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La fascinación por lo morboso. Algunas claves antropológicas

El observador atento a la realidad, no puede hoy sino inquietarse, hacerse preguntas, indagar en el mundo de las imágenes, de esos millones de estímulos que por vía visual impactan durante horas en millones de espectadores. Es preciso reflexionar, aunque sólo sea durante unos minutos, acerca de lo cotidiano. La invasión de los hogares por la imagen constituye hoy un hecho obvio. La televisión y la computadora son en la actualidad elementos domésticos, cercanos, familiares y, según parece, imprescindibles e irrenunciables. Sin duda alguna, han contribuido a proveer al hombre de nuestro tiempo de un recurso tecnológico antes impensable, que arma con poderío sus posibilidades de estar informado.
Pero no todo son bonanzas ni progreso en el modo en que la persona usa y se relaciona con estos medios. Más allá de sus luces y sombras, el hecho es que, en la práctica, ninguna persona ha sido educada para su uso adecuado. Se ha procedido más bien por ensayo y error, por moda que se ha hecho costumbre, como algo consuetudinario, sin que ni siquiera el usuario haya leído previamente las instrucciones para su uso.
Lógicamente, los medios de comunicación han devenido también en una nueva actividad empresarial, en la que si algo importa son los resultados económicos. De aquí la vital importancia que se atribuye a la cuota de audiencia en los diversos programas, algo de lo que directamente depende la cuenta de resultados que se obtenga. La multiplicación de los canales de televisión ha incrementado exponencialmente la competitividad. Por lo que resulta imprescindible hacerse con el mercado, arañar en la masa informe de los potenciales telespectadores una porción mayor, de manera que sean más rentables las inversiones realizadas.
La proliferación de programas, más o menos igualitarios y homogéneos, ha hecho que se estimule la imaginación de los programadores, de manera que lo que se ofrezca sea cada vez más excitante, más sorprendente. En esta carrera apresurada, cada día se ofrecen contenidos más allá de los límites humanos, con tal de asegurar la imprescindible y necesaria cota de mercado; problema generalizado a todo lo ancho de las redes de telecomunicación.

LOS «TELEENCARCELADOS»

Pondré algunos ejemplos. Es el caso del concurso «Gran Hermano» que se exhibe actualmente en un canal de la televisión española. Un grupo de hombres y mujeres, previamente seleccionados, conviven juntos durante varios meses, sin comunicación alguna con el exterior, mientras se graba su comportamiento las veinticuatro horas del día a través de más de una veintena de cámaras, cuyos sensores permanecen en estado de alerta ininterrumpida. El concurso se rige por unas reglas pautadas, que entre otras cosas exigen la eliminación periódica de los diversos participantes – según el resultado de las votaciones entre ellos o, en su defecto, de los telespectadores-, de manera que después de algunos meses quede un solo vencedor, que ganará veinte millones de pesetas. Cada participante obtendrá una ganancia proporcional, en función de los días de «convivencia» que haya resistido en esa situación experimental antes de haber sido eliminado. Por supuesto, no existe ninguna limitación para la filmación y difusión de sus respectivos comportamientos.
El modo en que se ha conducido la audiencia española e internacional, a este respecto, está constituyendo un total éxito, llegando en algunos momentos a más de quince millones de espectadores españoles. La televisión digital trasmite durante las veinticuatro horas de cada día, sin selección previa, las imágenes de cuanto acontece en la casa habitada por estos teleencarcelados.
En realidad, el experimento español no es nuevo, tiempo atrás tuvo una edición con el mismo diseño en Holanda. Algo parecido sucedió también, meses antes, en Chile.
COMERCIALIZAR LO PRIVADO, BUEN NEGOCIO
La invasión de la imagen no se limita a sólo la televisión sino también a las fotografías, a los videos, a las páginas web. Prueba de ello es la exposición, que bajo el título de «miradas impúdicas» ha organizado el Centro Cultural de la Fundación La Caixa de Barcelona, en la que se reúnen fotografías, videos y webs. En ella la persona no se reserva nada para sí. Basta con que satisfaga el compromiso de desvelar su intimidad.
Los participantes son personas que enseñan su casa, su entorno, su cuerpo, sus deseos, aspiraciones y frustraciones, en una palabra, exhiben ante los espectadores su intimidad al desnudo. Los antecedentes próximos de estas últimas manifestaciones están en los reality shows, programas en los que se exhibían las intenciones más recónditas que dirigen el comportamiento humano, sin ahorrar a los telespectadores – más bien al contrario, según las exigencias del guión-las heridas lacerantes y desgarradoras, todavía no cicatrizadas.
En los medios de otros países sucede algo muy parecido, tanto en los telediarios informativos como en otros programas. Hoy se ofrece al espectador, impúdicamente, imágenes, por ejemplo, de la muerte real de una persona relevante, que tal vez sufrió un infarto de miocardio. En algunos films se certifica -como para autentizar y llamar la atención de los potenciales videoconsumidores-, que la muerte del actor que acontece en la película es la muerte realiter de la persona que fue.
Esta obsesión por manifestar y comercializar el ámbito de lo privado y personal se ha generalizado. Tal vez por ello, algunas compañías han optado por «capitalizar» económicamente el comportamiento de sus clientes. Este es el caso, por ejemplo, de Telefónica. Junto a la factura que la empresa presenta al usuario, le envía un escrito, con letra insignificante, advirtiéndole que «sus datos personales de contratación, junto a los obtenidos durante la vigencia del contrato están incorporados en ficheros automatizados, titularidad de esta empresa; (…) si no desea que este tratamiento se produzca puede comunicarlo dirigiendo un escrito a la anterior dirección; (…) si no recibimos noticias suyas en el plazo de un mes, entenderemos otorgado su consentimiento».
Obviamente, la inmensa mayoría de los abonados ni siquiera se apercibirán ni leerán esta información, que es muy relevante, puesto que constituye el residuo, exacto, riguroso y acumulado, de la conducta del abonado, en lo que se refiere a la comunicación.
Obsérvese que a través de esos datos, la compañía conoce con todo rigor las horas en que el usuario llama o no, cuándo no atiende las llamadas que recibe por no estar en casa o la oficina, los teléfonos y personas a las que llama, las entidades bancarias y los movimientos económicos que realiza, es decir, sus hábitos de comportamiento. En este caso, el conocimiento de la vida privada del usuario puede ser utilizado en su contra por la compañía a la que está abonado, a través del tratamiento informático de las huellas residuales que su conducta genera.
Esta valiosa información otorga a la compañía muchas posibilidades como, por ejemplo, el conocimiento del mercado, el análisis de la demanda, la capacidad de diseñar una oferta más competitiva, en definitiva, la columna vertebral de la vida privada del cliente, de la que ahora se hace un uso público. ¿Dónde ha quedado el respeto y el derecho a la intimidad y privacidad de esos datos de la persona? ¿No es acaso una explotación poder analizar, copiar, exportar ceder o vender estos datos privados a otras compañías o entidades colaboradoras? ¿En virtud de qué principio jurídico puede esa empresa limitar a sólo un mes el derecho del cliente para ejercitar su derecho de cancelar el abuso que se comete?
No, a lo que parece el derecho a la intimidad se está extinguiendo, lo que sitúa a los consumidores en un encrespado escenario, en el que la lucha por sus libertades individuales se presenta cada día más difícil. ¿Qué le acontecería a un hacker si se introdujera en los ficheros automatizados de la compañía, dispusiera de ellos y los vendiera a otra empresa? Ciertamente, habría incurrido en un delito informático, respecto del cual casi todos estaríamos de acuerdo en que debería ser penalizado. De ser así, ¿por qué lo que se califica como delito en una persona no se puede calificar también como delito en una empresa, cuando ésta invade millones de veces la intimidad de millones de usuarios? ¿Es que acaso son más impunes hoy las empresas que las personas? ¿Hay tal vez dos instrumentos de medida en el actual derecho?
LA FASCINACIÓN DE LA IMAGEN
Se ha dicho que «una imagen vale más que mil palabras». No concuerdo con esta afirmación, cualquiera que sea su validez social, aunque éste no es el momento de probar su alcance o la fundamentación de mi opinión personal. Baste señalar aquí, entre otras cosas, que la palabra, el verbo, expresa la intimidad, mientras que el ojo ve, pero ni ve su intimidad, ni puede verse a sí mismo.
Gracias a la palabra, al dictum, a lo dicho, la persona se encuentra consigo misma, se reconoce como quien es y puede regalar su intimidad a quien desee para compartirla con ella. Los conceptos tienen mayor alcance que las imágenes, pues como representaciones simbólicas que son, están más allá y asientan más profundamente en la intimidad que las representaciones meramente icónicas, propias de las imágenes.
Además, gracias a los conceptos es como realmente conocemos la realidad. Las imágenes, a pesar de la indudable frescura que nos aportan, están cautivas y son rehenes de lo particular, lo singular, lo inmediato. Por el contrario, a través de los conceptos, lo particular se universaliza en el espacio y el tiempo, con absoluta independencia de la realidad designada por ellos, casi siempre restringida y limitada según las peculiaridades del observador.
Las palabras tienen siempre vocación a la universalidad ƒ{liberadas como están de las coordenadas espaciales y temporalesƒ{, por lo que a través de ellas ƒ{el verbum mentis, la palabra entendidaƒ{ nos introducimos en el proceso de abstracción. Esto es lo que acontece, por ejemplo, con palabras como concepto, sustancia, esencia, eternidad, infinito, etcétera, tan relevantes que jamás podrá apresarse su significado a través de ninguna imagen. Por eso hay que concluir que una sola palabra vale más que mil imágenes y esto, aunque les pese a los charlatanes de la nueva pedagogía.
Cosa muy distinta es que las imágenes actúen como encantadores de serpientes. Sin duda alguna, tras las imágenes las personas son arrastradas con muy poco esfuerzo. El comportamiento humano es mucho más pasivo frente a las imágenes que respecto a los conceptos. Las palabras, por estar más cerca de la reflexión implican un comportamiento más activo en quienes las pronuncian y quienes las acogen; el yo de cada persona queda más comprometido con las palabras que con las imágenes. Es preciso reconocer que las imágenes suscitan o pueden suscitar mayor fascinación que las palabras, pero al fin y al cabo sólo eso: fascinación.
El término fascinación tiene hoy, en el uso común del lenguaje, un significado muy positivo, que en modo alguno le es propio. La fascinación, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, no es otra cosa que «engaño o alucinación». Lamento mucho que este significado pueda aniquilar el prestigio de esa palabra, pero es el que consta en el diccionario y… doctores tiene la Real Academia de la Lengua Española.
Fascina, siguiendo la citada fuente, lo que engaña, lo que alucina u ofusca. Fascinar es también «hacer mal de ojo». La fascinación tiene que ver con el ojo; es sinónimo de «aojo», «acción y efecto de aojar, de ojear», es decir, de «dirigir los ojos y mirar con atención a determinada parte» (sic).
Después de esta breve excursión por los términos del diccionario, parece congruente que el prestigio de las imágenes se desvanezca, un desvanecimiento que será tanto mayor cuanto el contenido de aquellas sea lo morboso y perverso, es decir, cuando lo que en ellas se representa coincida con los contenidos a los que ya he aludido en la introducción. En efecto, lo morboso es lo que «causa enfermedad o concierne a ella», de la misma manera que lo perverso es lo «sumamente malo, depravado en las costumbres u obligaciones de su estado» (díc).
No se trata aquí de satanizar ni las imágenes ni el uso que se hace de ellas en muchos programas de televisión. Tampoco se trata de psiquiatrizar las consecuencias que se generan en quienes se exponen visualmente a su observación, aunque sobre ello habría mucho que decir (confrontar el videotexto del autor de estas líneas, «Telecomunicaciones: ¿Cómo modifican el comportamiento social?», IESE, Madrid 2000). Se trata tan solo de poner de manifiesto que el hecho de que una imagen pueda suscitarnos cierta fascinación, en modo alguno queda por ello legitimada.
¿QUÉ HILO UNE LA FASCINACIÓN CON EL MORBO?
El misterio del comportamiento humano constituye un reto siempre atractivo que nunca defrauda. Desde una perspectiva empírica puede establecerse que las imágenes morbosas constituyen un poderoso atractivo para la mayoría de las personas. ¿De dónde le viene al hombre esta atracción por lo morboso? ¿Cuál es el fundamento antropológico de la fascinación que suscita lo morboso en la persona?
Admitamos, por el momento, que lo morboso suscita fascinación, que atrae, que lo morboso impele a la atenta observación de determinadas imágenes. Pero si como hemos observado, la fascinación es, por su propia naturaleza, engañosa y lo morboso es lo concerniente a la enfermedad, ¿cómo explicar, entonces, el grueso hilo que les une y articula, hasta el punto de disparar el comportamiento humano en esa dirección? En definitiva, ¿qué tiene lo sórdido que atraiga tanto a las personas?
La mayoría de los telespectadores que observan estos programas, de hecho, reconocen que son zafios, sórdidos, morbosos, de mal gusto, inconvenientes. Sin embargo, se exponen una y otra vez a ellos, es decir, que dicen una cosa y hacen la contraria, que en ellos lo dicho y lo hecho no son coincidentes, poniendo así de manifiesto la incongruencia de su comportamiento. ¿Por qué?
Existen algunas razones que hacen más comprensible ƒ{aunque no del todo explicableƒ{ la incongruencia de estos comportamientos. En primer lugar, muchas personas suponen que si no hablan de lo que habla la gente, si no comentan estos programas, no «están al día». Esta razón carece de fundamento. Cada día acontecen miles de eventos de los que la mayoría ni nos percatamos ni nos apercibimos, y eso en modo alguno obstaculiza que realmente seamos y nos consideremos personas de nuestro tiempo. Hay también, por ejemplo, eventos muy dignos que acontecen cada día ƒ{especialmente, en el ámbito de la investigaciónƒ{ que nos pasan inadvertidos y no nos atraen. Pero tan actuales son unos como otros. Más aún, los segundos tienen mayor vigencia y actualidad que los primeros, pues de ellos depende, en gran medida, el futuro de nuestras vidas.
En segundo lugar, podría apelarse a la curiositas, a la curiosidad, como posible explicación de la incongruencia de estos comportamientos. Esta razón acaso tenga mayor alcance explicativo que la anterior. La curiosidad es apenas una circunstancia, una situación vital que invita a conocer sin conocer, a hurgar superficialmente en ciertas realidades sin comprometerse con ellas, a «pasar el rato» o «matar el tiempo», sin que de ello se genere ningún enriquecimiento personal. Pero como el transcurrir de la vida humana es irreversible, cualquier tiempo gastado en este menester es tiempo-basura, disolución de la vida personal en una acción ruinosa, por lo que tampoco parece que esta razón nos ayude a comprender mejor el comportamiento de la persona que libremente se expone a la observación de lo morboso.
SALTAR LOS LÍMITES DEL TEDIO
En tercer lugar, algunos teleconsumidores experimentan esa atracción por lo morboso para tratar de saltar sobre los propios límites de la vida tediosa y aburrida en que están metidos. Son personas, simplemente, que están aburridas, es decir, que se encuentran en esa situación vital en la que su propio vivir, su propio ser se ha vuelto ininteresante para ellas mismas. Tal vez por eso, hastiadas como están, no saben o ignoran qué hacer con sus propias vidas, lo que les hace especialmente vulnerables a entre-tenerse (pseudotenerse) con aquello que aparece como desconocido en su horizonte vital y doméstico. Quienes así se comportan adolecen de un porqué vivir, es decir, tratan de encontrar un ámbito ajeno a su propia persona que les saque de la indiferencia que experimentan. Pero es una mala elección, porque nada de lo que encuentren podrá fundar y dar razón del sentido de sus vidas. Entre otras cosas, porque tal elección no la realizan desde sí sino desde la circunstancia, y por consiguiente, es la circunstancia – «lo que echan o ponen por la televisión»- la que decide por ellos.
En cuarto lugar, algunas personas se sienten atraídas por estos programas-basura por el afán de comprobar en otros unas experiencias que no quieren para sí. Si de verdad no las quieren para sí, no se entiende por qué quieren comprobarla en otros, ya que a través de ellas, ni reconocerán a los otros ni se reconocerán a sí mismas. No se percatan que al comportarse así devienen en actores de otros actores, transformando su vida en una falsación o una impostura. Han dimitido de ser autores de sus propias vidas y por eso gastan su tiempo ƒ{una parte de sus vidasƒ{ en consumir representaciones icónicas, que en modo alguno les concitan, atañen o interpelan.
En quinto lugar, otras personas parecen desear escandalizarse, escapar a la rutina de cada día, evadirse de su situación personal, huir de sí. La experiencia del escándalo, sin embargo, está muy lejos de la experiencia del asombro. Se escandalizan, pero no por ello se asombran. Experimentan una cierta ganancia a través del escándalo consistente, la mayoría de las veces, en que les prodiga un motivo de conversación, un pretexto para manifestar lo que ni piensan ni son. El escándalo tiene mucho que ver con la manifestación de un hecho diferencial: la diversidad o contraposición entre el escandalizador y el hablante en que ha impactado el escándalo. Pero el escandalizado, en modo alguno se comporta mejor que el escandalizador.
En sexto lugar, algunos seguidores de estas imágenes morbosas se sienten atraídos por ellas, desde su peculiar posición en el mundo. Son personas que han quedado presas en el «voyerismo» social. Han puesto el centro de sus gratificaciones en la modalidad sensorial visual y, por eso, se comportan como atentos observadores de las situaciones límite en que otros están o representan estar atrapados.
Pero un voyeur no satisfaría sus deseos sin la copresencia de un exhibicionista: he aquí la dependencia de su comportamiento. Sin publico no hay actores, como sin actores tampoco hay espectadores. Y esto, poco importa que lo que se exhiba sea el cuerpo o la intimidad. Es probable que algunos magnifiquen y den mayor importancia a la exhibición corporal, mientras que parecen tolerar mejor la exhibición de la intimidad. Sin duda alguna, el streep-tease de la intimidad tiene peores consecuencias para unos y otros que el streep-tease corporal, aún cuando ambos sean nefastos.
Es probable que las razones anteriores dejen insatisfecho al lector, como al autor le sucede. Pero es también muy probable, no obstante, que muchas de ellas se conciten parcial o totalmente entre las motivaciones que subyacen en la poderosa atracción ejercida por muchas de estas zafias imágenes. Sea como fuere, el hecho es que esa fascinación de la que aquí se habla constituye un misterio de la existencia humana. Un misterio que desvela la fugacidad de la vida, la levedad del ser y la fragilidad de la propia existencia personal. Es precisamente al filo de estas últimas características de la persona, donde el autor y los lectores debieran continuar haciendo las precisas indagaciones, tanto para explicar esa fascinación de los medios como parar robustecer un poco más la congruencia personal de su comportamiento.
¿CULTURA DE SIMULACIÓN O CULTURA DE MUERTE?
Las representaciones icónicas de los medios no describen un mundo virtual, como en principio podría pensarse, sino que hoy forman parte de nuestras rutinas cotidianas. A través del ciberespacio, por ejemplo, podemos establecer, paradójicamente, relaciones muy íntimas con personas con las que, ciertamente, nunca nos encontraremos. Las representaciones icónicas de la realidad sustituyen a la propia realidad, pero no del todo.
Existe una realidad «adicional» emanada de esas representaciones que, sin duda alguna, nos afecta. La afectividad o la instintividad que logran activar esas representaciones, aunque sean suscitadas por una realidad virtual, no por ello dejan de ser reales y experimentadas como tales por quienes las observan. La realidad de las imágenes es ficticia en tanto que imágenes que sustituyen a la realidad, es decir, en tanto que causa del comportamiento humano. Y, sin embargo, son reales las experiencias vividas que suscitan. Las imágenes no hacen cosas por nosotros, sino que hacen cosas a y en nosotros.
Es cierto que estas imágenes tienen mucho de simulación, en tanto que borran las diferencias entre lo real y lo virtual, lo animado y lo inanimado, la unidad y la multiplicidad del tejido íntimo que constituye nuestra identidad personal. Pero no todo es simulación. Sus efectos, por ejemplo, en modo alguno son simulados; están dotados de un inmenso poder para configurar y moldear la propia conducta, incluso aunque sólo sea a través de esas imágenes, representaciones icónicas, presentaciones simuladas de la realidad o personas virtuales. Poco importa cuál sea la naturaleza de esas imágenes, importan más las consecuencias que generan y su poder suscitatorio en la conducta de la persona.
La generalización de estos usos y costumbres está transformando nuestra cultura en una cultura simulada y, lo que es peor, en una cultura fragmentaria, automatizada y atomizada. Fragmentaria, porque esas imágenes impactan transitoriamente en el vivir de cada persona, sin apenas vinculación con lo que siente, piensa y experimenta antes o después de verlas. Automatizada, porque para poner en marcha esas imágenes apenas si se necesita emitir una respuesta motora, oprimir un botón, hacer click. De inmediato aparecerán en la pantalla. Atomizada, por último, porque la unicidad de la trayectoria biográfica personal queda así desvertebrada y presa en el instantaneismo circunstancial de cada imagen que se exhibe.
El efecto del morbo, de la atracción por lo morboso, hace de la cultura actual una cultura de la simulación capaz de devorar, deglutir y aniquilar la unidad de la persona, que deviene con su concurso en un mosaico de fragmentos simulados. Sobre estas experiencias, es lógico que no pueda alzarse la vertebración que necesita nuestra sociedad, como tampoco pueden articularse unos y otros comportamientos, de manera que se genere un tejido social de alta densidad, que pueda ser de cierta utilidad a todos, como marco de referencias.
Una cultura como la aquí descrita exige otra denominación más acertada que sin ningún eufemismo la defina cabalmente: la cultura de muerte. El vaciamiento de la intimidad personal y el desfondamiento en la persona que le sigue, constituyen los síntomas inequívocos de un proceso agónico cuya siguiente etapa no puede ser otra que la muerte del hombre. Una cultura de muerte es el fundamento contrario a lo que pomposamente se ha dado hoy en llamar «sociedad del conocimiento».
Informar o estar informado está muy lejos del hecho de conocer, aunque el conocimiento precise de cierta información. El exceso de información al que hoy está sometida la persona en absoluto garantiza un mejor conocimiento de la realidad. La saciación de estímulos, por el exceso de tanta información irrelevante, aleja de sí el conocimiento, como el exceso de conocimientos frustra la posibilidad de alcanzar la sabiduría.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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