En el mundo moderno la existencia parece no conocer ningún presente, sino sólo el devenir sin fin que disuelve en la fugacidad los tramos singulares del camino y su percepción subjetiva, desplazándolos hacia el futuro. El individuo agota todas sus fuerzas en perseguir un fin que está siempre un poco más adelante.
El tiempo gramatical de una vida así vivida y destruida es una suerte de futuro anticipado, con cuya ayuda el hombre se sitúa en un nivel temporal en el que las cosas «ya habrán sido». La movilidad de bienes, hombres, energía, información es el valor fundamental.
La Ilustración introdujo una apremiante solicitud de tiempo, pues había que recuperar el retraso de la razón. Para ello, el único procedimiento era acelerar los procesos. El tiempo, que hasta entonces no era más que un medio en el que hacían su aparición acciones y actores, se convierte en un poder al que todo se confía en virtud de su mera cantidad. Este cambio de escala trajo como consecuencia que el individuo se viera zarandeado entre el entusiasmo por la nuevas dimensiones de los proyectos históricos y el desconsuelo ante su insignificancia personal.
La modernidad hace de la vida un proceso en devenir, el viaje se convierte en su símbolo preferido. En un mundo en el que todas las cosas son medio para alcanzar un objetivo, el viaje era la figura emblemática de una libertad triunfante y el espíritu del viajero era el portador de esa mentalidad, que había hecho de la historia una epopeya que partía de la necesidad para llegar a la libertad.
Pero el romanticismo registra la conversión del movimiento en condena, de la velocidad en vértigo. El viaje tiene dentro de sí mismo el terrible látigo de la inquietud, la intranquilidad perpetua, la trágica inestabilidad espiritual. Es el momento en el que reaparece el tema del «judío errante» en escritores como Quinet, Lenau, Wagner, Baudelaire, Rimbaud…
Resulta un tanto paradójico, o quizá sea el destino de todo deseo que deviene realidad, que la movilidad deje de ser promesa de felicidad en la época de su realización técnica.
LEJANÍA Y FELICIDAD
La conciencia romántica surge de la experiencia del cierre del horizonte, a la vez que la interioridad pierde su precaria consonancia con el sentido del mundo exterior. Esta experiencia hace poéticamente inválidos todos los tipos de movilidad en el espacio, cualquier género de movimiento hacia un lugar de plenitud. Del movimiento resulta, pues, un doble malestar: el que procede de la condena al tiempo desmesurado y el de la condena a la fugacidad, el terror de lo inacabable y el de la extrañeza creciente del mundo.
El impulso categórico de la modernidad dice: para demostrar que somos agentes de progreso debemos superar todas las circunstancias en las cuales el hombre aparece como un ser impedido en su movimiento, estancado.
Lo que caracterizaba al progreso era que la movilidad superaba viejos límites, ampliaba el ámbito de su acción y se hacía valer con buena conciencia frente a los obstáculos interiores y las resistencias externas. Así se explican las conquistas de movilidad que han tenido lugar en estos doscientos años en el ámbito de la política, la economía, el lenguaje, la información, el tráfico, el sexo.
Es característico que los procesos progresivos comiencen con una iniciativa ética y continúen con una inercia cinética. Es el exceso cinético, que sobrepasa los límites hasta arribar a lo no pretendido, la dinámica de las masas muertas que, una vez puestas en movimiento, ya no quieren saber nada de finalidades morales. El fatalismo es la otra cara del activismo irreflexivo.
SERENIDAD SUBVERSIVA
Lo que el siglo XIX celebró con euforia se ha convertido hoy en una realidad prosaica, con consecuencias que no son triviales. Por eso me parece que la crítica social no puede ser hoy otra cosa que crítica de la falsa movilidad. La serenidad es ahora más subversiva que la prisa, la reflexión más oportuna que la acción.
Una escuela de desmovilización debería enseñar la resistencia contra aquella constricción impersonal ejercida a través del tiempo, que se esconde en diversas formas de organización técnica y económica.
En la novela del alemán Sten Nadonly (Die Entdeckung der Langsamkeit. Piper. München, 1990; El descubrimiento de la lentitud. Debate. Madrid, 1993), también los personajes son devorados por la prisa.
Es la historia de un hombre fundamentalmente lento, John Franklin, investigador y navegante que existió de hecho (1786-1847). Su expedición aparece bajo una luz nueva, abierta a una épica que ya no tiene que ver con la velocidad sino con la lentitud.
Nada mejor que la narración de un viaje para describir el encuentro del hombre con el mundo desconocido, pues todo viaje igual el que atraviesa el océano que el que discurre entre las paredes de una habitación es una odisea, una búsqueda aventurera de la respuesta a la pregunta de si el sujeto se encuentra o se pierde en el contacto con el mundo y con los otros, si se forma o se destroza, si se confirma o resulta ser un nadie.
Tras su regreso del Ártico a Londres, Franklin ha comprobado que «por todas partes no hay más que tiempo escaso y prisa… Echar mano de la cadena del reloj era más frecuente que de la del perro. Apenas se oían blasfemias, pues el grito no hay tiempo había ocupado su lugar».
La novela es una magnifica invitación a resistir la destrucción del tiempo, contra la rapidez, contra la aniquilación del presente ante la violencia abrumadora que por todas partes amenaza. John Franklin es un marino, un viajero, uno de los grandes exploradores del Ártico, a quien se le había metido en la cabeza la obsesión de descubrir el Pasaje del Noroeste a través del Polo. Su verdadera gesta consiste en haber descubierto el presente y aquella lentitud que hace posible este hallazgo.
Éste era, desde el principio, el objetivo que le había movido a hacerse marino y descubridor, a buscar el paisaje de su alma sobre el mar y en el continente helado. Ambos se le presentaban como escenarios del ser, que es presente y no desaparece hacia delante, que se basa en la duración y en la constancia sin prisa.
Cuando era joven soñaba con su tío, que «había sido navegante y encontrado el polo norte, tan lejos que el sol no se ponía y el tiempo no corría». Más tarde, contemplando el mar, le pareció que era indestructible. Miles de flotas no habían dejado huella alguna sobre él.
El mar tenía un aspecto diferente de un día para otro y duraba así hasta la eternidad. Y al escuchar la Sonata Opus 111 de Beethoven, descubre también en ella la absoluta carencia de tiempo, la suspensión del continuo, y vuelve a su familiar metáfora: «el movimiento lento es como el mar».
LENTITUD COMO RESISTENCIA
El descubrimiento de la lentitud significa para el audaz marino, a diferencia del errante condenado, desarrollar una estrategia de resistencia contra la implacable corrosión de la vida, que se realiza mediante la velocidad y la premura angustiosa del mundo. La sociedad se funda en el imperativo y la necesidad de ser rápido, y de este modo ejerce un poder aniquilador. Todo vínculo social, desde el más simple hasta la estructura más compleja, es veloz y destructor.
Los barcos de guerra y cañones traen muerte y destrucción gracias a su agilidad en los asaltos. Las calles de Londres se transforman en desfiladeros infernales, por los que circula permanentemente un flujo salvaje de hombres y carros. El poder político en este caso la Inglaterra victoriana invade el mundo con su insaciable impulso de conquistar, ocupar y poseer.
Cuando era pequeño, los compañeros de John le recriminan su ineficaz lentitud en el juego. Él es un estratega que organiza la resistencia contra la velocidad y contra la sociedad que en ella se basa. Transforma su lentitud perceptiva en un filtro de reflexión, de tal modo que realmente se hace a fondo con las cosas que entran en su campo de atención. Consigue hacer de su torpeza un instrumento que le permite penetrar en lo esencial de la realidad.
En medio del curso violento de acontecimientos vertiginosos, caóticos e incomprensibles, los contempla con una especie de lupa temporal. Su premiosidad, en la medida en que le impide una rápida visión de conjunto, le protege igualmente de las acciones precipitadas y de los errores que se siguen de conclusiones superficiales y atropelladas, a la vez que proporciona a su pensamiento una extraordinaria capacidad de sondear el detalle con minuciosa exactitud. Del mismo modo, percibe aquellos movimientos que a causa de su lentitud los demás apenas advierten.
Gracias a esta capacidad, sabe aprovechar los caminos de huida decisivos, también los más angostos, que le salvan junto con sus compañeros ante la catástrofe de los combates, del naufragio, de perderse en el hielo. «Como Franklin era tan lento, nunca perdía el tiempo». Había aprendido a vivir con su aparente torpeza, hasta resultar menos estúpido que los otros. Ni siquiera la muerte al acecho, inminente, le hacía interrumpir o acelerar una meditación. Con frecuencia escapaba a la muerte, pues «era más lento que ella».
La transformación de un impedimento o infortunio en un don, de una carencia en una ventaja que hace posible la supervivencia, convierte a John Franklin en un «héroe» de la «literatura de la ausencia», de la «estética del fracaso» y de lo negativo, un hermano pequeño de aquellos anti-héroes de Kafka, Walser o Canetti, que cargan con la negatividad de la vida y de su época, indentificándose con la debilidad, la pereza y la derrota.
Estos personajes son testimonio de la inautenticidad de la mediatez y de la distancia entre la vida y su significado. Como agrimensor de su propia lentitud, John es capaz de transplantar la realidad, pieza por pieza, en un preciso sistema de coordenadas, de poner en orden el caos de las cosas, los pensamientos, los deseos.
Ajeno a cualquier forma de culto hacia la ciencia, calcula con minucia la realidad para comprobar los límites de lo medible y remitir el resto a lo inefable, lo que se mueve más allá del cálculo. Unas veces es el mar, otras los hielos desmesurados, el inencontrable y sin beneficio económico Pasaje del Noroeste o las voces confusas que surgen del oleaje. Siempre es posible dirigir la mirada fugitiva hacia lo innombrable, dirigirse al punto accesible, cuidadosamente calculado, desde el que se desvela el misterio al observador.
LA VELOCIDAD DESIGUAL
Una de las cosas que descubre la visión atenta de la realidad es que lo simultáneo es una ilusión, que no es verdad que todos tengamos el mismo tiempo: hombre y mujer, ciencias y letras, pobres y ricos, optimistas y melancólicos.
Que los mercados financieros de Nueva York y de Tokio estén sincronizados tiene una significación muy escasa en nuestro mundo vital, la instauración de una misma medida para todos no supone necesariamente más igualdad. Quien controla esta simultaneidad aparente controla todos los tiempos particulares que de ella dependan.
La novela muestra que lentitud y velocidad se complementan. El protagonista recuerda la proposición que un día le hizo un médico amigo, a la vista de «la fatal aceleración de nuestra época»: medir con unos aparatos especiales la velocidad de cada individuo y entonces decidir para qué estaba especialmente dotado cada uno. Porque hay «profesiones de la panorámica» (las del cochero o el parlamentario) y «profesiones del detalle» (las del artesano, el médico o el pintor). Los primeros pueden arreglárselas bien con la aceleración, pero los segundos han de hacerse un hueco con cierta dificultad. ¿Qué es lo que éstos pueden ofrecer en una cultura de la prisa? Fundamentalmente todo aquello para lo que se requiere un cultivo de la atención.
Es cierto, vivimos en un mundo vertiginoso, pero también tenemos al alcance medios para compensarlo. La velocidad no vence por completo a la lentitud; más bien la necesita para reparar sus propias disfunciones y con frecuencia acude a ella en secreto.
Si, por ejemplo, nuestro tiempo está caracterizado por una creciente aceleración, esto significa que nuestras experiencias envejecen cada vez más rápido. Éste es el problema de la obsolescencia que acompaña a toda aceleración; la creación de novedades incrementa lo que ha de desecharse.
A la innovación le sigue el cementerio. A una cultura de la basura le acompaña siempre otra del reciclaje. Si en el ámbito de la ciencia y la técnica aumenta el envejecimiento, en el de las letras recae la tarea de rescatar, de las particularidades agonizantes, las significaciones que no merecen perecer. Tras la revolución viene el museo, es decir: el sentido estético y el histórico. Donde crece la extrañeza crece también la necesidad de interpretar lo pasado.La era del desecho es también la era del museo y el monumento, de los parques naturales, de la protección del sentido de continuidad histórica, de la ecología física y la del espíritu precisamente las humanidades, los saberes de la interpretación y del recuerdo, de la lentitud.
La lentitud es necesaria para sobrevivir en ese cambio. Ayuda a superar la insatisfacción con el mundo que bajo la forma de desorientación o perplejidad surgiría ante la impresión de caducidad generalizada.
EXPERIENCIA E ILUSIÓN: LA SALVACIÓN HUMANISTA
La extrañeza crece en una sociedad acelerada, nuestras experiencias envejecen con creciente rapidez. El mundo se amplía enormemente, pero los experimentos técnico-científicos que lo sustentan no están a nuestro alcance. A los científicos se les cree. De ello resulta la sustitución de experiencias por expectativas ilusorias, hasta que por fin dejamos de percibir la realidad y adquiere el estatuto de ilusión (la confianza en el científico, el video juego, la realidad virtual, el pánico en las bolsas, el rumor, la simulación política…).
Si las ciencias físico-matemáticas tuvieran el monopolio de la experiencia, los no versados viviríamos en un mundo irreal, de pura creencia, sustentado en experimentaciones sofisticadas cuya validez no podríamos comprobar.
Afortunadamente, existen las letras „oque todo el mundo entiende más o menos„o para las que no hay una frontera exacta entre profesionales y aficionados, ni acreditaciones de competencia exclusiva. En esta situación, los saberes humanísticos son un camino de retorno desde lo ficticio a la realidad, aunque en apariencia tienen que ver con todo lo contrario: mundos irreales, mitos superados, libros envejecidos, teorías etéreas, sentidos indemostrables, horrores y bellezas en estado puro, gestas y tragedias…
Fue Odo Marquard quien recogió lo mejor de la concepción romántica del arte como «anti-ficción», cuya tarea no tiene lugar en el ámbito de lo ficticio, sino que es instrumento para obtener experiencias de reflexión y atención por algo Schelling llamaba al arte el órgano de la filosofía.
El mundo del arte, al presentarnos la condición humana de una forma que nos es inédita y familiar a la vez „opues todo el mundo entiende el dolor y el llanto, cualquiera sabe de amores y traiciones puede ser de gran relevancia en una sociedad precipitadamente dividida entre legos y competentes. Permite enriquecer las experiencias sin que dejen de ser nuestras. Por eso puede contribuir a que deje de ser necesario adquirir competencia técnica a cambio de rudimentalismo cultural o pagar con un analfabetismo tecnológico la privacidad llena de sentido; en otros términos, contribuye a que no haya que optar entre la lentitud y la prisa.
Hay un fenómeno curioso sobre todo en el campo de la moda y la política que los lentos, los políticos de trayectoria larga y las madres de familia en apuros conocen muy bien. Se trata de una especie de astucia de la pereza que ha aprendido a esperar la reactualización de lo viejo.
En ocasiones, la velocidad del progreso puede ponerse en servicio de la lentitud. Entre más rápido envejece lo nuevo, más rápido lo viejo puede convertirse en nuevo. Uno puede dejarse adelantar sin preocuparse y esperar a que el curso del mundo le vuelva a alcanzar. No sólo a los que están a la caza de la última vanguardia, sino también a los cultivadores de la lentitud, les sucederá que ocasionalmente y cada vez con mayor frecuencia se encuentren en la cresta de la ola, a la altura de los tiempos.
La historia es el eterno retorno de lo distinto. Por eso no conviene desprenderse de las ideas, los gustos y las corbatas, ahora menos que nunca. Y a veces es un signo de cordura elegir lo que ya es viejo para ahorrarse la desagradable experiencia de verlo envejecer.
CÓMO AHORRAR TIEMPO
La cultura de la lentitud es el mejor soporte para que la velocidad no estalle tras haberse hecho insoportable. Una de las cosas que enseña es que hay otras maneras de ahorrar tiempo distintas de la aceleración, por ejemplo, la rutina o el hábito que nos libera de la penosa obligación de tomar a cada momento decisiones de principio. Otra es la confianza, que se establece sobre el supuesto de una relación duradera.
Las interacciones de corto plazo niegan el tiempo y allí donde el tiempo es desatendido desaparece también la responsabilidad. Un trato más estable con los hombres y con las cosas disminuye esa velocidad vertiginosa que tan equívocas consecuencias tiene sobre el equilibrio personal.
La experiencia de la novedad, en un sentido psicológico o histórico, sólo es posible sobre el trasfondo de una duración; cuando ésta se fragmenta resultan indiscernibles el movimiento espasmódico y el tedio. Por eso apremiaba el historiador Reinhart Koselleck a «encontrar cambios de largo plazo o presupuestos duraderos, con el fin de poder entender la irrepetibilidad de la propia sorpresa». La duración al servicio de la novedad, esperar para poder descubrir, paciencia a cambio de sorpresa. Es una lúcida invitación hacia un modelo narrativo basado en la longue dureé: acentuar las vivencias subjetivas frente a las estructuras y procesos objetivos, los ritmos largos frente a las grandes acciones individuales o colectivas y los acontecimientos que hacen época.
No hay cultura sin reflexividad. Otra forma de ahorrar tiempo sin tener que renunciar a la meditación consiste en cultivar razonablemente las expectativas. Niklas Luhmann ha observado cómo «la impresión de escasez de tiempo sólo surge por unas expectativas exageradas. Las vivencias y las acciones requieren su tiempo y no se pueden depositar en un espacio de tiempo limitado. El horizonte del tiempo y la estructura de las expectativas deben estar acompasados».
El activismo es por lo general la otra cara de una angustia producida por la propia impotencia. Cuando la totalidad es el resultado de una construcción, el impaciente sujeto se descubre como el creador arbitrario de toda la significación de las cosas, pero tal hallazgo le agota y desespera. No es necesario buscar en causas etéreas el origen de ese cansancio que tanta atención ha merecido recientemente.
Quizás lo más valioso de la posmodernidad sea haber transformado las orgullosas frases activas de la modernidad en enunciados pasivos o en giros impersonales, más allá de lo gramatical. Es la posibilidad, nada menos, de que la concepción contemporánea del sentido del ser recoja además de hechos, productos y acuerdos sufrimientos, acontecimientos y procesos.
La modernidad nos ha inundado de teorías de la acción, del padecer únicamente sabía que era posible «aprovecharlo» como motor para las acciones. Lo que parece estar anunciándose es la conveniencia de desarrollar una conciencia pasiva de nuestra finitud, cómplice leal de la verdadera movilidad humana.
Una poesía de las cosas atraviesa la novela de Nadonly, una poesía de los objetos y de su percepción, del respeto que se expresa en la comprobación exacta de sus medidas, en el amor a la ciencia y al experimento ingenuo, no al que tiene los resultados furtivamente preparados de antemano.
La pregunta central planteada en todos los ámbitos es «si hay que crear primero lo bello y lo bueno o si ya lo hay en el mundo. Como descubridor, John creía lo segundo». A los descubrimientos que hacen posible la lentitud no se llega esforzadamente, no es el resultado de un triunfo sobre algo o sobre alguien.
El paisaje de la lentitud está más allá de todo combate y de la inquieta ambición de resultar vencedor, pues precisamente esa inquietud es la que destruye el presente. John Franklin lo encuentra por fin cuando, al escuchar la sonata de Beethoven, se da cuenta de que en realidad «no hay ni victorias ni derrotas».