Una cosa puede resultar insignificante por exceso o por defecto, porque significa demasiado o porque no significa casi nada. Todo lo que quiere tener algún sentido está amenazado en sus extremos por el énfasis y la trivialidad. El arte o ese peculiar concentrado de significación no está a salvo de ambos excesos, que pueden traducirse en la alternativa entre una vida sin arte o un arte sin vida.
El arte no es un sustituto de la vida, sino una estrategia de la vida para entenderse mejor, o sea, para vivir mejor. Sin esa reflexividad estética que nos libra de la inmediatez, la vida humana sería una serie de instantes disparatados, carente de conexión y sentido reconocibles; cabe también preferir el arte a la vida y conducirse como si la creatividad estética nos eximiera de las obligaciones de la vida cotidiana.
Cualquiera de las dos posibilidades supone una injusticia que se hace tanto al arte como a la vida. Si es verdad que la vida carece de significado cuando no es recogida en una interpretación, también ocurre que el arte pierde su peculiaridad existencial si trata de remplazar a la vida. Vivir como si no pudiéramos distanciarnos estéticamente de nosotros mismos es amputar de la vida una reflexión necesaria; hacer arte en detrimento de la vida no solamente pone en peligro la vida, al olvidar incluso las exigencias mínimas de la supervivencia, sino que malogra la virtualidad específica del arte, a saber, aquella prótesis de la vida en que consiste la exploración de posibilidades estéticas.
La vida sin arte es una amenaza de la misma magnitud que el arte sin vida, pero esta última tiene además la paradoja de que supone una muerte del arte a manos del artista, es decir, de quien cabría suponer en principio un mayor interés por defender sus virtualidades. Quien sustituye la vida por el arte está privando al arte de aquel espacio en el cual hacer resonar su fuerza creativa. El esteticismo es la frustración de los efectos benéficos del arte sobre la vida por carencia de destinatario. Por eso no tiene nada de extraño que buena parte de la producción estética contemporánea suponga una crítica del absolutismo estético. Un buen número de artistas se ha sentido obligado a tematizar los inconvenientes existenciales de su virtuosismo con el fin de salvar la peculiaridad estética de su brumosa generalización. El arte se salva de ser excesivo renunciando a la idea de una obra de arte total.
CUATRO FALSOS SUSTITUTOS
Diversas creaciones artísticas han dejado ver el absurdo de una sustitución del arte por la vida. Podrían agruparse esos esteticismos en trágicos, cínicos, moralistas o cómicos, según el efecto que se sigue de su respectiva absolutización.
a) La sustitución trágica de la vida por el arte se encuentra ejemplarmente representada por aquellos malditismos que presentan al artista como alguien que ha pagado su capacidad creativa con una renuncia a la vida, en su conjunto o en alguna de sus dimensiones, entre las que destaca la imposibilidad para el amor. De aquí proviene el estereotipo del artista maldito, sexualmente extravagante, pobre y enfermizo, que tanto furor causó en el XIX y de cuyos restos se compone todavía hoy el prestigio de mucho imitador que, careciendo de talento, se reviste con algunos de los atributos penosos que tradicionalmente han adornado a la existencia de un genio. El Doktor Faustus de Thomas Mann recoge muy acertadamente esa tradición que veía en el poder artístico una fuerza sobrenatural de cuya provisión se hacía cargo el demonio a cambio de una renuncia a vivir.
b) La versión cínica de esta sustitución de la vida por el arte consiste en ver desde la óptica del artista cualquier acontecimiento de la vida, introducir una valoración estética cuando lo más humano sería hacer un juicio de otra naturaleza. Se cuenta, por ejemplo, de un historiador del arte, moribundo, al que le ofrecieron un crucifijo y, en vez de comportarse como era de esperar en alguien que se está despidiendo de esta vida, empezó a describir las propiedades estéticas de lo que se le ofrecía para besar. Incluso las urgencias de la salvación podían esperar ante la posibilidad de mostrar la propia erudición.
La deslimitación de lo estético adquiere un carácter de vileza en la narración que Ernst Jünger hace de un bombardeo en su diario parisino del 27 de mayo de 1944. «Alarmas, aviones que sobrevuelan. Desde el tejado del “Raphael” observé dos veces en dirección a Saint-Germain, desde donde surgían imponentes nubes de las explosiones, mientras las escuadras se escapaban hacia la altura. Su objetivo de ataque eran los puentes del río. El modo y la secuencia de los ataques dirigidos contra los avituallamientos indicaban que ahí había una buena cabeza. Por segunda vez, al ponerse el sol, sostenía en mi mano un borgoña en el que ondeaba el temblor de la tierra. La ciudad, con sus torres y cúpulas rojas yacía en una violenta belleza, como un cáliz que es entregado para la fecundación mortal. Todo era espectáculo. Todo era puro poder, afirmado y elevado por el dolor» (Sâmtliche Werke, 1/III, Stuttgart 1979, 271).
Aquí el cinismo consiste en utilizar categorías estéticas para una situación que exige primeramente un sentimiento de horror y desolación, convertir en un escenario épico lo que constituye fundamentalmente un acontecimiento terrible. Por supuesto que el arte puede tematizar lo siniestro, pero su recreación estética parece ilegítima si no ha estado precedida de ese sentimiento de rechazo que la vida pone espontáneamente en quien no ha atrofiado su sensibilidad moral por un esteticismo artificioso.
c) Una articulación incorrecta de la vida y el arte adquiere un sentido moralizante o impertinentemente realista cuando no acierta a comprender su diferencia, ni tolera las licencias de la ficción. Se cuenta que al autor de La divina comedia sus contemporáneos le señalaban con el dedo por la calle diciendo: «¡éste ha estado realmente en el infierno!» Resulta inconcebible que un ser vivo disponga de tales capacidades de creación para describir aquello de lo que no tiene experiencia directa. Shakespeare fue bien consciente de que escribía para un público inmaduro y por eso, en el prólogo a Enrique V parece verse obligado a solicitar indulgencia haciendo decir al coro lo siguiente: «Perdonad. Cuando hablemos de caballos, pensad que los veis, imprimiendo sus orgullosos cascos en la blanda tierra: pues vuestros pensamientos han de ser los que revistan a vuestros reyes, y los lleven de acá para allá, saltando sobre los tiempos, y convirtiendo en una hora de reloj lo realizado en muchos años: para cuyo oficio, admitidme en esta historia a mí, el Coro, que, a modo de prólogo, solicito humildemente vuestra paciencia para que escuchéis con cortesía y juzguéis con benevolencia nuestra función». Parece ser que la idea de poner mediante el citado prólogo una figura que supliera los saltos en el tiempo y en el espacio obedece a las críticas que se habían dirigido a las obras shakespearianas de falta de verosimilitud.
Pero esa ingenuidad o falta de madurez ante la ficción tiene su aspecto positivo: no sólo da testimonio de la virtuosidad de la ilusión artística, sino también de la permanencia de la promesa tan necesaria como incumplible de que el orden estético refleje una suprema verdad. Esta ingenuidad sólo es lamentable cuando se presenta con seriedad didáctica o científica, cuando se enfrenta al libre juego de la ficción. La censura en sus diversas formas vive de esta equívoca inmadurez que toma la ficción por verdad. Es el reverso del esteticismo que pretende conducirse en la propia vida como los propios personajes. En este caso, el moralizador considera que no es posible vivir a distancia de las propias creaciones, que las categorías estéticas son directamente aplicables a las situaciones vitales.
d) Por último sin que esta clasificación signifique haber agotado las posibles versiones del esteticismo hay una sustitución de la vida por el arte que resulta fundamentalmente cómica, ante la que el primer sentimiento que aflora es la risa que produce lo ridículo. Es la estética de la estupidez o la estupidez de la estética; mejor aún: la estupidez como estética, lo ridículo en tanto que obra de arte. Quien lleva una existencia puramente estética, lo que hace es el ridículo. Esta versión del esteticismo no tiene los aires patéticos del esteticismo trágico; quien hace como que vive estéticamente no contrae en este caso un contrato diabólico que paga con la muerte sino un contrato escénico que apenas le cuesta otra cosa que la risa del público. Formalmente ambos esteticismos coinciden en una existencia fallida, pero el primero resulta más heroico y el segundo más risible.
Este tipo de existencia virtual es el que Woody Allen tematiza en la película Balas sobre Broadway y que, como dice Manuel Fontán, bien podría haberse titulado «Balas contra el arte», pues el destinatario de la sátira no es otro que ese arte enfático y afectado que trata inútilmente de ignorar las exigencias de la vida, entre las que se encuentra la conveniencia de protegerse frente al ridículo. La originalidad de su tratamiento reside en que, a la ya tradicional versión dramática de esta sustitución, Allen añade la clave del humor como una nueva perspectiva desde la que cabe tratar la pérdida estética de la vida.
FALSIFICACIÓN ESTÉTICA DE LA VIDA
El arte es un órgano de comprensión de la vida, había afirmado Dilthey. Podría añadirse que también es un procedimiento de falsificación de la vida cuando pretende sustituirla. Pero también cuenta a su favor que gracias al arte podemos entender el absurdo de sustituir la vida por el arte. La representación estética de este sinsentido es precisamente lo que anima esta película de Woody Allen y le confiere ese especial interés que despiertan las paradojas, en este caso, la representación artística de los límites existenciales de la representación artística.
Allen había examinado en otras ocasiones la tensión que existe entre el hombre y su tarea creativa, poniéndose habitualmente en favor del creador incluso aunque su conducta fuera reprensible. Aquí en cambio parece sugerir que el artista, como cualquiera, está sujeto a las limitaciones de la vida, entre las que se encuentran los deberes morales. Como en toda buena obra de arte, esta idea no es afirmada explícitamente sino más bien mostrada en el absurdo existencial no teórico en que incurre quien vive de otro modo. De hecho, una de las afirmaciones ridiculizadas en la película es la de que «cada artista crea su propio universo moral». Allen no se detiene a criticar esta declaración; le basta que el exceso enfático muestre su carencia de razón.
A medida que pasa el tiempo, la obra cinematográfica de Woody Allen se vuelve más reflexiva, más consciente de su carácter de representación. Un hito fue La rosa púrpura del Cairo, en que la distancia que separa inexorablemente la realidad de la ficción el arte y la vida era ocasionalmente anulada cuando un personaje cinematográfico se salía de la pantalla y huía con una espectadora que acudía diariamente a la sesión para escapar de su vida infeliz. Esa película, tras un juego de transgresión ilusoria de los límites de la realidad, terminaba sentenciando melancólicamente la insuperabilidad de la distancia entre el arte y la vida. El arte no puede aspirar a otra cosa que vaya más allá de la evasión ocasional; las leyes de la vida no coinciden con las posibilidades evocadas por el arte.
En la película que comento, Balas sobre Broadway, el eje que separa el arte y la vida sigue estando en el mismo lugar e imponiendo severamente su división del territorio. Lo novedoso resulta ahora el tratamiento cómico de una confusión que anteriormente había adoptado un tinte dramático. Vivir como si no se viviera, olvidar los imperativos de la existencia por las ambiciones de éxito teatral, es algo que ahora produce menos pena que hilaridad.
Tomando como eje la vida del artista, Allen regresa al Broadway de los años veinte y sitúa como protagonista a un joven escritor de teatro llamado David Shayne (John Cusak) con una obra brillante que quiere producir. Para financiar la representación, David se ve obligado a recurrir a un gángster que le pone como condición que el papel principal sea para su querida, Olive (Jennifer Tilly), una bailarina con una voz horrible y un temperamento caprichoso, una verdadera cabeza hueca. El resto de los autores de que dispone su modesto presupuesto no resultan menos esperpénticos, llenos de manías y aires de grandeza teatral, especialmente Helen Sinclair (Dianne Wiest), una actriz en el ocaso, que recita en vez de hablar y cuyo artificio representativo seduce hasta tal punto al director que está a punto de abandonar a su novia, una joven normal, cuya carencia de sensibilidad estética descubre por contraste con la teatralidad afectada de la vieja estrella de los escenarios.
En este planteamiento inicial nos encontramos ya con uno de los motivos recurrentes a lo largo de la historia: la contraposición entre lo estéticamente deseable y lo vitalmente posible. La vida plantea al arte dificultades y compromisos (como los que se ve obligado a aceptar el director teatral si quiere ver la obra puesta en escena), a los que se añade otra circunstancia que contradice la soberanía del artista, su pretendida originalidad. Y es que la supuesta obra maestra del autor novel no sólo es el resultado de los compromisos adquiridos con el gángster, sino que su tarea específica también se ve constantemente enriquecida por las cuñas certeras que introduce, desde el patio de butacas, el guardaespaldas que el gángster ha asignado para la protección de su amiga. Se trata de un personaje dotado de inesperadas habilidades teatrales, una curiosa mezcla de rudeza e inteligencia natural. Cheech (Chazz Palminteri) hace sugerencias argumentando que los diálogos propuestos por el director no tienen nada que ver con «cómo la gente habla realmente». Lo peor es que estas sugerencias son demasiado buenas como para no ser tenidas en cuenta. De este modo parece darse a entender que el ingenio surge de la vida y no tanto del arte, que una inteligencia normal resulta más sagaz también para las cuestiones estéticas que la bisoñés contaminada por un deseo de grandeza artística.
Pero como si existiera una ley que deforma inexorablemente la vida del artista, poco a poco el guardaespaldas va adoptando hacia la obra una responsabilidad que pondrá en peligro su vida. Termina haciendo suya la obra hasta convertirse en el verdadero director y se decide a proteger la integridad de la obra, aun cuando para ello tenga que asesinar a su protegida, que es indudablemente el principal obstáculo para el éxito de la representación. También el guardaespaldas termina falsificando su vida y se convierte en un asesino; sus últimas palabras en plena agonía no son alguna consideración trascendental sobre la tragedia de la vida sino unas pequeñas indicaciones al director para mejorar el guión.
La película refleja en diversas situaciones una misma sustitución de la vida por el arte: el enamoramiento absurdo que resulta de una seducción mentirosa, la afectación y teatralidad que guía la conducta total de los actores, los mismos decorados parecen una mentira ornamental, la calificación de una obra de teatro como buena ya que no había tenido ningún éxito, la idea de David de que una buena obra de arte está destinada a la oscuridad («Si la gente corriente no entiende tu obra de arte, entonces eres un genio»). Un arte cuya sublimidad está en función inversamente proporcional a su comprensibilidad, viene a ser el reverso del desprecio hacia la vida que se paga con la insignificancia, el error existencial o la insensatez.
EL ARTE ES SÓLO UNA INTERRUPCIÓN
La película de Allen refleja un escepticismo hacia el arte como sinónimo de humanidad. Supone una madurez desencantada hacia los efectos supuestamente benéficos del trato con las obras de arte. Hoy tenemos más motivos que en la época de un incuestionado lart por lart para comprender la compatibilidad entre la belleza y la barbarie. La obra del mejor escritor puede ser leída y conocida sin fruto, puede ser apreciada sin que se traduzca en la propia vida. El amor hacia la música, tan rica en humanidad, no ha impedido a algunos trabajar en campos de concentración bajo sus compases. El arte sin más no sirve para mejorar el mundo, para hacer mejores a los hombres y combatir el mal. En su inmediatez, el arte los libros, los sonidos, los colores y los gestos no es nada; es algo que puede ser utilizado para bien o para mal. Es ridículo pensar que, como un fetiche mágico, el arte resuelva los problemas difíciles, transforme el mundo y salve nuestras almas.
Balas sobre Broadway podría muy bien estar dirigida contra ese culto ingenuo y esnobístico hacia la cultura, que imita el peor esteticismo de fin de siglo y la actitud de Nerón ante el incendio de Roma. Cuando arde la ciudad y se abrasan los hombres, no sirve de nada entonar un canto sobre las llamas, sino que es preciso llamar a los bomberos para que salven a quienes luchan contra el fuego. El arte resulta una fuente de experiencia vital cuando no olvida que es, fundamentalmente, una interrupción. Pero la vida admite pocas demoras y no se puede habitar permanentemente en un devenir interrumpido. El arte puede habernos enseñando, en una lenta e imperceptible formación interior, a ayudar concretamente a quien está en peligro o sufre. En el momento del peligro y del dolor lo único relevante es esa disponibilidad; la cultura como tal debe ser olvidada y transcendida. Si no cala en la realidad de la persona, el arte no sirve para nada, es un mero ornamento que, en el instante de la tragedia, se convierte en barbarie.
Ningún respeto hacia la cultura puede hacernos olvidar que también ella está sacudida por estas contradicciones; de otro modo, se convertiría en juego pueril o en siniestra connivencia. Y sobre estas ambigüedades nos llama la atención la película de Allen. Su ironía cómica contra el arte constituye un homenaje indirecto a la seriedad que el arte alcanza cuando es consciente de su subordinación a la vida humana concreta, de su incapacidad para sustituirla y de los daños que ocasiona la ignorancia de sus obligaciones vitales. La sacralidad de la vida, que el arte expresa tan intensamente, trasciende también al arte, y la verdadera cultura lo ha sabido siempre. A la pía e ingenua orgía cultural Woody Allen plantea la necesidad de enfrentarse sin miedo a la diferencia entre el arte y la vida; lo que el arte pierda así, de sublime seriedad, lo recuperará en términos de ayuda para llevar una vida razonable.
Ninguna palabra vale una vida ofendida y en el día del juicio el mal hecho a los débiles pesará más sobre el plato de la balanza que la perfección del Partenón o de las sinfonías de Beethoven. Esto parece saberlo muy bien quien, además de director de cine, es autor de un libro cuyo título promete Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. El gran arte nos hace conocer la verdad de la existencia y también esta verdad del carácter secundario del arte. No pocas veces es el mismo arte el que, en momentos de inmolación generosa, nos advierte acerca de su relativa significación. Esta película es un ejemplo de que el arte también sirve para librarnos de él, para ponernos a salvo de su tragicómica absolutización.
Esquilo quería sobre su tumba un epitafio que recordase únicamente su combate contra los persas y no su obra poética. La poesía le había enseñado a luchar valientemente en aquellas filas, pero sabía que el arte había sido para él un punto de partida y que lo decisivo era el punto de llegada, la vida buena.