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Las sectas y los problemas personales

CREER O NO CREER

Las creencias forman parte de los presupuestos autoconstitutivos que entretejen, in nuce, el mismo núcleo de lo que las sectas son y significan. Actitudes y comportamientos respecto de este problema comparecen luego como aspectos derivados de las creencias.
De hecho, éstas son muy diversas, tanto en su fundamentación y contenido temático, como en el modo en que dirigen el comportamiento humano. Se presentan como un concepto polisémico y equívoco, nada homogéneo, tal y como se realiza y encarna en las personas.
La atenta observación del comportamiento religioso o de ciertas conductas afines en el hombre contemporáneo, evidencian la presencia de manifestaciones tan proteicas y heterogéneas en su pluralidad que, sólo con mucha dificultad, podrían ser englobadas en un sólo y único ámbito: el de las creencias.
Muchas de estas manifestaciones desvelan, sorprendentemente, la presencia de una religiosidad sin Dios, numerosas creencias en «dioses» particulares sin ninguna Iglesia, o «iglesias» sin Dios.
Por otra parte, el estudio de la persona singular manifiesta el modo en que se articulan o ensamblan las creencias, actitudes y comportamientos.
Desde tiempo inmemorial, acaso por la debilidad, contingencia y finitud de la condición humana, la persona no ha vivido de acuerdo a como piensa y, por eso, acaba por pensar como vive. Sólo que en la actualidad una vez que las creencias parecen oscurecerse y se ofrecen a la consideración de las personas todavía más opacas se ha ampliado y radicalizado la antigua disonancia entre el creer y el actuar.
Por último, hay algunas personas por el momento, en número todavía pequeño que han hecho una religión de sus actitudes a favor de las sectas (sectarios) o en contra de ellas (antisectarios). Unos y otros están incluidos en el ámbito de las sectas, implicándose en mayor o menor grado en ellas. Esto demuestra la viscosidad y alto poder de adherencia de las sectas, por mor de su articulación con las creencias y convicciones erróneas, algo que zarandea en lo más profundo la intimidad de la persona.
Como se ve, son muchos los criterios a los que debe apelarse para formular una definición de una secta. Nada de particular tiene que, al combinar los numerosos criterios posibles, se amplíe el arco de esas mismas posibilidades conceptuales. Pero ello no ha hecho sino magnificar la confusión existente, sin delimitar o establecer mejor el núcleo del problema.
Hay que añadir una realidad consistente e insoslayable: la relevancia y universalidad del hecho religioso, que ha demostrado ser suficientemente tozudo como para no ausentarse de ninguna persona, país o cultura; poco importa la intensidad de los asaltos urdidos en su contra.
Sin su consideración sería harto difícil dar razón o tratar de entender el comportamiento humano, en lo que respecta a este asunto. Ello demuestra que la capacidad de religación, algo común a toda persona, no parece ser renunciable y mucho menos extinguible.
Nada de particular tiene, entonces, que cuanto más se intente expulsar la religión de la sociedad como pretende el actual secularismo, tanto más se cuele ésta por la puerta de atrás primero en la intimidad de las personas y, más tarde, en la sociedad entera, en forma de creencias irracionales, actitudes sectarias o conductas estereotipadas.
Una solución rigurosa a este problema exige otra vía de aproximación que distinga entre creencias bien fundadas y erróneas; convicciones estereotipadas, actitudes irracionales y conductas coherentes; y, muy especialmente he aquí el nervio que atraviesa y sostiene la ensambladura de todo el sistema humano, entre todo lo anterior y la fe sobrenatural.
Acaso el problema de las sectas constituya apenas un nuevo reto, una nueva formulación del perenne diálogo entre fe y razón.

CONDUCTAS PROBLEMÁTICAS

Antes de seguir, haremos una breve consideración sobre otro concepto: los «problemas personales». El término, qué duda cabe, es en sí mismo suficientemente ambiguo como para potenciar todavía más la confusión sobre las sectas.
Los «problemas personales» constituyen un referente al que con facilidad puede apelarse para tratar de explicar cualquier conducta humana, por caótica y borrosa que sea. Dicho de otro modo: la diversidad y pluralismo del comportamiento humano facilita que cualquier conducta pueda ser tematizada como «problema personal». Entre otras cosas, porque la opinión común de las personas no discrimina ni matiza, en grado suficiente, entre conductas problemáticas y no problemáticas.
Sin embargo, no todo comportamiento debiera ser calificado, de inmediato, con este término. Si toda conducta humana es problemática, entonces, ninguna conducta humana lo es. Por consiguiente, la misma formulación de lo que es o no «problema» nada añade ni significa respecto del comportamiento de la persona. Pero, ¿qué se entiende por «problema personal»?
Emplearemos este término en dos acepciones muy concretas y lógicamente circunscritas al estricto ámbito de la psicopatología. En primer lugar, para referirnos a aquellos trastornos psicopatológicos que pueden estar en la base desde la que emergen las creencias sectarias. Esto significa admitir la hipótesis aunque sólo sea como mera hipótesis de que ciertas creencias sectarias hunden sus raíces en un sustrato patológico personal. Y, en segundo lugar, para referirnos a las consecuencias psicopatológicas generadas o derivadas a partir de esas creencias sectarias.
Afrontaremos el problema de las sectas sólo desde el ámbito de la psiquiatría. Ámbito restringido en el que sólo cabe incluir a aquellas personas en las que tales creencias suelen ser más destructivas, y que exige una distinción básica y previa. Una cosa es que las creencias puedan vivirse de una forma sectaria (sectarización religiosa) y otra muy distinta que las creencias sean por sí mismas sectarias (religación sectaria).
En el primer caso, el qué de la creencia está muy puesto en razón, pero no el cómo tal creencia se realiza en el comportamiento (fenomenología psicopatológica de las creencias y el comportamiento religioso), por lo que genera problemas. Es decir, nos encontramos ante una patología derivada, consecuencial y accesoria que, muy probablemente, es dependiente de un trastorno personal que tal vez puede identificarse y tratarse con relativa facilidad.
En el segundo caso, en cambio, lo patológico se asienta en el mismo núcleo de la creencia, por lo que esa patología mental es nuclear, previa y tal vez causal de la emergencia y compromiso con tal creencia. En cierto modo, porque tal creencia se configura, autoconstituye y está penetrada por los trastornos mentales preexistentes a su eclosión. En este último caso, el qué y el cómo de la creencia están alterados. Es decir, los trastornos psicopatológicos invaden la creencia y se manifiestan a partir de ella, salpicando la entera conducta humana.
Dada la diferente relevancia de uno y otro caso, y en honor de la brevedad, sólo atenderemos lo segundo.

ENTRE LA PSIQUIATROFOBIA Y LA PSIQUIATROFILIA

Con frecuencia, las personas hacen atribuciones acerca de lo que no entienden. A través de ellas tratan de «explicar» lo que observan, de manera que se alivie la ansiedad suscitada por lo que les era desconocido. Este modo de proceder ha sido estudiado recientemente, con mucha atención, por la psicología atribucional y cognitiva.
Desde esta perspectiva, se entiende que cada sociedad se haya enfrentado de modo diverso al hecho de los trastornos mentales, además de los «problemas personales» de que nos estamos ocupando. En el siglo XVI, el paisaje humano estaba frecuentado por «iluminados» y «alumbrados», que eran entregados al Consejo de la Santa y General Inquisición. También los médicos de entonces trataban de contribuir a la resolución de estos problemas. Juan Huarte de San Juan hubo de escudriñar en el entorno religioso de la ciudad de Baeza, pues durante los días «que allí desempeñó el oficio de médico, hervía la ciudad de murmullos en pro y en contra de los Alumbrados. Los casos de sicopatías, de “endemoniados”, de arrobos y de revelaciones despertaban un interés creciente y contradictorio en la clerecía».
En la actualidad estos «problemas personales» se han extinguido (?), o al menos el modo en que emergían y se configuraban en aquella sociedad, pero han emergido otros como las sectas.
La cultura tiene mucho que decir de estos y otros modos de atribución que, sin duda alguna, hoy nos resultan incomprensibles por el vertiginoso cambio cultural que se ha operado. También nuestro estilo atribucional ha cambiado de acuerdo con los valores en alza. En el siglo XVI hacer oración mental a diario era un valor social en alza. En aquel contexto era muy importante tener experiencias extraordinarias. Quizá por eso eran también mucho más frecuentes los iluminados y alumbrados.
Hoy apenas existen. Sin embargo, hay un hecho común entre las atribuciones de ayer y de hoy. Cuando algo no se entiende o genera un malestar social inexplicable, apelamos enseguida a una causa supuesta o real y lo atribuimos a la existencia de una cierta patología mental.
Justificamos así la conducta de aquella persona apelando a la psiquiatría. En efecto, si aquella persona está enferma, su ilógico comportamiento es subsumido en una nueva lógica la de la ciencia psiquiátrica, por cuya virtud tal comportamiento resulta explicado, haciendo intervenir una estructura mental trastornada.
Al parecer, para todo lo que nos interesa y vaya si nos interesa darnos una teoría explicativa acerca del comportamiento ajeno que no entendemos se acude a la psiquiatría, en aras de una posible justificación tranquilizadora, poco importa que ello lleve implícita la descalificación de las personas. Esta actitud, tan devota de la psiquiatría, debiera calificarse de psiquiatrofilia.
En cambio, cuando no interesa apercibirse de la existencia de los trastornos mentales, se introduce la actitud psiquiatrofóbica, aunque ello implique el descrédito de una ciencia que, afortunadamente, cada día es científicamente más rigurosa y se diferencia menos de otras especialidades médicas.
Desde unas y otras actitudes se ha tratado de afrontar el problema de las sectas y del comportamiento sectario. Y aunque en muchos casos haya suficientes indicaciones para esta apelación, en otros la psiquiatría nada tiene que decir o en caso de afirmar algo lo sostendría en contra de ella misma, haciéndose un flaco servicio a sí misma y al hombre al que está llamado a servir.
En cualquier caso, reconozco que en algunas ocasiones no precisamente recientes he tenido que cumplir con el deber médico de asistir a pacientes que, por su vulnerabilidad, estaban siendo impactados por la captación sectaria. En otras ocasiones, tranquilizar a algunos padres cuyos hijos habían sido falsamente acusados de pertenecer a sectas, cuando simplemente habían elegido un mayor compromiso con su fe católica. Ciertamente que, otras veces, he tenido que ayudar en la rehabilitación de jóvenes que, a causa de la enfermedad mental que padecían o por la fuerte presión psicológica sufrida de parte de ciertas sectas, requerían un tratamiento psicofarmacológico y psicoterapeútico inaplazables.
Estas cuestiones no son para el profesional nada fáciles. Ni siquiera la escasa bibliografía científica disponible sobre este particular resulta mínimamente aceptable. Enfrentamos un nuevo reto que de seguir extendiéndose la acción de las sectas la psiquiatría del futuro tendrá forzosamente que abordar.

ILUMINADOS Y ALUMBRADOS DE HOY

¿Quienes son los iluminados y alumbrados de hoy, en relación con las sectas? En principio, cabe distinguir cuatro grupos de muy variada significación: los líderes y fundadores carismáticos de sectas, los adictos a ellas, los familiares de los adictos y una gran parte de los así autodenominados «desprogramadores».
1. Líderes y fundadores de sectas. Entre ellos existe toda la diversidad que en principio debe admitirse ante cualquier acontecimiento humano, sólo un poco más restringida por su peculiar perfil psicológico. No todos ellos, claro está, presentan rasgos psicopatológicos. Pero los trastornos psicóticos especialmente cuadros delirantes y trastornos maniacos no suelen ser infrecuentes, así como el consumo de drogas al menos implícitamente, cuando al inicio tratan de simular el carisma que dicen haber recibido para arrastrar a otros.
Entre los trastornos de personalidad, son más proclives a padecer la personalidad paranoide, histriónica, dependiente, narcisista y de inestabilidad emocional. En algunos pueden concurrir ciertos trastornos del comportamiento sexual; en otros no.
Conviene advertir que muchos de ellos no presentan ninguno de los trastornos psicopatológicos aludidos. Más aún, son personalidades adornadas con los necesarios rasgos positivos como para que resulten suficientemente atractivas para sus seguidores. Del mismo modo, sería erróneo pensar que muchos de ellos están motivados por intereses económicos.
2. Personas adictas a las sectas. Las personas más vulnerables son, sin duda alguna, ciertos pacientes psiquiátricos. Entre ellos, los que probablemente ocupen el puesto más relevante son los esquizofrénicos y todos aquellos pacientes que sufren determinados trastornos del pensamiento (robo del pensamiento, interceptación, pensamiento impuesto, etcétera).
Muchos de los anteriores síntomas se integran configurando estructuras delirantes (creencias falsas basadas en una inferencia incorrecta de la realidad, que son firmemente sostenidas a pesar de una clara evidencia de lo contrario) y psicóticas (trastorno severo caracterizado por un grave desequilibrio del sentido de la realidad, alteraciones del juicio crítico y profunda desorganización de la personalidad).
Estas estructuras son muy permeables y cercanas a las cosmovisiones e interpretaciones del mundo, propias de las sectas. Dicho de otra forma, estos pacientes por la misma naturaleza de los trastornos del pensamiento que padecen tienen una especial afinidad para ensamblar su discurso patológico en el contexto del discurso que ofrecen las creencias sectarias, al estar formalizado y disponer de una cierta validez externa, que hunde sus raíces en el comportamiento de las personas ya integradas en ellas. De aquí que sean con mucha facilidad captados y domesticados por las sectas.
La razón es que al ser muy endeble y confusa la «lógica interna» de su personal discurso patológico, necesitan de la aportación de elementos externos de otros discursos poco importa que en sí mismos sean o no verdaderos, con tal de que sean empíricamente reales, es decir, que los perciba realizados experiencialmente, tal y como se ponen de manifiesto en las personas que pertenecen a la secta.
Con independencia de que las sectas se dediquen o no al consumo y/o tráfico de drogas, algunos drogadictos pueden encontrar en ellas un excelente ámbito de acogida: por las numerosas alteraciones psicopatológicas que padecen, y por lo que tal ámbito pueda significar de acogida y apoyo, pertenencia a un nuevo psicogrupo, militancia en nuevas convicciones, etcétera. La adhesión incondicionada es mayor si se les provee, además, de las sustancias que consumen.
Algunas personas que padecen trastornos obsesivos son también excelentes candidatos para las sectas, porque allí se sienten seguros al adoptar un programa de conducta colectiva rígidamente reglado, asumido sin ninguna crítica por la totalidad del grupo.
Las personas que padecen trastornos de personalidad especialmente las esquizotípicas, dependientes e histriónicas son excelentes clientes potenciales a formar parte de las sectas.
La personalidad esquizotípica se caracteriza por distorsiones perceptivas y cognitivas unidas a una conducta excéntrica. Es frecuente en ella el pensamiento mágico inconsistente con las normas culturales.
La personalidad dependiente presenta una excesiva necesidad de protección, lo que se explana y configura en forma de una conducta sumisa y temerosa de la separación del grupo de pertenencia. Una persona así necesita recibir consejos y que le confirmen en las decisiones que ha de tomar. Ha de ser apoyada para asumir responsabilidades acerca de la propia vida y es incapaz de mostrar su desacuerdo por temor a que le retiren el apoyo o a manifestaciones de ira de quienes depende.
La personalidad histriónica se caracteriza por una continua búsqueda de llamar la atención, además de inestabilidad emocional, excesiva preocupación por la propia apariencia, discurso superficial y llamativo para impresionar, búsqueda inmediata de gratificación y tendencia a creer que las relaciones personales que establece son más profundas de lo que realmente son.
Como fácilmente se advierte, estos trastornos de personalidad constituyen un caldo de cultivo propicio para su articulación y ensamblaje con la estructura organizativa y el estilo de vida que caracteriza a las sectas.
Naturalmente, el perfil psicopatológico de la persona vulnerable a la acción de captación de las sectas no se agota aquí, sino que se prolonga en personas necesitadas de afecto, que tienen conflictos emocionales, familiares o profesionales, que padecen de aislamiento social, etcétera.
Estas situaciones son frecuentes en los jóvenes de hoy. De aquí que las sectas se dirijan selectivamente a la captación de estos grupos de riesgo, donde su acción a corto plazo es menos resistida por inexperiencia de la vida y mucho más eficaz.
3. Familiares de los adictos. En ellos estas características son mucho menos estables y consistentes. En algunos casos no se advierte la presencia de ningún trastorno psicopatológico. Otras veces pueden advertirse en los padres ciertas manifestaciones, como sobreprotección, autoritarismo o absoluta indiferencia, dependencia afectiva hacia sus hijos, presencia casi crónica de conflictos familiares, hogares rotos, etcétera.
Cada una de estas situaciones se refleja de modo peculiar en la forma en que los padres responden cuando se percatan del comportamiento de sus hijos, y cómo afrontan el problema. En algunas familias esa manera de proceder no sólo no contribuye a la resolución del problema, sino que lo agrava o dificulta.
Sucede lo mismo que en la sociedad diversa y multicultural en que vivimos. Frente al comportamiento de los hijos adictos como respecto a las sectas, cabe la satanización o la divinización, además de la sectarización.
De ordinario, una vez que ha sido captado, el joven candidato encuentra en el nuevo grupo un sentido para su vida indistintamente de que sea erróneo o no, además de satisfacer sus deseos de pertenencia social a algo. Sin ese contexto de la secta, tal deseo muy probablemente jamás lo habría satisfecho. Una vez que lo ha encontrado tan necesitado y hambriento como estaba de él, resulta difícil persuadirle de que lo abandone. Entre otras cosas, porque cuanto más crispada sea la respuesta de sus familiares, tanto más se acrecienta y robustece su tozudez por continuar formando parte de ella una manera como cualquier otra de autoafirmarse frente a sus padres y familiares.
La actual confusión cultural y social dificulta todavía más la toma de decisiones respecto de estos problemas. No se olvide que por motivos muy variados desde la rebeldía juvenil al interesado y agresivo secularismo un relevante sector social no parece tener inconveniente alguno en calificar con el término peyorativo de «secta» a cualquier nuevo movimiento religioso, con independencia de que haya sido aprobado o no por la Iglesia Católica. Hasta que no se afronte esta dificultad como es debido, la confusión estará servida.

«LAVADO DEL CEREBRO»

4. «Desprogramadores». Constituyen un grupo muy heterogéneo en el que, sin embargo, se manifiesta un rasgo común: ciertas actitudes furiosamente psiquiatrofóbicas.
Son personas que, por lo general, desconfían de los psiquiatras, a los que consideran no expertos en estas cuestiones. Por contra, se autoconfieren el título de «desprogramadores», indistintamente de que muchos de ellos ni siquiera sean médicos. En esta polémica se advierte muy pronto un conflicto de intereses, algunos de los cuales son explícitamente de tipo económico.
El término «desprogramar» hunde sus raíces en un uso abusivo de «la metáfora de la computadora», una metáfora relativamente útil para «explicar» cómo funciona el Sistema Nervioso Central. En principio, no hay inconveniente en admitirla, ya que durante las dos últimas décadas, ha supuesto ciertas ventajas en la investigación psicológica de ciertos procesos mentales. Sin embargo, no debiera axiomatizarse ni sustanciarse. El cerebro humano no es una computadora y, en consecuencia, no debiera establecerse propiamente ninguna analogía entre ambos.
Por eso no debe admitirse, ni siquiera en lenguaje coloquial, el que se hable de programar, desprogramar y reprogramar. En realidad el cerebro no es programable por nadie, como tampoco nadie puede llevar a cabo eso que en su día se quería significar con el tópico de «lavado del cerebro». Otra cosa muy diferente es que se aproveche la vulnerabilidad que ofrecen ciertas funciones psíquicas en una determinada persona con frecuencia, un enfermo mental para obtener de ella un cierto provecho, es decir, manipularle en algún sentido.
Esto ha sucedido desde antiguo a través de la sugestión, la hipnosis, etcétera. Pero sostener que ciertas técnicas psicológicas pueden programar o desprogramar la mente es, además de irreal, una evidente manifestación de ignorancia.
Lo que algunos califican como «programación», no es nada más que la aparición de un cuadro delirante trastorno psicótico ampliado y compartido padecido simultáneamente por diversas personas.
Con los términos desprogramar y reprogramar, algunas personas suelen referirse, respectivamente, a las actividades llevadas a cabo por los «desprogramadores»: «desmontar» las falsas creencias de la persona cautivada por una determinada secta, así como las actividades de entrenamiento que son necesarias instaurar, a fin de lograr su reinserción social.
Lógicamente, la mayoría de los «desprogramadores» son y se manifiestan como formalmente antisectarios. De lo contrario, les resultaría muy difícil lograr la relativa validez social que precisan para su actividad. Pero en otro sentido, muchos son materialmente sectarios o se comportan como hipersectarios. Es decir, amplían impropiamente el significado de este término a fin de aumentar su cartera de clientes potenciales. Algunos de ellos lideran movimientos (formalmente) antisectas que luego resultan (materialmente) sectarios.
Nada de ello tiene que ver con el quehacer clínico de los psiquiatras. A éstos compete el tratamiento de las personas atrapadas en esta peculiar adicción con los numerosos procedimientos de que actualmente disponen (fundamentalmente psicofarmacología y psicoterapia).
Hoy se puede trabajar desde la psicología de la atribución y desde la psicología cognitiva para modificar los efectos perversos de cierto etiquetado social y de sus consecuencias en el moldeamiento comportamental, de forma que se alumbre la reconfiguración personal de otro estilo de vida religioso, con todo respeto a su libertad personal, lo que es, por definición, la antítesis del estilo de vida sectario.

«ACTITUDES PRO SECTAS»

Cuando no se educa en la libertad y en un ponderado espíritu crítico, es mucho más fácil la posibilidad de homogeneizar a la baja y de forma niveladora las convicciones y creencias de las personas menos cultas, más jóvenes o con trastornos psicopatológicos. Esto las hace también más desvalidas frente a algunos peligros reales, como las sectas.
Hay sectas porque no hay conocimiento de Dios fundado en razón. Las creencias erróneas constituyen el cañamazo en el que se alza el comportamiento sectario. Entre creencias y comportamiento median las actitudes, que constituyen el núcleo principal sobre el que debiera dirigirse la acción preventiva.
El poder de penetración de las sectas en nuestra sociedad actual desvela algo en lo que debiéramos reflexionar: el oscurecimiento y desprestigio de la razón, en primer lugar, y la escasa articulación entre lo que se piensa y lo que se hace (unidad de vida).
Si las personas no se atreven a pensar, no leen, no se forman y, en cambio, se entregan desordenada y excesivamente a ver televisión, entonces no hay lugar para el desarrollo del tan necesario espíritu crítico. Tales actitudes son al menos sospechosas y debieran calificarse como «actitudes pro sectas».
Es preciso reinstaurar la necesidad de la formación religiosa. Pero para ello es necesario vigorizar antes su prestigio social. Y no se vigorizará si no se conocen bien los numerosos errores doctrinales que conviven simultánemanete en la mente de muchos. Me refiero al antipersonalismo, indiferentismo (el ideal estoico de la indiferencia; apatheia) y neutralismo (hacer coincidir e identificar objetividad y neutralidad;al emotivismo fiduciario y dócilmente servil (sentimentalismo depauperado;al sensacionalismo periferalista y epidérmico; al intelectualismo positivista, infamante y seco; al racionalismo y voluntarismo; al abstraccionismo; al descrédito del pensamiento; etcétera.
Este programa de formación pasa por recuperar el concepto de «virtud» y la generación de hábitos buenos. En este marco, la educación familiar constituye una pieza imprescindible, especialmente en lo que atañe a la formación y práctica religiosa. Ello compete a los padres, quienes, además de profundizar intelectualmente en el conocimiento de su fe, han de esforzarse por encarnarla de forma coherente en sus vidas. Se trata de que fe y comportamiento sean una sola y misma cosa. De este modo se facilitará a los hijos un conocimiento más connatural, asequible y experiencial de la religación con Dios.
La escuela y especialmente la enseñanza universitaria no debieran volver la espalda a la formación teológica. Resultaría monstruoso que los jóvenes estudiantes se preparasen sólidamente en las disciplinas que configuran la trama de su futura dedicación profesional y, no obstante, fuesen del todo ignorantes respecto del ámbito de lo religioso.
Aunque uno y otro ámbitos sean autónomos e independientes, existen entre ellos numerosas relaciones cuyo conocimiento no debiera ser renunciable sino exigible. Para ello es conveniente formarles más en la estudiositas que en la curiositas; en el saber que salva, porque en él se concitan e integran todos los saberes.
Es muy conveniente incentivar a cada alumno, a cada hijo, a que asuma, desde su libertad personal, sus propias decisiones en lo que respecta a su comportamiento religioso, ámbito que jamás debiera ser silenciado o estar ausente en el amplio arco de su formación personal.
La formación religiosa configura el marco de referencias en el que cualquier acontecimiento vital se hace significativo. Y eso porque a él pertenecen las cuestiones últimas y penúltimas de la vida personal que cada quien anhela contestar. Parece lógico que, sin ese marco de referencias, sea difícil configurar un proyecto de vida personal que tenga sentido.
Sin duda alguna, la medida preventiva más eficaz contra las creencias erróneas y los comportamientos sectarios es la unidad de vida. Aunque la ciencia proceda mediante el análisis y la descomposición de lo real, de forma que avance desde lo sencillo a lo complejo, la unidad del ser humano no es compatible con la fragmentación de lo real.
Esa unidad de vida es consecuencia inmediata de cómo se haya llevado a cabo el ensamblaje de creencias, valores, convicciones, actitudes y comportamientos. La difícil unidad de vida, que la persona ha de alcanzar a lo largo de su entera trayectoria biográfica dadas las tensiones, paradojas y contradicciones que entreveran el vivir humano, será mucho más viable si es coherente el anterior ensamblaje; en el caso contrario la unidad de vida resulta sencillamente imposible.
Es preciso reconocer que el problema de las sectas nos atañe e interpela a todos. Ninguna persona ha de sentirse indiferente ante el hecho de que se vacíe hoy la personal religación del hombre con Dios y se la sustituya por creencias erróneas a las que antes o después cualquier persona vinculará su comportamiento.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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