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El español en Estados Unidos, ¿única frontera?

En un foro de discusión en Internet sobre retórica, alguien pidió recientemente opiniones sobre el uso de «América» y «americano» como nombre y gentilicio propios de Estados Unidos. Confesaba que le suena chauvinística esa exclusión de Canadá y Latinoamérica, y al final firmaba su mensaje (con un nombre no latino) desde «American-occupied Texas». Todos los que intervinieron posteriormente concuerdan en el carácter abusivo del uso, aunque encuentran dificultades para hallar una solución. Es de notar que la mayor parte de las respuestas venían de los mismos Estados Unidos y ninguna de América Latina, aunque sí alguna de Canadá. Hubo quien se declaraba dispuesto a llamar americanos al resto de los habitantes del continente, pero decía que se abstiene porque al hacerlo se siente imperialista. Lo cual es lógico, presupuesto el mencionado abuso. Desde New Hampshire llegó una observación casi enternecedora: la falta de un término se traduce en un problema de identidad, por el que ellos resultan americanos por default.
Si esta sensibilidad está cambiando, pienso que podemos tener buenas esperanzas de que también se llegue a comprender mejor la presencia del español en Estados Unidos. En este caso el obstáculo mayor está en una obstinada falta de solidaridad de los hispanohablantes de otras zonas, por el rechazo que en muchos provoca el fenómeno spanglish. La incomprensión disminuye sensiblemente cuando se tiene experiencia directa del mundo en que nace y crece ese mestizaje, o bien de otros análogos, ya se trate de fronteras con nuestra misma lengua, como el itañolo o el espandeutch (pron. espandoich), ya se trate de otras, como los germanismos del francés, los eslavismos del italiano, los anglicismos del alemán. La severidad germánica ha sido siempre refractaria a la alegre informalidad del inglés, especialmente el americano (piénsese en los manuales de computación), pero en los últimos años está dando muestras de ceder y uno se llega a encontrar cosas bastante divertidas.

ESCASO Y RÍGIDO

No ahorrarse esfuerzos para mantener en su mayor pureza dos idiomas que uno usa cotidianamente es quizá la única actitud eficaz para no mezclarlos mucho. Al mismo tiempo, ¿por qué habría de ser menos respetable la espontaneidad de quien expresa un pensamiento en una lengua sin la cual ese pensamiento tal vez no hubiera existido? Después de años de vivir en Italia, a veces experimento reflejos que, puesto a no mezclar idiomas, desembocan en mutismo. Un modo muy frecuente de despedirse después de un breve encuentro a primera hora de la mañana o de la tarde es «buon lavoro!». Ya me ha pasado en México que, en circunstancias análogas, ya voy a pronunciar la despedida cuando veo que lo que iba a decir no existe. «Buen trabajo» no es sólo una expresión que «no se dice»: es que no tenemos una expresión equivalente diversa de otras fórmulas genéricas. Por tanto, el desenlace termina siendo, después de un incómodo titubeo, un nada convencido «ándale pues».
El problema es más arduo cuando se trata de expresiones extranjeras que tienen un adecuado equivalente en el idioma nacional. Qué difícil es justificar las alteraciones de la sintaxis («aseguró del precio siendo el mejor»), las expresiones calcadas por la vía rápida (bebidas «en las rocas»; «déjame saber») y las traducciones apresuradas viciadas por los «falsos amigos» (la famosa «carpeta» que hay que «vacunar»). Lo que aquí suele fallar es el conocimiento de la propia lengua, donde los hispanohablantes, y muy especialmente los latinoamericanos, estamos en franca desventaja. Llevo años de ver latinoamericanos que, después de estudiar en Italia, vuelven a sus países de origen con un italiano miserable y un español que causa horror. No pudieron aprender un italiano más decente porque el conocimiento de su lengua materna era poco menos que indecoroso. Me refiero al conocimiento reflejo del idioma, pues no necesariamente lo hablaban mal.
La incomprensión propia de los mismos hispanohablantes, especialmente en los estratos cultos, suele incluir, junto a una escasa conciencia histórica de la lengua, un esquema bastante rígido de valoración del idioma, por el que se tiende a contemplar sólo dos posibilidades: correcto/incorrecto. Es una mentalidad que está relacionada con la existencia de una autoridad de la lengua (la Academia) y de un órgano oficial (el Diccionario). Por eso, es éste un modo de pensar que afecta de modo particular a nuestro idioma, aunque por supuesto no falta en otros mundos. Conozco italianos, y de cultura eximia, para quienes todo cambio en la lengua que haya tenido lugar después de que terminaron el bachillerato es necesariamente una corrupción.
Cuando en un diccionario no encontramos el vocablo buscado, o no se recoge la acepción deseada, ¿qué concluimos? Desde la mentalidad aludida está claro: que es incorrecto. A veces lo más sabio es concluir: esta edición de este diccionario no lo ha recogido todavía. ¿Acaso hablamos a partir de los diccionarios y no más bien los diccionarios se compilan a partir de lo que hablamos? Yo puedo evitar un término por muchos motivos, sin que lo considere «incorrecto»: porque no me gusta, porque es demasiado elegante para el tono del contexto, o porque es demasiado coloquial, porque me trae malos recuerdos, porque me marca demasiado como perteneciente a una etnia o clase social o generación o sexo, porque lo usa un colega que me cae gordo, porque no me gusta escribirlo aunque lo uso al hablar, etcétera.

LA BUENA VECINDAD

Es un lugar común que un idioma está en continua evolución. Menos común es regirse por este presupuesto. Las palabras y las reglas tienen una historia, y un diccionario no puede darnos toda la información ya lista para aplicarla: su uso nunca puede ser mecánico. Quevedo, por ejemplo, escribía «la alma». Cuando oímos esto en nuestros pueblos, podemos percibirlo como incultura o como persistencia de un uso clásico. «Al señor don Evaristo, /mayordomo de La Palma, /por poco le sacan la alma, /pues estaba muy malquisto», escribe Don Margarito Ledesma. La regla actual dice que el uso del masculino, ante sustantivos femeninos que comienzan con «a» acentuada, se aplica sólo al artículo determinado singular (en el indeterminado es facultativo), y siempre y cuando no haya otras palabras en medio. Sin embargo, en España es muy común oír, también en el habla culta, «ese alma». Recientemente leí, en un texto filosófico publicado en España, «el mismo alma». Sin llegar a este último extremo, pienso que se trata de una evolución que podría terminar por considerarse la norma.
El español evoluciona donde se habla. También en Estados Unidos. “¿Qué hay de malo, ni qué hay de extraño, en convivir y cambiar con los vecinos?”, se preguntaba Alfonso Reyes (Aduana lingüística”, 1933). Y eso que no parecían gustarle los frutos léxicos de nuestra frontera norte, por el modo como se expresa al enumerar situaciones fronterizas, todas para valorarlas positivamente: las zonas comunes al Istmo y Centroamérica, las afinidades entre Cuba y la costa del Golfo, “y aun los feos términos que se escurren aquende el Bravo, la basquetita, el mueble, y otros inevitables pochismos que atraviesan como malos gérmenes los tejidos de una lengua a otra”. Son frutos del mestizaje no siempre fáciles de comprender, no sólo para el hablante de raza pura (si acaso los hay), sino también para quien pertenece a otro mestizaje. Y aquí deberá nutrirse nuestra fuerza de comprensión: en nuestra particular frontera, “donde, como en toda frontera, aprendemos a perdonar y a pedir perdón; es decir, a entender”.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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