La persona nace y muere sola. Y, sin embargo, todo en ella apunta a la compañía. El ser de la persona está vocada a «ser-con» o a no llegar a ser el auténtico ser humano que todos llevamos dentro. Acaso por esto mismo, sea tan lacerante la soledad del hombre. Porque todas y cada una de las personas necesitamos de los demás, de ese bien escaso y mal repartido que llamamos amistad.
Se ha repetido hasta la saciedad, la vieja afirmación aristotélica de que el hombre es, por naturaleza, un animal social. Pero hay muchos que todavía no parecen haberse enterado. En efecto, para ser quienes somos, qué duda cabe, necesitamos de los demás; como también los demás necesitan de nosotros. Y esa necesidad, que es natural, puede distorsionarse en su despliegue social y cultural.
Vacío y desnaturalización de la soledad
La necesidad objetiva de participación social de compañía ¾ese llamado a comunicarse y compartir con los otros nuestras alegrías y tristezas, nuestros éxitos y fracasos, la entera persona que uno es, siendo natural como es¾ puede llegar a desnaturalizarse.
Esto es lo que sucede cuando los otros devienen en meros peldaños sobre los que encaramarse para estar más altos en el ranking social y colectivo (popularidad, éxito, poder, dinero), o cuando quedan reducidos a meros y lejanos espectadores, cuya primordial y única función parece agotarse en el aplauso, en el aplauso del pequeño o grande éxito que se trasluce en nuestro comportamiento y que no sería tal sin la comparecencia o copresencia de esos espectadores.
Situaciones como éstas son compatibles con la soledad, porque se obstaculiza o frustra el encuentro con los otros, transformando esa circunstancia en un mero espectáculo, tan útil para la distracción como inútil para el compromiso interpersonal.
Son estas situaciones en las que se busca la interesada y fingida compañía; situaciones al fin en las que está patente esa carencia voluntaria, aunque simulada, de los otros. Tal vez por eso, resulten cansinas, aburridas y hasta insoportables para todos, porque nos hacen experimentar esa extraña ausencia, a pesar de la comparecencia de la multitud. No resulta extraño que el hastío, el cansancio y una sensación de impostura acaben por invadir ¾ por absurdo que parezca¾ la intimidad de los protagonistas.
Soledad neurótica y culto a la personalidad
No deja de ser curioso que en un tiempo como el nuestro ¾en que tanto afán hay de protagonismo personal¾ haya simultáneamente tantas experiencias de soledad, a pesar de la profusión y multiplicidad de tantos colectivismos. Y es que, como escribió Ortega, en este tiempo nuestro «no hay protagonistas, sino coro».
No, hoy no hay tal protagonismo, sino más bien coros de personas que desean ser protagonistas, protagonismo colectivo, máscaras solitarias que giran enloquecidas en el carnaval colectivista, sin apenas encontrar la meta que sospecharon les podría satisfacer.
Por otra parte, el coro de personas insolidarias no puede ser protagonista. Pues, si las personas que componen un coro no son solidarias, no están bien acompasadas, no trenzarán armónicamente unas y otras voces, y la sinfonía no se producirá. Sólo se oirá, entonces, un ruido desacompasado y confuso, tanto más intenso cuanto mayor sea el número de personas que componen el coro. Mientras tanto, los buscadores del éxito se encontrarán cada vez más solos.
Esto es lo que sucede con el actual culto a la personalidad. Al haber tantos coros de protagonistas ¾protagonistas solitarios e insolidarios¾ , las voces no logran aunarse y sólo percibimos un griterío, tanto más confuso cuanto más clamoroso, que no sólo no aglutina a los espectadores sino que los aísla y dispersa todavía más, mientras tratan de huir de él.
El hombre contemporáneo ha colectivizado tanto su persona, que ya sólo se desvive por esa forma de sociabilidad organizada a la que la popularidad conformista rinde culto: el culto a la personalidad.
Pero más allá y más acá del culto a la personalidad, la soledad persiste. No se olvide que por muy grande que sea el culto a la personalidad, mayor es aún la privación del contacto personal a que suele estar sometida la persona con popularidad.
A mayor popularidad, menor contacto personal y, por consiguiente, mayor soledad. Cuanto mejor y más eficaz sea la imagen que de sí mismo se dé, menor será el reconocimiento que se hace, en su unicidad e interioridad, del hombre como persona.
Resulta muy difícil escapar ¾sin fisuras para la persona¾ del culto a la personalidad. La popularidad, el éxito, el poder, la buena imagen personal también tienen su precio. El de la soledad ¾ la necesidad de escapar del público, ocultarse, viajar de incógnito¾ es parte de ese precio que hay que pagar.
El camuflaje en las imágenes personales que se van adoptando en función de lo que es socialmente deseable en cada momento, hace luego muy difícil reconocerse a sí mismo y asumir la identidad personal. La excesiva familiaridad con tantas imágenes, roles y representaciones ¾que, por otra parte, exigen e imponen al hombre su distanciamiento de los otros hombres¾ dificulta, en ocasiones, el hecho de poder llamar «tú» a cualquier hombre.
Sísifo, soledad y narcisismo
Sin interioridad es imposible que haya encuentro personal, pues el encuentro con un «tú» presupone la preexistencia de un «yo», de manera que pueda darse el encuentro con el otro. Si no hay tiempo ni espacio para el encuentro con el «tú» (por el distanciamiento que impone el éxito) y si, además, el «yo» está borroso (por las numerosas máscaras y roles que se han tenido que representar, para reflejar la imagen que en cada caso las circunstancias le exigían), habrá que concluir que en tales circunstancias, por el momento, no es posible la experiencia del encuentro y la fundación del «nosotros».
El culto a la personalidad funda y reasegura la permanencia en la soledad, de una soledad que cultiva además el escepticismo, por cuanto que forzosamente ha de adaptarse a las normas de validación social impuestas por cada circunstancia particular.
La continua automanipulación y la errónea vivencia de autonomía y de omnipotencia, suscitadas por los incesantes cambios de imagen ¾por la traición que se hace continuamente a la propia intimidad¾ , hace que el personaje cultivador de la personalidad no se atreva a enfrentarse a la soledad, sino que o aplaza el enfrentamiento o lo rehusa, fugándose siempre hacia adelante, con el vehemente e interesado cultivo de la sociabilidad.
El mito de Sísifo es una buena imagen para representar lo que acontece en la intimidad del hombre que, yendo tras el culto de la personalidad, comienza cada día, solitariamente, el penoso trabajo de buscar una nueva imagen, una nueva forma para autoconstruirse y conquistar el demandado éxito social.
En el fondo, lo que acaso suceda es que el hombre fascinado y seducido por la imagen ¾ únicamente por la mejor imagen social de sí mismo, se entiende, pueda dar poco importa que sea o no verdadera¾ , ha tomado en serio a su propio yo. De ahí que el culto a la personalidad ¾ a la insolidaridad, como triste holocausto exigido por el éxito¾ tenga mucho que ver con el narcisismo y la soledad.
Del activismo al aburrimiento: ¿una forma de escapar a la soledad?
Algunas personas se arrojan en los brazos de un activismo sin fin; otras, por el contrario, apenas si encuentran alguna actividad que les merezca la pena. Ambas situaciones ¾activismo y aburrimiento¾ son malas compañeras de viaje del hombre en la travesía que es su vida.
Los primeros se debaten de aquí para allá, se entregan a las mil y una gestiones que ¾dicen¾ es preciso hacer, o andan siempre comprometidos en el análisis y solución de los problemas políticos, sociales, científicos, estéticos o incluso religiosos. Para los segundos, en cambio, nada de eso resulta significativo y todo les es indiferente. Simplemente, sus propias vidas se han vuelto para ellos ininteresantes. Por eso apenas si se deciden a actuar, optando por el asentamiento casi definitivo en la pereza enfermiza.
Unos y otros huyen de sí mismos, aunque por caminos diversos. Unos y otros experimentan el vacío de sus respectivas vidas, diferenciándose sólo en el modo en que tratan de hacer frente al insoportable horror vacui que experimentan. Unos y otros eluden el quedarse a solas consigo mismos, a fin de no abismarse y experimentar el vértigo que el vacío interior, que suscita ante sus perplejas miradas, la contemplación del paisaje interior.
Ninguno de ellos tolera quedarse a solas con sí mismo. Acaso porque, cuando lo hacen, se les pone de manifiesto que no tienen nada dentro, que en sus propias vidas no hay nada que les ataña, que nada tienen de qué hablar con ellos mismos.
En unas circunstancias como éstas, irrumpe la experiencia de la soledad con todas las características de lo que, por ser insoportable, debe a toda costa eludirse. Activistas y aburridos escapan del miedo a la soledad a través de sus respectivos activismo y aburrimiento.
A lo que parece, los activistas siguen el consejo que Séneca daba a Lucilio: «Mientras el retiro en ti mismo no te procure una seguridad suficiente, vuelve los ojos a los hombres que te rodean, pues no existe nadie que no se encuentre más seguro con cualquier otro que consigo mismo (…) De esta forma, debes ir con la turba para apartarte de ti mismo, pues yendo sólo contigo andas demasiado cerca de un malvado».
La persona aburrida a nada se entrega, ni siquiera a ella misma; simplemente deja saltar su atención de una a otra cosa, sin detenerse ni penetrar en ninguna de ellas. Y aunque tal pasatiempo nada le aproveche, no obstante, con este recurso escapa así al compromiso de conocerlas y a la posibilidad de conocerse. La persona aburrida ha perdido su amor propio, porque ella misma se percibe como ininteresante, como alguien para quien ningún pensamiento, ningún sentimiento, ninguna actividad tienen ya sentido. De aquí su entrega a la curiositas, a la curiosidad con tal de escapar a la indiferencia que experimenta y a la soledad que sigue a ella.
Unos y otros tendrían que reflexionar en estas palabras de Unamuno:
«Cada día creo menos en todas esas otras cuestiones que han inventado las gentes para no tener que afrontar la única verdadera cuestión que existe: la cuestión humana, que es la mía, y la tuya, y la del otro, y la de todos.
»Y como sé que me dirás que juego con los vocablos y me preguntarás lo que quiero decir con eso de la cuestión humana, habré de repetírtelo una vez más: la cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera. Todo lo que no sea encarar esto, es meter ruido para no oírnos. Y he aquí por qué tememos tanto a la soledad y buscamos los unos la compañía de los otros.
»Se busca la sociedad no más que para huirse cada cual de sí mismo, y así, huyendo cada uno de sí, no se juntan y conversan sino sombras vanas, miserables espectros de hombres».
Riqueza y necesidad de la soledad interior
Hay otro tipo de soledad que ciertas personas ¾a lo que parece, muy pocas hoy¾ ansían. Me refiero a esas situaciones en que se rehusa voluntariamente el encuentro con los otros, porque ha de satisfacerse la irrefrenable necesidad de estar a solas con uno mismo. Paradójicamente, cuando se opta por ello, el hombre está solo (nadie le hace compañía), pero no se siente solo (porque lleva a todos los que le rodean en su cabeza y en su corazón).
Cualquier montañista entenderá muy bien a lo que me estoy refiriendo. Basta con remontar la fatigosa subida, coronar una cresta y expandir la mirada, que dilatada sobrevuela en el horizonte infinito, para darse cuenta de la necesidad de trepar solo sobre uno mismo: la más difícil de las travesías humanas. Allí todo es más puro. El límpido y fresco viento de la cumbre, azota y allana los laberintos del alma, poniendo un poco de orden y paz, donde antes no lo había. Y se experimenta, junto a toda la pequeñez personal, la más honda soledad acompañada por la presencia de los otros en el recuerdo.
Sólo entonces se reanuda la marcha parsimoniosa con la levedad del incierto jadeo balbuciente: se trata de una incursión en la intimidad. Han quedado allá lejos las prisas de la vida afanada en el paisaje urbano. Aquí ni se está urgido para llevar enseguida y a todas partes el propio vacío. Aquí la vida personal se adensa y maciza con la experiencia de lo intemporal y la copresencia de todos.
Y, al no haber espectadores, todo se nimba con un halo más cierto y auténtico. Y comparece el silencio en el resonar de la tremenda algarabía vocinglera por entre los farallones interiores. La presencia inmensa de la soledad interior se acuna, como extrañada de sí misma, en la atalaya enrocada del yo.
La soledad así emergida, encamina y sale garante de la rectitud de intención del comportamiento del hombre. Allí no comparecen las miradas de los curiosos y desocupados. Por no haber, no hay ni siquiera un espectador en cuyo rostro poder libar algún aplauso, algún gesto de aprobación y asentimiento reforzante del propio valer, de la pequeña gesta realizada con la que luego vanagloriarse. Allí, en el hondón de la intimidad, tan sólo suena, quedamente, la palabra del poeta:
«¡Qué limpia la intención cuando la vida/ se ofrece al sacrificio silencioso,/ al solitario esfuerzo, a la escondida/ prueba de amor, tenaz y generoso!/ ¡Qué pura el alma, libre y desprendida/ del aplauso terreno y vanidoso,/ pendiente sólo de Él, agradecida/ de la continua mirada del Esposo!».
La soledad y las vivencias religiosas
Son muchas y variadas las ocasiones en las que la soledad puede percibirse como atenazante. La experiencia religiosa es, qué duda cabe, una de las más importantes. Cierto que Dios puede permitir que una persona pase por esa dura travesía que los místicos dieron en llamar la «noche oscura». Pero no es menos cierto que la persona puede con su querer, irrumpir libremente en una todavía más difícil travesía: la de la soledad neurótica.
En este caso, la soledad manifiesta la cerrazón, el hermetismo del corazón que se acuna y revuelca en la tristeza de mentirse a sí mismo, hasta el punto de expulsar a Dios del sollozo de su pena. Cuando se rechaza la compañía de Dios, es lógico que la vida se experimente como un irremediable y hondo desamparo y desconsuelo.
El poeta Bartolomé Llorens, sintetizaba muy bien esta situación cuando decía: «La soledad, la noche en que vivía/ el hondo desamparo y desconsuelo,/ la triste esclavitud que me perdía». Si en esa patética circunstancia el hombre se abre a Dios, el desamparo, el desconsuelo, la tristeza y la esclavitud se viven de otra manera, cambian su significado y se tornan salvadoras. Por eso en la siguiente estrofa, una vez que el poeta ha abierto su intimidad a Dios, esas mismas dificultades «son ahora presencia, luz sin velo,/ son amor, son verdad, son alegría,/ son libertad en Ti, Señor, ¡son cielo!».
Por contra, cuando la persona se aísla y arropa con el sinsentido de su dolor, la soledad se agiganta, hasta el punto de que sus gritos no los oye nadie, ni siquiera la misma persona que los profiere: «Grito; y hay un silencio/ de sequedad amarga./ Sólo escucho mi voz, mi sangre herida,/ mi ronco corazón, mi cruda entraña».
Y es que, como escribía San Agustín, «Dios es más interior a mí que lo más íntimo mío», por ser, en definitiva, el radical y último fundamento ontológico de mi realización como persona.
Todo esto nos permite afirmar al hombre, en su relación con Dios, como lo «creado creador», la criatura con capacidad creadora, una de las cuales acaso la más importante, es su capacidad dialógica, pues mediante ésta el diálogo con el Ser deviene en intimior intimo meo.
Acaso por todo esto, la mayoría de las experiencias de soledad revelan que en el fondo, el hombre se ha distanciado de ese encuentro fecundante con el Ser que causa su ser. Y dado que Dios es pura comunicabilidad y soledad imposible, más íntimo al hombre que su propia intimidad, las experiencias de soledad ponen de manifiesto, una vez más, el hecho de que el hombre se ha apartado de Dios, a pesar de que «en Dios nos movemos, existimos y somos».
No deja de ser curioso que esta expresión que, como es sabido, se encuentra en San Pablo, procediera en sus orígenes de un poeta pagano: Arato. Pues como escribe Holzner, «el fin de vuestro anhelo de uniros con Dios es bueno, pero lo buscáis por rodeos y caminos falsos. Y con todo, Dios es tan fácil de hallar. ¡Volved a vosotros mismos! Dios está en nosotros, y nosotros estamos en Él. Así lo anunció ya uno de vuestro poetas, Arato: En Él vivimos y nos movemos y somos».
Elogio de la soledad
Ya se advierte que no toda experiencia de soledad es nociva para la persona. Más aún, en toda persona hay una necesidad insoslayable de soledad interior. Sin ella ninguna persona podría encontrarse consigo misma. Ese primer y necesario encuentro es precisamente la condición de posibilidad de cualquier otro. El hombre ha de encontrarse a sí mismo para de verdad poder encontrarse con los que le rodean. Pero no puede encontrarse el hombre consigo mismo si no se encuentra con Dios, si no se encuentra a sí mismo en Dios.
De aquí la grandeza y el elogio de la soledad. Porque es en la soledad buscada, encontrada y querida donde la persona puede llevar a cabo esa experiencia de que tanto precisa. Nada de particular tiene que sin ella ningún asunto personal encuentre la solución apropiada. Se entiende, entonces, que haya muchas personas que, persuadidas como están de esta necesidad, defiendan con todas sus fuerzas ese ámbito de soledad, para encontrarse con ellas mismas cada día, por muchas que sean sus ocupaciones y las suscitaciones del medio.
En mi opinión puede pues afirmarse que el camino de la soledad a la comunión, atraviesa la interioridad. Las experiencias de soledad surgen cuando el hombre se olvida de sí hasta el extremo de renunciar a todo lo que no sea su interioridad, de manera que no se frustre la comunicación primera, el encuentro de los encuentros, sobre cuya base únicamente pueden asentar las otras comunicaciones y los otros encuentros.
Este modo de entender la soledad es compatible y, desde luego, respetuosa, con la estructura bifronte del ser del hombre: un ser hecho para la apertura que en ocasiones se repliega en el hermetismo; un ser permanentemente permeable y, sin embargo, tantas veces voluntariamente clausurado; un ser hecho para la donación y, no obstante, con tan fuertes tendencias al ahorro de sí; un ser hecho al fin para la comunicabilidad y el goce en la coparticipación y, sin embargo, la mayoría de las veces incomunicado, aislado, y macizada de opacidades su intimidad, hasta el extremo de no poder dar cabida a ningún otro.
Si el hombre quiere adentrarse en busca de su propio sentido, ha de advertir que las actitudes inmanentes son malas consejeras, que la inmanencia es a la larga esclavizadora.
En cambio, en las actitudes trascendentes se manifiesta la grandeza de lo que «está más allá», de lo que «sobre-sale», de lo que atraviesa y traspasa, de lo que trasciende al fin los límites significados por el propio sujeto. Lo trascendente, en el orden del ser, es «lo otro» que está más allá de las realidades intramundanas; y, en el orden del conocer, lo que como un trascensus del sujeto supera su limitación y clausura.
Hemos visto cómo la soledad del hombre está más referida y es más dependiente de la inmanencia que de la trascendencia. Es cierto que el hombre habrá de continuar debatiéndose entre la inmanencia y la trascendencia. Pero adviértase que lo que hay más allá de las experiencias de soledad poco importa que éstas se refieran al anciano o al adolescente son las actitudes inmanentes que repliegan y amordazan al hombre en sí mismo, transformándolo en lo que no es: un ser solipsista, perfectamente incomunicado y hermético respecto del prójimo y del mundo, que sólo oye su propia voz y cuya voz sólo se dirige a sí mismo.
Quienes optan, en cambio, por la trascendencia jamás estarán solos, ya que con sus voces fundan un compromiso dialógico en la comunidad del «nosotros», cuyo eco e interacción serán expresiones gratificantes, calurosas y magnificadoras del ser que se es.
De aquí que la búsqueda de la trascendencia sea el mejor remedio para la soledad, pues si en lugar de escapar de sí, la persona se zambulle en su interioridad más íntima, de seguro que se encontrará con Dios, pues como escribió Bernardo de Claraval, «nunca estoy menos solo que cuando estoy solo».