido o no con la vida, cuánto le falta, qué podría significar para él acercarse a su plenitud final, a su fin y a su terminación. Probablemente, en semejante hipótesis, tampoco se podría atribuir al anciano una dignidad específicamente suya.
La cuestión todavía pendiente es por qué se le atribuye dignidad a eso. Un recién nacido tiene una dignidad y merece respeto, una mujer transportando en brazos a un niño también, e igualmente un enfermo o un anciano. Todos tienen y merecen la dignidad y el respeto que corresponde a una persona humana, pero además, cada uno tiene y merece una dignidad específicamente propia de su edad, de su situación, de sus circunstancias.
Ahora se trata de ver cuál es la dignidad específicamente propia del anciano, para lo cual es preciso poner en claro lo que significa dignidad.
En el lenguaje ordinario, la palabra dignidad está vinculada en su campo significativo con las palabras valor y mérito. Algo o alguien tiene más dignidad cuanto más vale y más merece, o, más bien a la inversa, vale y merece tanto más cuanto mayor dignidad posee. La palabra mérito tiene además la connotación de deuda: lo que alguien merece es también algo que le es debido, y lo que le es debido es algo en cierto modo ya suyo, que le es propio.
La palabra española senectud deriva del nombre latino senex senis, de cuyo comparativo senior-oris deriva a su vez nuestro sustantivo señor, usado para designar a los viejos más respetables, que se convierte en sinónimo de dominus (dueño, poseedor) al comienzo de la edad media. De ahí deriva la palabra señorío, y las palabras senador, senado y senil.
Nuestra palabra anciano deriva del adverbio anzi, que proviene del latín ante. Significa anterior, de antes.
El término viejo se forma a partir del latín vulgar vetulus, y del latín clásico vetus-veteris. Estos términos dan lugar a nuestros vocablos vetusto, veterano y también a veterinario, derivado de veterinae, que significa “bestia de carga” en el sentido de “animales viejos, impropios para montar”. Parece que en torno a la raíz de senex senis se han concentrado más palabras que connotan la dignidad, y en torno a la de vetus-eris menos. Quizá el campo semántico de la palabra viejo contiene también más expresiones que designan la degradación y el deterioro producido por el paso del tiempo.
En un sentido, pues, produce degradación y deterioro, desgaste, destrucción. En otro, produce todo lo contrario, y confiere nobleza, dignidad.
Lo que menos valor tiene y lo que menos merece es, desde luego, la nada: es lo menos digno, la ausencia de dignidad. Hay valor y mérito donde hay algo. Algo significa otra cosa distinta de la nada y distinta del caos. Del caos surge algo cuando empieza a haber un mínimo de orden, y un mínimo de orden se genera a partir de dos puntos que constituyen una recta. Eso es ya una figura, una forma. Dos puntos unidos por una misma línea espacial o temporal constituyen un eje.
DIGNIDAD QUE CONTIENE TODOS LOS TIEMPOS

Una persona es un eje con dos polos. Persona significa etimológicamente cara, máscara, y jurídica y filosóficamente significa ser dueño de los propios actos y de las propias palabras, ser dueño de la propia expresión, de la manifestación de sí mismo.
Los dos polos de la persona son, pues, su ser y su manifestación. La relación entre los dos es tal que la persona puede dar y darse o no. Ese dominio tan originario sobre la expresión y manifestación del propio ser se llama también libertad. En sí mismo no lo conocemos, sino solamente su expresión. Por eso en sí mismo es incognoscible; es un misterio. Lo consideramos lo máximamente valioso y lo máximamente digno porque es capaz de producir, de causar, de construir formas, ejes, realidades, vida, a partir del caos o incluso a partir de nada.
Ese misterio lo percibimos en el niño, en la mujer que transporta a su hijo, en el enfermo, en el anciano. Por eso le atribuimos a todos la dignidad de “persona humana”.
Pero además de eso el anciano es un eje con dos polos en otro sentido. Ha descrito el arco completo de los diferentes tiempos de la vida humana, y esos tiempos están articulados en una unidad que es lo que ha sido su vida.
Desde el punto de vista existencial y moral, y desde el punto de vista biográfico y cultural, su vida puede haber sido más o menos fecunda y más o menos unitaria; más o menos triunfal o fracasada. Pero desde todos esos puntos de vista los hombres no podemos juzgar la vida de los demás de un modo definitivo y con suficientes garantías de verdad y justicia, y por eso mucho menos podemos sentenciarla.
En cambio, desde el punto de vista biológico sí que se puede juzgar. Se puede decir que la vida de un anciano ha recorrido el trayecto completo de la vida humana, y que muestra la longitud de su eje. El anciano ha corrido la carrera y ha llegado a la meta. Cómo es la vida humana y dónde están los recodos del camino es algo que él sabe. Su valor, su dignidad y su mérito estriba en que él ha hecho ese viaje, ha recorrido y construido esa vida, y sabe por experiencia cómo es eso. La dignidad de la senectud, su valor y su mérito, es que contiene en sí los diferentes tiempos del hombre. Los contiene como pasado y como recuerdo.
Lo propio de los ancianos es contar historias a los niños y dar consejos a los jóvenes, y lo que merecen, lo que se les debe, es escucha atenta. Ellos hacen con la vida humana, pero no en abstracto, sino en concreto, algo que ni los niños ni los jóvenes pueden hacer, algo que nadie más que ellos pueden hacer, que es contarla y pensarla desde el final.
Por eso también se les debe y merecen la atención adecuada para que estén en las mejores condiciones posibles para pensarla y contarla. La atención adecuada para que sean dueños de su propia expresión, de sus palabras y de sus actos, precisamente cuando los mecanismos psicosomáticos mediante los que eso se logra han empezado a autonomizarse y a obstaculizar la expresión de la realidad personal unitaria.
Si cabe entender la eternidad según la definición de Boecio como la posesión total y simultánea de una vida interminable, cabe también pensar que para el hombre la vida eterna sea la posesión total y simultánea de los tiempos cualitativamente distintos en que consistió su despliegue temporal, la posesión total y simultánea de sus diferentes edades. Y sin duda, eso ha de estar relacionado con la felicidad eterna (Extracto de Los otros humanismos. EUNSA. Pamplona. 1994, 211 págs.).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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