Anciano y ciego, el escritor argentino Jorge Luis Borges se encontraba ante una audiencia multitudinaria en la universidad limeña de San Marcos. Los estudiantes lo insultaban porque algunas de sus recientes declaraciones chocaban clamorosamente con la ortodoxia revolucionaria que aquellos universitarios se sentían obligados a obedecer. Tras algunos minutos de escándalos, durante los cuales Borges contemplaba el vacío con su mirada ciega, se hizo por fin el silencio. Borges comenzó a hablar de literatura con voz queda y quebrada. La luminosidad y la belleza comparecieron. El auditorio pasó de la rabia a la fascinación. Terminada la conferencia, llegó el turno de preguntas. La primera valió por todos: «¿Cómo es posible que un hombre tan culto e inteligente como usted, señor Borges, se empeñe en luchar contra el curso de la historia?». La respuesta no tuvo desperdicio: «Oiga, joven, ¿no sabe usted que los caballeros sólo defendemos causas perdidas?».
Las causas perdidas son las únicas que merece la pena defender. No sólo porque las otras se defienden solas, sino porque la verdad siempre aparece como desvalida, necesitada de protección, frente al implacable curso de la historia, que cuenta a su favor con la razón más poderosa: los hechos.
La primera obligación de la gente razonable y educada no es otra que ésta: atenerse a los hechos. Benéfica recomendación, mil veces soportada por quienes tienen la ingenuidad de intentar cambiar el mundo (o comprenderlo). Atenerse a los hechos: primer mandamiento que, al eliminar los otros nueve, reduce al silencio a quien pretenda extraer el significado de una década, de un año o de un día.
Advirtamos que los hechos no son lo mismo que las cosas. Las cosas están ahí, tranquilas, expresando sólo que las dejemos ser, es decir, que las conozcamos. Los hechos, en cambio, tienen que ser construidos: responden a nuestros intereses y a nuestras estrategias, pueden ser estructurados de diferentes formas, y contados y recontados de acuerdo con nuestras conveniencias. Los hechos son algo así como seres encadenados por la altanería del hombre moderno.
No confundir los hechos con la realidad representa el inicio de toda sabiduría, por modesta que sea. La realidad es «de suyo», mientras que los hechos «son para mí». Tal estar ante mí de los hechos es lo que les confiere esa objetividad mostrenca a la que llamamos facticidad. Lo fáctico es la congelación de lo real, algo así como su fotografía bidimensional, en blanco y negro. Lo fáctico no es lo real, pero lo parece. Por eso parece que la realidad es terca y rígida, incompatible con la fluidez de la deliberación y de la innovación de la libertad. Quien obedece al imperativo de atenerse a los hechos queda exento de pensar y no necesita decidir. Los hechos, al parecer, ya deciden por uno.
A Martin Heidegger, le debemos esta luminosa sentencia: «Hecho es una palabra bella e insidiosa». Posee todas las condiciones para engañar: es mentirosa y fascinante. Como Lucifer, que es un redomado adicto a los hechos, renuente y cazurro hasta la médula de su alto ser caído. Toda tentación es un juego de ilusionismo con los hechos. Primero, los hechos nos fuerzan a comportarnos de modo que no está a la altura de nuestra dignidad. Eso es el pecado. Después, el pecado se convierte a su vez en un hecho, que desafía al arrepentimiento y al perdón. Porque quizá no nos acabamos de creer que los hechos quedaban borrados por el gracioso gesto de la misericordia divina.
El diablo es conservador
He tomado la expresión que titula este ensayo de Claudio Magris, el autor de ese espléndido libro que es Danubio (Anagrama, Barcelona). Es como un lema que sirve de cifra y clave para entender los acontecimientos de este fin de milenio: «El diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue ni siquiera imaginar que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse, este obtuso y cínico conservadurismo es la causa de tantos males, porque induce a aceptarlos como si fueran inevitables y, en consecuencia, a permitirlos».
Hoy no nos acabamos de percatar que el «individualismo posesivo» está estrechamente emparentado con el totalitarismo opresivo. Václav Havel denuncia al racionalismo liberal como una ficción inhabitable: «En el pasado, los soberanos y gobernantes eran personas idénticas a sí mismas, hombres con un rostro humano concreto, personalmente responsables, tanto de sus buenas acciones como de sus crímenes. En la época moderna son reemplazados por el manager, el burócrata, el profesional de la administración, de la manipulación y la propaganda».
Rebeldes y conformistas
La felicidad nunca es automática: hay que merecerla trabajosamente por el sabio ejercicio de la virtud y expresarla como un regalo inmerecido.
Por un momento, el curso de los acontecimientos humanos se halla al filo de la navaja; y son unas pocas voces de indignación y de valentía las que realizan el experimento crucial, esa experiencia de la libertad consistente en no resignarse a lo fáctico, en no atenerse por una vez a los hechos (ya vendrán después los hombres de la estructura a poner las cosas en orden).
La cruda verdad es que hemos visto demasiados sobreentendidos que no eran más que malentendidos. La espuma del consumismo no alcanza a cubrir las heridas abiertas de una humanidad doliente. El «Tercer Mundo» es, cada vez más, casi todo el mundo.
Resulta un solemne simplismo hablar ahora del triunfo de la libertad económica sobre la burocracia, como si ni supiéramos que el Estado de Bienestar es una componenda entre burocratización y mercantilismo, en donde se intenta reducir la libertad de los ciudadanos a veleidad hedonista. Es ese status quo perverso el que tanto la izquierda como la derecha quiere conservar a toda costa. A costa de la pobreza de la mayoría, a precio de la vida de millones de seres humanos no nacidos, y de la amenaza para los que nos acercamos a la tercera edad.
No lo olvidemos, lo que el permisivismo permite es siempre el dominio de los débiles por los fuertes: el asesinato flagrante de los físicamente indefensos y la opresión light o marginación de los oprimidos. Todo ello con suave ambientación de música new age.
La persistencia del Gran Hermano
Afortunadamente queda mucha historia por hacer. Y la historia es, en definitiva, un hallazgo de la libertad, no la aplicación de una receta con presunto éxito. Ya nadie cree seriamente en el catecismo socialista. Pero tampoco las fórmulas neo-capitalistas llevan camino ¾ ni de hecho ni de derecho¾ para afrontar ese desequilibrio internacional y social que ofrece un espectáculo más parecido a un barril de pólvora que a una balsa de aceite.
La simplificación que hemos padecido, por inercia de proyecto moderno, consiste en intentar apresar la creciente complejidad de una sociedad cada vez más diversificada con las redes unívocas del Estado y del mercado. Y, a su vez, sólo un esfuerzo de desburocratización y desmercantilización nos permitirá descubrir que la trama básica de esa sociedad compleja no viene dada por las transacciones de poder o de dinero, sino que emerge de las conexiones interpersonales de la solidaridad.
Puestos a vaticinar, y para no ser menos, yo echaré también un cuarto de espadas: los años venideros serán la década de la solidaridad. Sólo con nuevos valores, que ascienden desde el mundo vital, será posible flexibilizar y complementar la esclerosis de la tecnoestructura. Únicamente con un modo diferente de pensar ¾ más comprensivo y realista¾ se superará la estrategia del conflicto y se inducirán corrientes inéditas de cooperación. Es a lo que he llamado, en ocasiones, nueva sensibilidad.
Lo característico de esta nueva percepción de la realidad es que no viene dada por un giro fáctico de nuestra civilización. La nueva sensibilidad no es un hecho: es un hábito bueno, es decir, una virtud o conjunto de virtudes que se adquieren con un esfuerzo personal orientado por una buena educación.
Se trata de superar el estado natural de la guerra de todos contra todos, por medio de continuos pactos sociales con los que se alcancen consensos fácticos, siempre precarios. Tan precarios que la auténtica guerra de todos contra todos ¾ la insolidaridad como sistema¾ acaba apareciendo de nuevo al final. Hoy sabemos que esa ficción resulta inhabitable.
La alternativa de la filosofía de la educación, no es automática. La ilustración liberal pretendió que el saber y la cultura eran bienes que estaban a disposición de todos, y cuya universal posesión nos llevaría a un continuo progreso moral. Como lo ha demostrado McIntyre, el progreso cultural y moral sólo es posible dentro de una tradición. La actividad educativa ¾ la enseñanza y el aprendizaje¾ presupone una comunidad ética, que incluye unas reglas morales y una disciplina de vida. Comunidades de tal índole son ¾ entre otras¾ la familia y la escuela. Sólo desde tales instituciones es posible intentar el lanzamiento de una auténtico progreso humano. Por eso el diablo ¾ que a fuer de conservador, es un viejo astuto¾ no se anda por las ramas y centra sus ataques en el logro de que la familia, la escuela y otros grupos básicos, pierdan toda su sustancia, queden a resultar de las arbitrariedades del poder político y del consumo económico, dejando así de ser ámbitos de cultivo de las virtudes intelectuales y morales. El ideal de la vida personalmente lograda resulta, entonces, sustituida por la ilusión del éxito exterior, por los señuelos del dinero, el placer y la influencia. La verdad ya no es un valor en sí mismo, la verdad depende… depende de lo que socialmente sea plausible, relevante, aceptable… es decir, de lo que se nos imponga desde fuera. El Big Brother, el Gran Hermano de Orwell, sigue vivo, y no lo hace tan mal.
El verdadero fin de la historia
El propio concepto de hecho, tal como hoy lo entendemos pertenece al vocabulario de la Ilustración moderna. Por asombroso que resulte, los humanos se arreglaron bastante bien sin los hechos hasta hace un siglo y medio; lo mismo que eran sorprendentemente capaces de vivir sin televisión ni refrigeradores. Al menos no tenían ninguna palabra para significar lo que nosotros entendemos por «hecho», lo cual provoca la sospecha de que su mundo no era un «conjunto de hechos», como decía Wittgenstein, sino quizá una armonía de estrellas, caballos, niños, trigo, libros, árboles y cosas así.
«Lo único nuevo ¾ dicen los postmodernos¾ es que no hay nada nuevo». A esto le llama Jesús Ballesteros en su espléndido libro sobre el tema (Postmodernidad: decadencia o resistencia. Tecnos), la postmodernidad como decadencia o tardomodernidad. Ahí se sitúa el cinismo de los conservadores y lúdicos. Pero también existe una postmodernidad como resistencia o contemporaneidad, que implica justamente el rescate de una historia raptada por la Historia. En esta auténtica postmodernidad se re-descubren olvidadas fuentes de sentido, arraigadas en la espontaneidad solidaria del mundo vital, que siempre acaba por comparecer, aunque sea como huésped no invitado. La vitalidad sofocada emerge por los entresijos del sistema y las marcas del imperio. Sus raíces se hallan en el ethos, en las formas de vida tradicionales o trascendentes. Su manifestación más clamorosa es el nuevo nacionalismo. Su fuerza menos alienable es su vieja religiosidad.
Callejones sin salida
El individualismo moderno ha conducido a situaciones de lacerante insolidaridad. Eso es lo que está clamando por un final. Sostener que no es posible actuar en términos de cooperación y de amistad social equivale a hacer un pacto con el diablo, ese gran conservador del mal: «la serpiente antigua» (Apoc. 12,9).
El campo de batalla decisivo de este fin de siglo no es la política ni la economía: es la cultura y la educación. La causa de que toda posible solución a los problemas de nuestro tiempo aparezca como utópica no es otra que el inmenso vacío intelectual que padecemos. La mayor parte de nuestras universidades siguen cultivando la ficción de una educación ilustrada y liberal según la cual el saber es inmediatamente transmitible y la posesión de tal saber resulta benéfica para el hombre.
Pero lo cierto es que los únicos conocimientos que pueden pasar de mente a mente sin otros requisitos que el dominio de un determinado lenguaje (sobre todo el matemático) son los conocimientos técnicos y profesionales. Pero la profesión ya no se entiende como un modo de vida que inspira confianza social, sino como la posesión de unas destrezas que permiten ocupar puestos en la maquinaria colectiva.
Mientras tanto, las humanidades se consideran como adorno subjetivista y trivial, no sólo porque no proporcionan un rendimiento en términos utilitaristas, sino también porque aparecen como un territorio en el que sólo es posible la opinión más o menos fundada o la retórica más o menos brillante.
La pérdida de sustancia personal y el continuado deterioro ético a lo que se aboca una situación de esta índole requieren un diagnóstico y un tratamiento que se sitúan más allá de las discusiones convencionales. Hay que desandar los caminos mal andados y volver a encontrar el cabo del hilo conductor que pueda devolver unidad y sentido a las mujeres y los hombres de este fin de siglo.
Recuperar la visión realista del mundo equivale a despertar del sueño de la razón racionalista y desenmascarar la voluntad de poder. Sólo el realismo metafísico y ético ofrece criterios firmes y compartibles para decidir entre las teorías rivales y lograr de nuevo que la teología y la filosofía constituyan el marco de una cultura común.
La ética profesional se ha puesto de moda, especialmente en política, en medicina y en el mundo de los negocios. Es una clara manifestación de lo que he llamado «nueva sensibilidad». Pero como el propio McIntyre ha puesto de relieve en una entrevista concedida a la revista Atlántida, esta emergencia de la ética manifiesta también la precariedad de nuestros enfoques culturales. Primero, porque los planteamientos suelen ser inconsistentes: denuncian ciertas faltas morales y pasan fácilmente por alto otras de mayor envergadura. Segundo, porque se trata de «éticas» especializadas y pragmáticas: hay una ética para esto y otra ética para lo otro.; lo cual revela que continúa olvidada la realidad de que la ética es un saber unitario que se refiere al bien del hombre en cuanto hombre. Por último, y sobre todo, porque nadie aprendió nunca ética asistiendo a clases y conferencias. Las verdades morales sólo se aprenden prácticamente, participando, si es posible desde la niñez, en alguna forma de vida común en la cual las virtudes se adquieren como hábitos de acción que permiten su ulterior incremento y potencian la capacidad de aprender ante nuevas e irrepetibles situaciones.
La clave de la coyuntura histórica actual, la posibilidad de que Occidente pueda ofrecer una aportación positiva, estriba en nuestra capacidad de fomentar esas relaciones interpersonales prácticas, esas formas de comunidad social a través de las cuales se puede conseguir ese tipo de bien que sólo se adquiere en las prácticas vitales: la familia y la casa, el barrio, la oficina, la parroquia, la granja, la clínica, el pequeño negocio, la Universidad, son comunidades que pueden incorporar el tipo de prácticas que contienen en sí mismas un bien humano. En ellas se puede enseñar y aprender lo que es la autoridad y la obediencia, la iniciativa libre e inteligente, las relaciones con otras personas y con otras instituciones.
Este planteamiento puede ser acusado de irrelevancia política, pero en eso consiste precisamente su gran fuerza. Es la fuerza de la resistencia a la asimilación total por parte de un sistema que tiende a homogeneizarlo todo y a despersonalizarlo todo.
El totalitarismo siempre ha procurado aislar a las personas, debilitar su carácter ético, y hacerlo creer que su desazón es patológica. También el individualismo contribuye a ese aislamiento porque nos enseña a conjugar el «yo» pero nos ha hecho olvidar qué significado puede tener el «nosotros» (MacIntyre). La lucha por recuperar ese entrañable «nosotros», la lucha para romper el anonimato en una sociedad cosificada, esa lucha es de temer y de esperar que sea considerada como altamente subversiva por los detentadores del éxito y del dominio.
Por eso no queda más remedio que conspirar. Se trata de una leal y pacífica conspiración a favor de la dignidad y de la libertad de las personas humanas, de esos seres tan inquietantes que somos nosotros.