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La ética, tan polémica como necesaria

La tarea actual de la ética es una labor tan atrevida como necesaria. En efecto, la ética se considera hoy como algo en donde ha de prevalecer la ambivalencia, si no es que la confusión, y esta manera de pensar se aviene mal con lo que podría parecer rígido: un camino señalado que se debe recorrer, como quien sigue el trazo de una regla. Pese a esa mentalidad, el conocimiento y la vigencia de las reglas éticas constituyen al mismo tiempo la mayor necesidad de la que adolece nuestra cultura.
Es llamativo que, donde las novedades de productos y servicios nos obligan al continuo uso de manuales e instructivos, carezcamos de un «manual» para nuestra propia conducta ética, cuando cada uno de nosotros, a fuer de hombres dotados de espíritu, somos el organismo más nuevo y complicado que hallamos en el universo. Algo semejante acontece cuando nos percatamos de la proliferación de consultores para cualquier oficio, profesión o cargo, público o privado. Aquello, en cambio, en que nos va la vida lo manejamos con el irreflexivo impulso de intuiciones espontáneas no pocas veces equivocadas.
La ética no debería considerarse como elemento constrictor de nuestra vida, ni siquiera como herramienta para hacerla más fácil, sino como un consejero al que se acude en las decisiones personales. Estas decisiones éticas no se refieren a leyes científicas, sino a actos que emanan de la prudencia (decidir qué es lo bueno aquí y ahora): se trata de un equilibrio tenso entre las circunstancias personales irrepetibles y las normas universales inamovibles. La ética concebida como regla nos debería mostrar con claridad los grandes principios orientadores del comportamiento humano, al tiempo que apunta hacia sus aplicaciones en diversos campos del obrar del hombre, como antecedente de esas decisiones que sólo el protagonista tiene capacidad de tomar. Una aproximación acertada a la ética en nuestro tiempo no debe endosar recetas sino formar criterios; es lo que hace confiable a un consejero: nos ayuda a decidir, sin que imponga cómo hacerlo.

MORAL VS. TÉCNICA

La falta de consejo encierra al hombre en un vivero de puras apariencias. Si hay algo que requiere instrucción, que necesita un manual o, mejor, un consejero es el comportamiento ético del hombre de hoy. Estamos en la encrucijada de una cultura del todo peculiar: la depresión de la moral bajo el imperialismo de la técnica. Los problemas del hombre se agigantarán y tornarán irresolubles en la medida en que nuestra técnica progrese mientras nuestra ética se atrofie; así, el desarrollo de la ética comparado con el de la técnica es inversamente proporcional.
La técnica propicia la colectivización y el anonimato. La invasión del tecnicismo nos convierte a todos, de una manera u otra, en piezas de una máquina. La ética, en cambio, nos desarrolla como personas: cada decisión tomada bajo una óptica moral revive la conciencia de la responsabilidad, tenemos en las manos nuestra propia y única vida.
El fundamento de la ética se encuentra, a mi modo de ver, nítidamente reflejado en un concepto cristiano del hombre, tomado de manera integral, sin reducciones. La trama histórica en la cual nos movemos es la civilización occidental, esa urdimbre de factores judeo-greco-cristianos en la que los trazos generales de nuestra naturaleza humana se hacen más claros e inequívocos que en ninguna otra cultura. Todo análisis de la ética debe tener en cuenta esta perspectiva cultural, inmersa en el corazón del hombre.
Al respecto, mostraremos algunas visiones de la moral supuestamente basadas en el ser humano. Freud imaginó una moral que eliminaría las enfermedades mentales en la medida en que se derrumbaran los tabúes del sexo. Sin embargo, nunca ha habido más libertad sexual, ni más enfermedades neuróticas. Marx fabricó ex novo una teoría ética según la cual los conflictos morales quedarían resueltos cuando el hombre depositara en la sociedad la propiedad de sus bienes: después de setenta y cinco años de vivir bajo esta hipótesis de trabajo, podemos comprobar que se han reducido hasta la penuria los bienes materiales, y los conflictos éticos se han incrementado (no hay conflicto ético más dramático que la falta de responsabilidad personal de millones de seres que no han sido educados en ella). Skinner imaginó un feliz y dócil comportamiento del hombre en cuanto éste asumiese la conciencia de ser sólo un animal de instintos: y nunca ha habido más rebeldía que ahora a los condicionamientos sociales ni más animales que sigan sus caprichos antes que sus instintos.
La moral, según aseveramos, está enraizada en su mayor fundamentación: la religión cristiana. Una ética sin religión ya lo intuía Karamazov de Dostoievski es un cuadrado redondo. Pero la religión se constituye en fundamento de la moral el único fundamento a condición de que se crea en ella. Hay que tener fe en la fe, y hay que tener más fe en la moral y la ética que en la impersonal técnica. Cuando resulta innegable el derrumbe de sistemas éticos substitutos o sucedáneos, no hay otro camino que regresar a los orígenes de nuestra cultura. Los esquejes culturales de la actualidad propugnan lo efímeramente nuevo, cuando, como hemos dicho, no hay cosa más nueva en el mundo que el hombre. Pero en vez de proponer una vuelta del hombre sobre sí mismo, sobre su origen, la cultura ha decaído a la superficialidad de lo nuevo, como lo advertía Heidegger. Una tradición sin historia, sin distensión temporal, es una contradictio in terminis, y justo así, una cultura de lo nuevo por lo nuevo es auto-referente. La técnica que avanza implacablemente sin moral alguna es ciega, impersonal, e incluso pierde sentido.

LOS FINES DE LA MORAL

La ética es una de las ciencias del hombre. En cuanto ciencia, tiene una dimensión y rigor objetivos, dado que el hombre es una realidad natural de conformaciones reales a la que debemos atenernos, como cualquier científico ha de doblegarse a las leyes de su campo de estudio. Es por ello más difícil abordar esta ciencia, ya que si hay algo verdaderamente arduo de conocer, no es una ley física o biológica de la naturaleza, sino nuestro mismo ser.
Se considera a la ética un conjunto de normas a las que he de atenerme para que me vaya bien en la vida. Y no dudamos de que la ética es eso; aunque no sólo eso. También tiene como meta la felicidad del hombre, pero no la mía exclusivamente. La dimensión objetiva de la ética que hoy debe ganarse implica que mi felicidad personal es imposible si no incluyo en ella la de los demás. La persona humana es relacional, esto es, se define en relación con los otros. Por esta razón, la dimensión subjetivista de la ética parece derrumbarse por su propio peso.
Todos podemos coincidir en que hay al menos seis problemas verdaderamente internacionales: tráfico de drogas, tráfico de armas, inmigraciones anárquicas, propagación del SIDA, profundos desniveles económicos y culturales entre ambos hemisferios, y contaminación del ambiente. Ninguno tiene solución válida al margen de una ética suscrita planetariamente. La ética, pues, no sólo requiere dejar de ser subjetiva y objetivarse, más aún, ha de internacionalizarse literalmente.
El yo de la ética cristiana es un yo que se abre activamente a los demás, es un yo dinámico, pendiente de los otros, relacional. Sólo en las antropologías modernas, tal vez a partir de Kant, el Yo se ha escrito con mayúscula y adquirido una configuración reflexiva, como cuando hablamos y a veces no dejamos de hablar de mi yo, en cuanto objeto último de mi amor. Esta reflexividad exagerada me aparta de los demás, al punto de que los tengo en cuenta sólo como telón de fondo para la afirmación de mí mismo. Con tal concepción del yo, Sartre dice que «el infierno son los otros», ignorando que un catecismo de la Iglesia Católica definía al infierno como la «soledad extrema».
Esta supuesta ética egocéntrica pone de cabeza nuestras relaciones sociales. La justicia no sería lo que yo debo a los otros, sino aquello a lo que yo tengo derecho y los demás me deben. No sería, como era clásicamente, la perpetua voluntad de dar a los demás lo que les es propio, sino, al revés, la tendencia a reivindicar lo que me corresponde, al grado de resultar verdadera la afirmación de Pinkaers: «el amor propio es el más natural de los parásitos». La ética ha dejado de ser un camino a fin de dar desahogo al deseo que todos tenemos de la felicidad, para transformarse en el estrecho sendero en el que yo deseo mi felicidad sendero por el que no la encontraré nunca. La ética debe revalorar el carácter objetivo de nuestro itinerario hacia la felicidad, porque el camino subjetivo de la ética no nos conducirá, en el mejor caso, más que a la neurastenia.
Esta concepción egocéntrica de la felicidad es uno de los males más acusados de la época. Se nos ha hecho creer que el egoísmo es natural. Hemos de adoptar (no ya para acertar en nuestras teorías sino para ser felices) una antropología menos estrecha. Tomás de Aquino posee un concepto más realista (aunque no tan estadístico) de la felicidad: «Las cosas no sólo tienen una inclinación natural al propio bien, para adquirir aquello que no poseen, y gozarse de ello cuando lo alcanzan, sino también para difundirlo… Por eso pertenece al núcleo del querer del hombre transmitir a los demás el bien que poseen». Dice Aristóteles en su Ética Nicomaquea que lo que es por naturaleza no lo cambia el hábito. De modo análogo, si el hombre fuese egoísta por naturaleza, las verdaderas relaciones sociales de hecho existentes serían imposibles, o bien se darían por mero convenio utilitario.

LIBERTAD EN REPLIEGUE Y EN EXPANSION

No obstante, y relacionado con los polos objetivo y subjetivo de la ética, hallamos otro de los conceptos escondidos, digámoslo así, en la edad actual: el de la libertad. El plexo entre las normas éticas y la libertad es una articulación que se ha vuelto también confusa. En el mejor de los casos, se admiten las leyes morales y éticas como un conjunto de disposiciones ante el que nuestra libertad se ve disminuida. Éste sería el precio a pagar para obtener el buen comportamiento, como si el obrar libremente fuera de suyo malo. Tal era, o es, paradójicamente la mentalidad liberal: la libertad propia debería recortarse por respeto a la libertad al derecho, se decía de los demás. Esto es antropológicamente verdadero, pero insuficiente. Ni la libertad mía debe limitar la de los demás ni la de los demás debe limitármela. Mal empieza la ética cuando presenta la ley como constringente de las acciones libres, como contrapeso negativo de la libertad.
Hay una libertad que se expande a sí misma y hay otra que a sí misma se restringe. La norma ética nos permite discernir entre ellas. Nuestra conducta se equivoca precisamente cuando no advierte que determinadas decisiones aun siendo libres encogen el radio de mi libertad futura: es lo que podemos llamar «libertad en repliegue». La esclavitud del pecado la sujeción al vicio, al capricho no es otra cosa que el repliegue, la retracción de la libertad. En cambio, otras decisiones libres expanden la libertad original, que llamamos «libertad en expansión», porque potencian mis posibilidades, ensanchan el radio de mi ser. Denominamos ética a esa codificación de la conducta que nos hace más hombres, con su libertad aneja. Hablamos, en último término, de lo que hoy no se quiere hablar: hay una libertad abierta a los demás, hacia el olvido de sí, en donde los otros no son mi límite sino mi destino, mi más grata y anhelada misión; y hay una libertad, llamada amor propio, que se concentra en sí misma, que se cierra y empequeñece, y al hombre con ella. Hablamos de la elección primitiva, que solemos dejar irresoluta: ser para el otro o ser para mí.
La ética pretende hacernos libres de nosotros, no de los demás. El hombre se libera a sí mismo no tanto porque mejore las condiciones sociales (que habrá que mejorar) cuanto porque se mejore a sí mismo. Un hombre esclavo de su inteligencia y de su voluntad, mas no de sus pasiones, es libre.
No hay que presentar las normas morales sólo como un conjunto de obligaciones que han de cumplirse; se debe decir lo que la ética es en verdad: un estímulo, aliento, indicativo para que el hombre alcance la felicidad en donde ella se encuentra. No hay dos morales ¾ de la obligación y de la felicidad¾ , sino dos maneras de verla y presentarla. En cualquier caso, la meta o el fin del hombre la felicidad será siempre la columna vertebral de la ciencia ética: si ésta no nos ayuda a lograr una vida plena, resultará inútil del todo. La ética es la ciencia humana prototípica; la ciencia de la felicidad y de los caminos que conducen a ella. Lo único que sucede es que no hay caminos y menos hoy día sin señalizaciones. Debemos cuidarnos de no confundir la señalización con la meta, ni aspirar impulsivamente a la meta olvidando la señalización. Un camino adecuado de la ética debe contener ambas cosas.
Hemos de preguntarnos si el sufrimiento y la renuncia son un paso necesario para acceder a los verdaderos valores en los que se encuentra el estado feliz del hombre. No olvidemos que la ética cristiana está compuesta tanto de las bienaventuranzas, que prometen el estado feliz humano, como de los mandamientos, que prescriben lo que debe hacerse para ser feliz; y que las bienaventuranzas son mucho más exigentes que los mandamientos: por ejemplo, donde éstos nos piden no codiciar los bienes ajenos, aquéllas nos impulsan a no apegarnos a los propios. Las bienaventuranzas evangélicas, como si conocieran bien los estudios modernos de motivación, nos ponen a la vista el término del camino, pero sin ocultar el esfuerzo que hemos de aplicar para recorrerle.

LIMITAR, ¿FINALIDAD DE LA NORMA ÉTICA?

Aunque la ética no puede prescindir de preceptos y obligaciones, ha de considerar que son auxiliares de la virtud, entendida aristotélicamente como el desarrollo del espíritu. Las humanidades clásicas tenían bien resuelto este problema que modernamente es un piélago de confusiones. Para nosotros, el vocablo fin tiene tanto el sentido de término o límite como el de plenitud o cumplimiento. Hay, sí, una moral del límite (en el sentido que los griegos llamaban péras), que me señala hasta dónde no debo llegar; pero hay sobre todo una moral del progreso, del avance, de la felicidad (que los griegos llamaban télos), la cual me señala hasta dónde debo llegar. El horizonte de nuestra vida puede verse siempre como péras no puedo ver más allá o como télos debo llegar allá para seguir viendo. Por esta causa, todo hombre que se enfrenta con la ética ha de vigilar el punto de vista en que se coloca, no sea que llegue a establecer equivocadamente un divorcio entre el cumplimiento del deber y el deseo legítimo de felicidad.
La moral, en efecto, no es la guardiana timorata de la ley, pues persigue la germinación de los valores humanos, y nada hay más atractivo para el hombre que poseerlos. Podemos enfatizar, sin temor, que en la ética cristiana prevalece el atractivo del bien, no la fuerza de la obligación.
La felicidad da origen a una moral de la atracción, en tanto que el deber, monocoloramente visto, daría espacio a una ética refractaria, en donde lo que importa no es lo que ha de alcanzarse (télos) sino lo que ha de ser evitado (péras). Ha de verse la ética, insistimos, no como aquello que debo cumplir sino como aquello que corresponde a las aspiraciones más apremiantes y profundas del alma. Aquí nuevamente nos encontramos con la ambivalencia de los términos, paralela a la anterior. Cumplir tiene dos significados: uno, de apegamiento a las instrucciones; así se habla de quien ha cumplido lo indicado, o de una persona cumplida. Pero cumplir es, simultáneamente, lo mismo que llenarse: he cumplido una labor cuando la he llevado a su plenitud más cabal; una misión cumplida es una misión lograda.
La vida lograda, conseguida, cumplida, ejerce tal atractivo para sí y para los demás que las exigencias a fin de alcanzarla se antojan blandas y sencillas. Cuanto más grande es el bien, más poderoso el atractivo, más fuerte la exigencia y el empeño consiguiente (¡pero menos difícil la renuncia a todo aquello que resulta incompatible!). Debemos, por tanto, aseguramos de que tendemos al bien perfecto, y no a nuestras ideas imperfectas sobre él.

ENTRE LA OBLIGACIÓN Y EL AMOR

En último término, la cuestión fundamental de la ética no es la de la obligación sino la del amor. Pero ello se nos complica cuando consideramos que amar a Dios es el cumplimiento de una obligación. Dios me manda amarle porque amarle es bueno (más aún: es lo mejor). Las antropologías tanto clásica como medieval, sufren un quiebre cuando, quizá por primera vez en labios de Guillermo de Ockham, se dice que debo amar a Dios porque me lo ha mandado, olvidando que no es bueno porque me lo mande, sino que me lo manda porque es bueno.
El quiebre parece sutil, pero ¾ a juicio de Pinkaers resulta fundamental: se ha sustituido la bondad de Dios (que me atrae como objeto de mi felicidad) por su mandato (que se me impone como una obligación). Equivocadamente, la obligación de hacer el bien se nos coloca por encima del atractivo que hacerlo suscita en nosotros. Cuando el deber se posiciona por encima del amor, como ha ocurrido definitivamente a partir de Kant, nuestra ética da un vuelco de ciento ochenta grados.
Cabe entonces preguntarse si lo propio de la ética cristiana es el amor por obediencia, o el obedecer por amor. No debe dejarse a un lado que el Dios de los cristianos es, ante todo, Padre. ¿Se encuentra la madre obligada a amar a su hijo? ¿Hablamos de la misma obligación que cuando decimos que no debemos codiciar los bienes ajenos? ¿No diríamos mejor que, en caso de amar a nuestro prójimo como la madre ama a su hijo, no desearíamos los bienes que son suyos? ¿No tendríamos, más bien, la inclinación a entregarle los nuestros como lo hace inadvertidamente esa madre? Estas preguntas son inesquivables para todo aquel que quiere introducirse con seriedad en los problemas morales de hoy, bajo los que subyacen, sin que necesariamente aparezcan siempre, conceptos fundamentales como el que acabamos de explorar.
Para muchos, una ética enfocada a la luz de la felicidad antes que a la luz del deber resultaría egoísta. Aunque ya lo advertimos arriba, es el deseo de felicidad, en el único sentido de plenitud de vida en que el ser feliz puede entenderse, lo que precisamente hace a los hombres solidarios entre sí, ya que se trata de una meta en que cada uno de nosotros necesita de los demás. Como decía el jefe de una tribu africana: para educar a un solo niño se necesita todo un pueblo. Por esto era el hombre de Aristóteles un zoôn politikôn, un hombre citadino; no para llevar una vida cómoda sino para llevar una vida bienaventurada.
La ética que busca la felicidad del hombre es, pues, una ética de la amistad. La amistad era para Aristóteles el fin de las leyes morales; porque cabría ser feliz sin poder ni dinero, pero no sin amigos. La finalidad no es sólo que los amigos se respeten: la verdadera paz no reside en el respeto ajeno, sino en esa relación que se da entre los amigos, que termina en la intimidad. La amistad íntima era para el liberalismo una virtud oculta, es decir, doméstica, sin valor social particular. Por eso el liberalismo no es, de suyo y por sí, cristiano. De aquí parte, a nuestro juicio, el más fuerte punto de unión entre la ética judía y la griega. En la Biblia, el primer mandato es el del amor a Dios, y a Dios no se le puede amar de un modo sólo público: los escolastas decían que el amor tiene en la intimidad una de sus más esenciales dimensiones.
El amor no es pacato. La ética tampoco lo es, por ende. Adentrarse en el camino de la virtud exige audacia y atrevimiento. Pues el lance de amor, como ya dijo el místico castellano, implica un ciego y obscuro salto. Pero la audacia no comporta en sí ni inseguridad ni duda. De lo que no se duda es del amor, vale decir, del bien que amamos y por el que nos arriesgamos. La audacia, el salto, se requiere para pasar por encima de sí mismo y trascenderse. Por esto, la ética se origina en un arranque personalísimo y es, sin embargo, objetiva, porque lo es el bien que busca. La ética existe para dar certeza al hombre en su camino hacia los bienes verdaderamente valiosos; cuando genera dudas, no estamos ante una ética con pretensión de ciencia; la duda es siempre un estado subjetivo de la persona, no un saber al que la persona puede acogerse. En un momento de dubitaciones universales, de un heraclitismo moral y cultural, debe apostarse por la seguridad y la firmeza.

EL PROBLEMA MODERNO DE LA MORAL

La ética moderna se debate, desde Kant, en la dualidad de la heteronomía y la autonomía. De acuerdo con las instancias de independencia, la persona debería darse a sí (autós) la norma de su propia conducta (nómos). El hombre ilustrado es el que sabe cómo comportarse sin recurrir a nadie; o, para decirlo negativamente, sería demeritorio de la dignidad humana, y de su mayoría de edad ilustrada, ajustarse a una norma ajena (heterós) de comportamiento.
Los tratados de moral cristiana han solido presentarse al público con el complejo de heteronomía, con el temor de no ser aceptados por el hombre contemporáneo que ha cobrado un carácter autónomo; o, al revés, han querido dar cabida a la autonomía y han caído en un relativismo subjetivo que deja de ser cristiano. La visión cristiana del hombre no es disolutoria sino resolutoria, pues logra romper la dialéctica del autós y del heterós, que es improcedente cuando se trata de una ética bien fundamentada. La dialéctica ilustrada «autónomo-heterónomo» disocia; la dialéctica cristiana del «yo-otros», asocia.
La conducta ética del ser humano deriva de su naturaleza. Como ésta no se la ha dado el hombre a sí mismo, por ilustrado que sea, las reglas de su actuación le son ajenas con una heteronomía derivada de su carácter de ser creado y, sin embargo, totalmente compatible con su dignidad, ya que ha sido creado con el rango más alto que se halla en el universo; una heteronomía que en modo alguno ha de disimularse, sino que se debe acentuar, porque cada hombre, al recibir la naturaleza humana, es poseedor de un destino muy superior a sí mismo. El hombre, dotado de una inteligencia mayor que la de cualquier otro ser intramundano, no ha podido darse la inteligencia de que goza, y en la que hallamos el núcleo de su naturaleza.
La tarea ética que se le pide no es la de considerarse engreídamente factor de algo que no ha podido darse a sí mismo, sino la de asimilar o asumir en propiedad aquello que ha recibido; estirar al máximo sus omnímodas posibilidades. Sabemos ya que las normas morales no son otra cosa que los indicativos que le señalan al hombre las vías de su expansión y esponjamiento: la conducta ética del hombre es lo que hace realmente fecunda a su ubérrima naturaleza. ¿Reglas heterónomas? ¿Cómo van a serlo si se derivan de mi propia naturaleza, que es lo más personalmente mío que soy capaz de poseer? Pero ¿cómo no van a serlo si se derivan de una naturaleza que yo no he sido capaz de darme a mí mismo? La norma ética es, a la par, lo más heterónomo y trascendente, y lo más autónomo y profundamente interior que se da en el hombre. Dios, creador del ser humano, no nos ha declarado antropológicamente cómo somos; pero sí, éticamente, cómo debemos comportarnos si queremos ser de verdad lo que somos.
La ley ética es expresión de nuestras inclinaciones naturales, apetentes de felicidad y plenitud. Corresponde a, y encaja en, nuestra genuina manera de ser. Constituye nuestra personalidad más honda y noble. Al tener su fuente en nuestra naturaleza creada por Dios, la tiene en Dios mismo. La escisión entre ley autónoma y ley heterónoma sólo cabe en el concepto de un Dios lejano y extraño, que manejaría al hombre a control remoto, como quien lo hace por instrumentos, o en el mejor caso con apendículos o prótesis sobreañadidos, igual que las riendas y el freno se adosan a las bocas de los caballos. Hablando en buena metafísica, aun teniendo la ley ética su origen en Dios, no nos estaría permitido hablar propiamente de heteronomía, ya que Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos: interior intimo meo, según lo dijo San Agustín. Ya lo habíamos leído así en el más importante libro de ética, sobre el que se ha estructurado nuestra civilización occidental: «esta ley que hoy te impongo no es difícil, no está en los cielos, no está al otro lado de los mares». «La tienes enteramente cerca de ti» (cfr. Deuteronomio, XXX, 1, 1-14).
No se crea que lo anterior sólo es válido para una ética judeo-cristiana. El hombre, si rechaza el concepto cristiano de la vida, sigue necesitando un cuadro de reglas para comportarse. Y es entonces cuando descubre, como lo afirmó Juan Pablo II en su discurso a la UNESCO, una ética coincidente con aquella que sostiene la religión cristiana. Es interesante notar que la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1789, es válida no por recoger el acuerdo de una asamblea francesa, sino por tener una clarísima inspiración cristiana, como ha podido demostrarse sin apasionamientos.
Abrigamos la confianza de que la ética en el siglo XXI se convierta en una verdadera ruta a fin de llegar a esa plenificación de sí mismo que llamamos virtud, y que la recorra con sus propios y personalísimos pasos, porque reconoce en cada avance lo más valioso de sí mismo.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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