Hoy, con la dignidad humana acontece algo parecido a lo que sucede con la conciencia, que a fuerza de repetirse, muchos de los usuarios creen lograr satisfacerla, precisamente cuando más la ignoran.
Se ha dicho tantas veces que «hay que concientizarse», se ha abusado tanto de esta expresión que el usuario puede llegar a pensar que está concientizado de algo, cuando ignora incluso el más elemental concepto de lo que es la conciencia. A lo que parece, la frecuencia de uso de un concepto cuando por efecto de la moda circula ampliamente en nuestra sociedad, no garantiza su cabal comprensión.
Bastaría con preguntar a cualquiera de estos interlocutores qué entiende por conciencia, qué hace para concientizarse más de algo. Y verificaríamos, sorprendentemente, que cuanto más se habla de alguna propiedad de la condición humana, más soterrada está, si es que no marginada.
PERFECCIÓN HUMANA: TAREA Y PROMESA
A pesar de estos abusos lingüísticos, dignidad y progreso caracterizan bien a la condición humana. Al hombre le viene la dignidad por el hecho de ser quien es. El ser humano en tanto que ser, es digno, porque todo lo que es comporta inexorablemente una cierta perfección. El hombre en cuanto que ser, entraña una cierta perfección. Pero esta perfección, en que consiste el hombre, ni es absoluta por el hecho de ser hombre, ni está realizada espontáneamente desde la iniciación de la vida. Es, sí, una perfección, pero una perfección relativa, y en tanto que relativa y no realizada totalmente, una perfección arriesgada, vulnerable, imperfecta.
Esto quiere decir que la perfección del hombre en tanto que tarea, proyecto y promesa que ha de realizarse en el tiempo es una perfección perfectible. Precisamente lo perfectible de esa perfección, su pretensión de llegar a ser lo que todavía no es, es lo que exige y hace posible la emergencia del concepto de progreso. Porque la perfección humana es perfectible, la dignidad del hombre está urgida y llamada a progresar.
Ahora bien, el futuro nunca está escrito para el hombre. La historia humana jamás está clausurada. De ahí que a cada persona le sea posible progresar, en la medida que acrecienta sus perfecciones y se hace más digno. Esta pretensión de la naturaleza humana a desarrollar sus perfecciones, no siempre alcanza su meta.
La perfección perfectible en que consiste el hombre puede devenir en perfección defectible, en una perfección defectuosa, es decir, en una imperfección. Esa imperfección es contraria al concepto de progreso; por esto, simultáneamente que el hombre progresa, puede también regresar en algunas de sus perfecciones hasta llegar a arruinarlas. A nadie se le esconde que si es posible lo progresivo, no lo es en menor grado lo regresivo. Y esto sucede tanto para la persona singular como para una colectividad.
En tanto que perfección inicial, a la naturaleza humana no le compete ninguna responsabilidad sobre ella, ya que esa perfección ab initio, le ha sido dada. En cambio, el carácter de perfectible o defectible, es decir el crecimiento o disminución de esas perfecciones iniciales, sí que implican radicalmente a la libertad y la responsabilidad del hombre. Si la perfección inicial se amengua porque el hombre obstruye, dificulta o frustra su acrecentamiento, la perfección defectible en que aquélla se transforma puede llegar a ser negligible, punible y hasta culpable.
No se olvide que estos dos extremos polares de la dignidad y del progreso se concitan en cada existencia personal, reobrando, orientando e interactuando el uno en el otro. Son como las dos piezas de un motor, cuyo funcionamiento simultáneo es irrenunciable para la consecución de cualquier meta o propósito biográfico.
A mayor dignidad personal mayor exigencia de progreso personal. A quienes más se les ha dado, más se les exigirá. Sin embargo, basta extender la mirada a nuestro alrededor para percatarnos de que no siempre los hombres satisfacen este principio natural. Cabe hablar entonces de un progreso indigno: el que acrece los signos exteriores del éxito social, por ejemplo, simultáneamente que el progreso se obtiene a fuerza de traicionar su dignidad de persona.
En otros casos podría hablarse de dignidad regresiva, justo cuando por acrecer la dignidad humana, hay que pagar el precio de renunciar al progreso, tal y como éste es evaluado por los indicadores sociales à la page de esa coyuntura histórica.
EL REINADO DE LA APARIENCIA
No resulta nada fácil juzgar si una persona progresa o no. Todo depende de qué se entienda por progreso y del concepto de dignidad del que se parta. En nuestras actuales circunstancias es muy fácil sumergirse en la confusión del flujo vertiginosamente cambiante de las apariencias, justo porque éstas no están respaldadas por el oportuno marco axiológico de referencias.
Nada de particular tiene que también aquí se tome la parte por el todo. De este modo concluimos erróneamente, que si una persona satisface los indicadores sociales del progreso, vigentes en ese momento, forzosamente también ha de satisfacer los criterios valorativos que hacen de ella una persona más digna. En este sentido, la dignidad se toma en función de aquellos indicadores. Es decir, se infiere de los signos externos (éxito, poder, prestigio, placer), el grado de validez (honestidad, autenticidad, coherencia, etcétera) de la persona humana.
Con esto hemos llegado a una profunda tergiversación en nuestro modo de juzgar. En vez de que el operar siga al ser y de que lo manifiesto explicite lo latente, por virtud de esta inversión judicativa, no parece sino que sea al contrario.
La afanosa búsqueda de la propia excelencia un aparente indicador social de progreso, expresa bien este trastrueque judicativo.
A fuerza de repetir estos actos judicativos, es comprensible que, al final, el ser siga a las apariencias. Hoy lo que importa sobre todas las cosas es la apariencia, la imagen. Hoy importa muy poco lo que se es, lo nunca manifestado, el hondón de la intimidad de donde surgen todas nuestras acciones.
Este trastrueque pudiera calificarse de inversión ontológica, una inversión que vacía de sentido al ser personal, al tiempo que lo va rellenando con los pobres contenidos de las imposturas y simulaciones, ingredientes de las apariencias.
La dignidad y el progreso no sólo han perdido su norte (al volatilizarse los criterios axiológicos desde los cuales habría que evaluarlos), sino que también han renunciado a sus raíces (al concepto de naturaleza humana en el que aquellos criterios anidan).
Las consecuencias de estos errores no se hacen esperar, manifestándose de forma patente, precisamente allí donde el progreso y la dignidad humana debieran concitarse: en la solidaridad.
AUTOTRASCENDENCIA Y SOLIDARIDAD
Volvamos al principio. En función de la dignidad y el progreso, el hombre se nos aparece como una perfección perfectible. Ahora bien, ningún hombre es una mónada aislada, no existe el hombre-isla. Todo hombre es un animal político, un ser social. De aquí que la perfección (dignidad) en que cada hombre consiste, sea además de perfectible (progreso), comunicable, convivible, compartible (solidaria).
Pero, hoy, no parece que un análisis de la solidaridad social arroje este resultado. Más bien lo que se vislumbra es que la dignidad y el progreso personales están incapacitados para atravesar las barreras sociales e impedidos, en último término, para hacer más solidarios a los hombres entre sí. Esto es precisamente lo que nos hace desconfiar del alcance y de la veracidad de esa dignidad y de ese progreso.
Pero si el progreso y la dignidad humana no se autotrascienden y devienen en solidaridad, es que no son tales. ¿Para qué sirve entonces ese pretendido incremento de la dignidad y del progreso personal? ¿Puede afirmarse que un hombre es digno, cuando no es solidario? ¿Hemos de creer en el progreso individual, cuando éste no se trasluce en el contexto social?
Es probable que tanto la dignidad como el progreso así concebidos sean meros flatus vocis, palabras gastadas que no sólo no significan lo que según las apariencias debieran significar, sino que significan exactamente lo contrario, encubriendo y enmascarando todavía más confundiendo la condición humana.
Acaso tenga razón Christopher Lasch, autor de un bestseller, cuyo título parece caracterizar a la cultura contemporánea: The Culture of Narcissism. Si el progreso y la dignidad del hombre contemporáneo no tienen otro propósito que la autoafirmación personal, el protagonismo ególatra en una palabra, el narcisismo, entonces se entiende bien la insolidaridad humana, por cuyo defecto nuestra cultura no progresa.
La proposición que caracteriza al progreso y a la dignidad así entendidos, cabría formularla del modo siguiente: yo para mí, conmigo, sin nadie, pero encaramándome en todos.
Ahora empezamos a entender un hecho paradójico: que el hombre progrese y, en apariencia, se haga más digno, simultáneamente que la sociedad deviene en regresión, tornándose más indigna.
Un buen indicador para evaluar el progreso y la dignidad de cada hombre consistiría en analizar el grado de solidaridad social que por su virtud resulta. Si aparentemente cada hombre progresa y se hace más digno en nuestra sociedad, forzosamente habría de incrementarse y robustecerse la solidaridad humana.
El acrecerse de la dignidad humana, cuando cada hombre realmente progresa, debiera rebasar el ámbito de lo personal, esparcirse y derramarse sobre el contexto social, enriqueciendo y dignificando, solidariamente, a las personas que le rodean.