El autor se encuentra sinceramente confundido. ¿Cómo describir los sentimientos cuando en éstos se hallan entremezclados tan diversos matices? Puede percibirse cierto alivio, pero también hay desconcierto, no se puede negar un tanto de preocupación, así como algo parecido a la decepción y, por qué no, ese tipo de molestia que se siente cuando uno se encuentra ante un hecho que parece injusto.
Inexplicablemente y mientras más ahondaba en el tema, los sentimientos se intensificaron, a pesar de que pudieran juzgarse tan contradictorios. Vino en efecto cierto alivio, como el que se respira una vez superada alguna situación apremiante. Pero también hubo desconcierto por la forma sorpresiva como todo salía a la luz; de ahí se derivó la preocupación, pues si se presentaba un nuevo estado de cosas, éste venía de condiciones poco claras, tal vez fortuitas, posiblemente inestables y con amplias probabilidades de desembocar en otra situación aún más apremiante. El asunto de la decepción era más complicado, recordaba a un niño que habiendo descubierto el truco de un mago no siente ningún orgullo, sino una profunda pena por el prestidigitador que, sin darse cuenta de que ha sido desenmascarado, insiste en su actitud ahora ridícula de mostrarse como el poseedor de un gran misterio. Y, finalmente, la famosa molestia que, válgase la redundancia, desde entonces no deja en paz a quien esto escribe; tal parece como si en mis propias narices hubiera ocurrido un robo, un asalto a plena luz y en plaza pública, y un servidor, como testigo imposiblitado de hacer nada.
UN ROBO INSÓLITO
La cosa es muy simple: las malas palabras, las palabrotas, ya no surten el mismo efecto, en realidad, ya casi no surten ningún efecto, les han robado todo su valor.
¿Cómo ocurrió? Quién puede saberlo.
Y no es que el autor sea aficionado a utilizarlas, aunque halla tenido motivos bastante justificados para querer hacerlo, sobre todo encontrándose en las siempre conflictivas calles y avenidas de la Ciudad de México. Podría decirse, más bien, que el interés surge por lo insólito mismo del caso.
Antiguamente, los vocablos altisonantes eran como conjuros malignos que muy extrañamente se escuchaban. Cuando alguien soltaba una de ésas, una muy gorda, se detenía toda la actividad de quienes estaban alrededor, el ambiente se enrarecía, se tornaba tan denso que – según expresión de novela antigua podría cortarse con un cuchillo. Durante unos segundos el silencio casi ensordecía a los atónitos escuchas que sólo salían de su estupor cuando una dama muy respetable anunciaba con un suspiro que había caído desmayada. La escena naturalmente se desarrollaba lejos de cualquier casa decente, muy posiblemente en un puerto, en el que algún cargador hubiese olvidado enfrente de quiénes estaba. Así eran las cosas entonces, pero hoy sería difícil saber si hemos salido ganando o perdiendo con el cambio.
Igualmente en las novelas hasta hace relativamente poco tiempo, cuando se quería señalar que un personaje era verdaderamente vulgar, quizás hasta un delincuente, se mencionaba que hablaba con injurias y maldiciones, y con esto el lector sabía de qué clase de tipo se trataba.
Y si hace algunos pocos años las cantinas sólo abrían sus puertas a los hombres, era para que los clientes pudieran decir palabrotas con toda libertad.
En el cine y el teatro se insinuaba que la gente era mal hablada pero era muy poco realmente lo que se dejaba escuchar.
DOS HISTÓRIAS TRÁGICAS
Hoy en verdad que las cosas son muy distintas; a tal grado que en el teatro el público ríe, aplaude y se emociona cuando son pronunciadas groserías. Se considera que una buena novela, para retratar “la realidad”, debe incluir toda clase de improperios.
Se escuchan ahora en todas partes, por hombres, mujeres y niños, y ya no espantan a nadie.
Pobres en verdad: las malas palabras, de tanto escucharlas ya nadie les hace caso. Si hubiera que ilustrar lo que ha ocurrido con ellas lo mejor sería remitirse a aquella historia de Oscar Wilde con el desgraciado fantasma de Canterville. La primera ocasión que tuve contacto con la trama me sentí profundamente indignado y rehusé concluir la lectura. Tal vez sea lo mismo que ocurre el día de hoy.
¿Cómo describirlo? Contemos otra historia: Había una vez dos ogros horribles, espantosos, que producían terror con tan sólo pensar en ellos. Seres nocturnos, hijos de la tormenta, del trueno y el relámpago. Doña Contumelia y don Denuesto asolaron por años las regiones que habitaron; el temor era su paje y los acompañaba a donde quiera que marcharan.
Pero ocurrió en cierta ocasión, que salieron a dar un paseo durante lo más negro de la noche, recorrían las calles desiertas cuando de pronto brilló la luz. Nada sabían los monstruos de eclipses y fueron sorprendidos por el día. En plena claridad la gente los observó: su talla no era en realidad muy alta, su aspecto más que deforme era sucio y descuidado.
Su reputación se fue cayendo en la precipitada huída. Quienes los vieron comenzaron a reír y a comentar lo ocurrido. Doña Contumelia y don Denuesto pasaron a estar en boca de todos, y así ha sido hasta nuestros días.
Ya no hay brujas o fantasmas o monstruos temidos, mucho menos respetados, éstos eran los últimos, ¿qué será ahora de nuestro mundo?
PRESENTACIÓN EN SOCIEDAD
Y lo peor del caso es que a pesar de ser inefectivas, siguen sonando mal; las malas palabras se han presentado en sociedad pero no dejarán de ser ordinarias; ahora, desgraciadamente, demasiado ordinarias, como que se les escucha en todas partes.
Tal vez si la gente dejara de repetirlas a todas horas pudieran recuperar algo de su mala fama, algo de su reputación. Otorguémosles esta concesión, pactemos una tregua; que por un tiempo no se pronuncien teniendo presente que mientras más largo sea el período, más efecto puede conseguirse y posiblemente todavía logremos salvarlas. De no ser así, sería el único caso de una especie que, por exceso, estuviera en peligro de extinción.
Existe la posibilidad de que todo sea efecto de la contaminación, sobre todo de la producida por la famosa tolerancia.
Cuando estudiaba secundaria la maestra de mecanografía, la siempre intachable doña Chole, permitió a uno de sus alumnos, a un veracruzano, el uso de un vocabulario más amplio que a los demás con el pretexto de que para los habitantes del bello estado costero aquellos vocablos no eran desmesurados sino la manera habitual de expresarse. El resto de los alumnos veía con enconada envidia al jarocho, quien se lucía con lo más florido de su lenguaje. ¿Qué haría el día de hoy doña Chole?
Podríamos componer el viejo refrán: A fuerza de tolerancia, ni los calcetines. Si continuamos a este paso, no habrá siquiera diferencia entre luchadores rudos y técnicos.