Permítanme, antes que nada, que vuelva a formular esas preguntas que han inquietado y comprometido a los hombres de todos los tiempos.
¿Cómo va a ser el futuro? Mejor aún: ¿qué futuro nos espera, a nosotros, a los que nos rodean, a todas las personas con las que compartimos nuestro presente? ¿Podemos hacer algo significativo en la construcción del mundo?
Es cierto que tanto la experiencia histórica como la memoria colectiva de los pueblos nos están permitiendo conocer algunas cosas del futuro. Por ejemplo, esto: que resulta una pasión inútil intentar conocer el futuro por la simple razón de que el futuro… no existe. En un sentido estricto, el conocimiento sólo puede estar referido al pasado, a la historia, a las huellas que el hombre ha ido dejando al caminar.
El futuro es exorable
Tiene razón Schumacher cuando afirma rotundamente que el futuro está siempre haciéndose. Pero también tiene razón cuando matiza que, además, el futuro se hace principalmente con el material existente.
Por eso, si tenemos un profundo conocimiento del pasado; si somos capaces de detectar el pulso y las tendencias emergentes de nuestro tiempo presente, tal vez seamos capaces de predecir algunas notas del futuro. Sólo unas notas. Sólo una predicción esbozada. Sólo un boceto desdibujado. Nunca una predicción total, ni una predicción axiomática. Ni una predicción coloreada de certeza.
Ocurre así porque el futuro está entretejido de libertad. El porvenir, lo que puede existir más allá del instante presente, está vertebrado por esa fuerza misteriosa y rebelde de la libertad creadora de los hombres.
El futuro no puede ser, en consecuencia, el puro inmovilismo, el no cambio. Pero también se opone al sentido común y a la libertad creadora ¾ que siempre tiene alguna finalidad¾ entender el futuro en clave de cambio por el cambio, como si el puro y desnudo movimiento, sin cuestionarse ni su porqué ni su para qué, fuera en sí mismo un elemento redentor.
El futuro es siempre exorable, nunca inexorable. No es verdad que nuestro futuro ¾ el futuro de todos¾ esté ya escrito. Ni sea nítido, ni sea cierto, ni seguro, para nadie, ni menos para una elite de profetas de los tiempos nuevos.
El futuro no está determinado, ni es una corriente que fluye inexorablemente en el sentido que marcan unos hipotéticos signos de los tiempos. Tampoco parece cierto que la única alternativa de la sensatez sea arrojarse a la corriente determinista generada por esos signos. El futuro es suficientemente exorable como para que haya que desconfiar de todas las utopías ¾ de todas las utopías desencarnadas¾ que lucen en su frontispicio la pretensión de que sólo existe un futuro, ese futuro, su futuro. No es así. El futuro termina declinándose en singular pero comienza a gestarse en plural: el futuro se hace a partir de eventuales futuros.
El futuro es también laborable
El futuro además de exorable es también laborable. Es decir, el futuro es de quienes lo trabajan. Como la tierra. Como la industria. Como la política. Como el amor humano. Como son laborables toda vida y todas las vidas.
El futuro pertenece a todas las mujeres y todos los hombres que son capaces de abrir bien los ojos ante la realidad ¾ una realidad al tiempo bella y cruel, atroz y justa, violenta y amorosa¾ y están comprometidos con la tarea de cambiar el mundo hasta donde puedan, y de cambiar a los hombres hasta donde sea posible.
Cambiar al mundo, cambiar a los hombres, es intentar hacer todas las cosas más humanas y más divinas. No sólo en los momentos ordinarios. Ni sólo en los momentos extraordinarios. Con la co-herencia de dotar de sentido a todos los ámbitos de la vida humana, la esfera íntima, la esfera privada y la esfera pública. Con la serenidad indispensable para trabajar sin ese patetismo ¾ inmaduro, infantil, estéril¾ de querer cambiarlo todo, en todos los sitios, y en un instante.
Dios es el Señor de la Historia. Del pasado, del presente y del futuro del mundo y de los hombres. Nada ocurre en nuestra historia personal o colectiva por puro azar, por pura casualidad, por puro accidente. Ni existe un Deus ex machina que cae del cielo para arreglar las cosas rocambolescamente sin que los protagonistas tengan más que hacer que contemplar cómo ese Deus ex machina hace y deshace los nudos y los líos del problema.
Por duro o incómodo que pueda ser ¾ o mejor aún, por arriesgado y aventuroso que sea¾ somos y seremos siempre responsables de nuestro destino futuro. El futuro será, en síntesis, también lo que acertemos a ser y lo que acertemos a hacer cada uno de nosotros.
¿De dónde partimos?
En términos culturales, ¿de dónde puede arrancar el futuro? ¿Cuál es el material existente para la construcción del futuro?
Mi respuesta abreviada podría ser ésta: hay que construir casi todo otra vez de nuevo.
Reinventar la política y la economía. Revitalizar las Universidades. Dar a las relaciones Norte-Sur, Este-Oeste, un enfoque radicalmente distinto. Redescubrir la familia pública. Desburocratizar la vida. Redimensionar todo el Estado. Replantear desde los cimientos los periódicos. Integrar mejor la vida vegetal y animal en la vida humana. Dar un empujón fuerte, hacia delante, a toda la libertad. Ayudar a subir mucho más a los que están abajo o a los que están en el medio. Y también a los que están arriba. Reformular la idea de cultura. Oxigenar todos los rincones de la convivencia humana. Apostar más en serio por los derechos humanos. Reinstalar el sentido de la trascendencia en todas las vidas, en las existencias humildes y en las vidas de los aparentemente poderosos…
Estamos en un momento apasionante y enigmático, como el cruce de muchos caminos, pero también tan impreciso que hasta carece de nombre. Sólo es capaz de decir de sí mismo algo tan esquemático y simple: que el tiempo presente es el tiempo que rompe y sigue a la cultura de la modernidad.
El punto de partida es, pues, el agotamiento de la cultura que ha configurado progresivamente el mundo que hemos heredado en el momento presente. Y también la oportunidad histórica ¾ y hasta el deber¾ de superar ese agotamiento a partir de una nueva sensibilidad de ruptura.
El agotamiento de la fuente
De la mano de Redondo Gálvez intentaré señalar los rasgos que descubren el agotamiento de la cultura de la modernidad.
La modernidad es un proceso cultural que tiene su origen en el nominalismo bajo-medieval de los siglos XIV y XV. Su primera gran manifestación teórica va a producirse a lo largo de los siglos XVI y XVII, principalmente a través de los planteamientos que condensan cuatro hombres: Maquiavelo, Lutero, Bacon y Descartes.
Maquiavelo sostiene la existencia de una razón de Estado, ahumana o antihumana por definición. Lutero, con la ayuda de la herramienta del libre examen, reduce la fe cristiana a la simple categoría de una ideología religiosa. Bacon grita que saber es poder, en sustitución del pensamiento clásico anterior para el que saber era conocer. Descartes sustituirá la metafísica por el psicologismo.
La cultura de la modernidad conocerá inmediatamente después, a lo largo del siglo XVIII, una amplificación profunda con la concurrencia de tres factores culturales: el principio de la tolerancia; la propuesta, en segundo lugar, de que la ciencia sustituya y ocupe el lugar de la fe como principio de unidad entre los hombres; y finalmente la fijación axiomática de que todo lo racional es real y de que sólo es real lo que puede captarse con la razón. La concreción operativa de todos estos planteamientos sinérgicos será asumida por la ideología liberal progresista del siglo XIX, bien lineal, bien dialéctica, es decir, se encarnará en la secularización de la ideología religiosa protestante.
Será en el siglo XX cuando la cultura de la modernidad sufrirá dos embates importantes. La primera crisis tal vez pueda datarse entre 1920 y 1930 y se corresponde con los momentos de la primera postguerra europea. La conciencia de esa crisis y hasta su angustia son captadas con toda intensidad por filósofos, historiadores, sociólogos, novelistas, poetas, como Husserl, Scheler, Toynbee, Ortega, la escuela de Frankfurt, Kafka, Malraux, Eliot, Maritain…
La segunda crisis de la modernidad ¾ quizás vivida sin excesiva conciencia de crisis¾ se planteará, a juicio de Redondo Gálvez, en la década de los años 60 y subyace de forma más o menos patente en las llamadas «revoluciones culturales» de aquellos mismos años. En los neoanarquismos, terrorismos, maoísmos y en las variaciones teológicas de la teología de la muerte de Dios o de la teología de la liberación.
Encontrar sentido
La generalizada conciencia del agotamiento de la cultura de la modernidad cierra un ciclo de revoluciones que ha llevado a esa cultura a impregnar gradualmente el tejido social y los modos de pensar y de vivir de las sociedades europeas y norteamericanas.
Sostiene Calvo, por ejemplo, que el tiempo de las revoluciones parece haber terminado porque el espíritu de la modernidad que las engendró ha perdido su vitalidad social. La revolución religiosa de Lutero, la revolución filosófica de Descartes, la revolución política de Rousseau o la revolución social del marxismo clausuran, por así decirlo, la mayor parte de las posibilidades que encerraba virtualmente la cultura de la modernidad.
En esta fase terminal de la cultura de la modernidad se ha abierto un período de transición, caracterizado con demasiada frecuencia por el desconcierto, el desencanto o la desilusión que pueden descubrirse en tantas posiciones evasivas, descomprometidas, escépticas, nihilistas, atentas sólo al beneficio económico rápido o al utilitarismo más salvaje.
Sin embargo, ni nuestro tiempo ni todos nosotros hemos perdido lo que Schopenhauer llamó la necesidad metafísica, es decir, la necesidad de encontrar el sentido de la vida. Andamos, con más o menos preocupación, con más o menos ritmo, en busca de un cierto equilibrio entre el saber y la vida, en un anhelo por descubrir una ley que no sólo ilumine la inteligencia sino que también dé calor al corazón. Hay en el ambiente como una nostalgia de volver a contar con una coherencia vital que una todos los puntos de nuestra vida y penetre ¾ no sólo superficialmente¾ nuestra historia personal y colectiva.
Vuelve nuestro tiempo a actualizar aquella idea que corría de boca en boca entre los campesinos bávaros de los siglos XVII y XVIII: «si no sé de dónde vengo, ni sé a dónde voy, ¿cómo será posible estar contento?».
Una antropología optimista
La sensibilidad de ruptura representa un corte tajante con una antropología pesimista que empobrece los horizontes vitales. Una antropología triste que hace traición al hombre al presentarlo ensuciado, más que sucio, de espaldas a su radical dignidad.
¿Cómo se puede estar contento ¾ habría que preguntarse con los campesinos bávaros¾ si fuera verdad, como pretendía Heidegger, que el hombre es el ser para la muerte? ¿Si fuera verdad, como decía Sartre, que el hombre está forzado a vivir en libertad? ¿Si fuera verdad que el hombre, en frase de Camus, es un ser absurdo?
Se impone, pues, una sensibilidad de ruptura con el pesimismo radical y una revitalización de la antropología cristiana, esencialmente optimista. Ese optimismo cristiano señala que el destino del hombre no es la muerte, sino su real endiosamiento. Una antropología optimista en la que el misterio del dolor y los sufrimientos tiene algún sentido, difícil y oscuro si se quiere, pero misteriosamente luminoso. Una antropología optimista que nos dice que pase lo que pase y suceda lo que suceda, la dignidad del hombre es la dignidad de la alegría.
La nueva sensibilidad
Enlaza con esta antropología optimista y muchas veces es únicamente su conclusión, lo que ha dado en llamarse la «nueva sensibilidad».
Sus rasgos más o menos rotundos responden como ha escrito uno de nuestros contemporáneos¾ a los afanes de avanzar hacia formas de vida más humanas: la nueva valoración de la familia, el respeto a la intimidad de la persona, el recurso a la imaginación creadora como superación del conformismo hedonista, una defensa de la vida que sea capaz de proponer una «ecología de lo humano», la denuncia de la manipulación y de los pseudovalores culturales, la apertura de una nueva estética vinculada a una auténtica ética. En síntesis, una nueva sensibilidad que lleve a rehusar la cultura de la muerte y a luchar por vivir en una cultura de la vida.
Una antropología optimista. Una nueva sensibilidad. Y también un conjunto de convicciones que den razón del hombre y de su original comportamiento, en una abierta ruptura con la triple convicción que ha sustentado culturalmente la modernidad. Me refiero al secularismo, al materialismo y al cientifismo cuyos errores de bulto ha descrito lúcidamente Redondo Gálvez.
El secularismo ha cerrado al individuo sobre sí mismo, impidiéndole la apertura a Dios y a los demás hombres, en una espiral que potencia exponencialmente la intrascendencia y el egoísmo humano.
El materialismo ha hecho al hombre sujeto de todas las libertades inmanentes posibles. Como el materialismo niega la noción de creación, el hombre no tiene originalmente nada como propio. Y para que el hombre llegue a ser algo, se realice, el materialismo propone que el hombre haga prácticas todas las libertades. Bien entendido que para el pensamiento materialista la praxis de la libertad obliga a desvincularse de los demás hombres por la sencilla razón de que «los otros» pueden impedir el ejercicio de alguna libertad con el subsiguiente riesgo de que el hombre no llegue a realizarse como hombre.
El cientifismo vive, en fin, del mito del progreso lineal, continuo e irreversible, que hace de la ciencia injustificadamente la clave de resolución de todos los problemas, y le confiere ingenuamente la tarea de liberar salvíficamente a los hombres.
Es preciso decir no a estas tres convicciones vertebradoras de la cultura de la modernidad. La gran esperanza de renacimiento cultural radica hoy en el pensamiento cultural cristiano. Es verdad que la fe no es una cultura, pero la piedra de toque de la fe es que la fe se haga vida, se encarne en el pensamiento y en la acción, se vuelque en múltiples y diversísimas formas culturales.
Parece todavía muy de noche
No es verdad que el hombre tenga la vocación de encerrarse en sí mismo y rendir culto a su egoísmo.
No es verdad que en el hombre pueda disociarse su ser personal y su ser social. Todo hombre es al mismo tiempo persona y sociedad.
No es verdad que el hombre sea libertad y sólo se autorrealice mediante el ejercicio de todas las libertades inmanentes posibles. El hombre tiene, más bien, libertad, y esa libertad le permite la actualización de su ser. El hombre es protagonista de sus cambios radicales utilizando su libertad de acuerdo con la ley de su Creador.
Parece todavía muy de noche, pero la luz está detrás de la noche.
En la víspera de ser asesinado Martin Luther King reflexionaba en voz alta con su auditorio acerca de los tiempos en los que le había tocado vivir.
¿En qué época ¾ se preguntaba¾ me hubiera gustado vivir? Y éstas fueron sus palabras:
«Si me dejaras vivir Dios Todopoderoso, aunque fuera durante pocos años, en la segunda mitad del siglo XX, yo estaría feliz. Sé que les puede extrañar esta respuesta porque el mundo está vuelto patas arriba. Pero también sé, de alguna manera, que sólo cuando ha oscurecido lo suficiente se pueden ver las estrellas».
Es verdad que aún es de noche. Por eso se pueden ver las estrellas… (Tomado de Elogio de la intolerancia. EUNSA. España. 1996).