Pocos discutirán la necesidad de que el directivo sea líder, en el sentido de que sea capaz de influir sobre otros y conseguir que le sigan para alcanzar los objetivos de la empresa. Pero el vocablo «líder» es equívoco. Puede significar «ser el primero» o, también, «conducir a otros en una determinada dirección». Aunque ser el primero puede provocar emulación y el deseo de seguir sus pasos, en realidad, para influir y conducir a otros no parece que haga falta encabezar en un determinado ranking.
Aun prefiriendo el significado de «conducir a otros» quizá más genuino para los directivos que el de «ser el primero», todavía quedan acepciones en las que profundizar. Mientras para algunos la palabra líder engloba toda clase de personas que arrastren seguidores desde Gandhi a Hitler, pasando por todo tipo de directores generales, para otros la consideración de líder se reserva sólo a personas capaces de conducir a otras hacia metas altas y nobles, despertando en ellas motivaciones con verdadera calidad humana.
Entre estos últimos cabe citar al malogrado profesor del IESE, Juan Antonio Pérez-López, quien afirmaba que el líder es el directivo con «capacidad de percibir las necesidades reales de las personas» y, con su terminología característica, añadía que el líder busca «conseguir que las personas actúen por motivos trascendentes» . Esto es, procurando que sus seguidores también se preocupen de servir a los demás.
Ante este segundo planteamiento, uno se pregunta: ¿es realmente necesario poseer calidad moral para liderar personas? De entrada, parece que no. En la práctica, se pueden conseguir seguidores utilizando coacciones, ya sean castigos o amenazas, o recompensas de cualquier tipo, al menos en determinadas circunstancias. Pero aun en estos casos, si el que pretende liderar es un manipulador o incluso un verdadero tirano, quienes estén sometidos a él, en cuanto se den cuenta de que son explotados, eludirán su seguimiento. Probablemente sólo harán lo imprescindible para evitar el castigo u obtener el premio y, en cuanto puedan, procurarán liberarse de los controles o incluso evitarán al supuesto líder. La historia, también la de la dirección de empresas, está llena de casos que avalan esta hipótesis.
Cuando se pretende una adhesión voluntaria, convencida, duradera, la calidad moral del líder es del todo necesaria. Si quienes han de colaborar con él no se fían de su buena intención y rectitud moral, difícilmente le seguirán. Es algo de sentido común y ha sido también constatado empíricamente. Como botón de muestra puede citarse un trabajo de Kouzes y Posner en el que preguntaron a 1,500 directivos sobre los valores más deseables de los líderes. Concluyeron que la integridad ocupaba el primer lugar.
Pero al margen de la discusión de si el título de líder compete a todos o sólo a quienes actúan bien, lo significativo como señaló la profesora Ciulla, de Richmond University, en un coloquio de Ética Empresarial y Económica del IESE, lo más relevante es preguntarse qué es «un buen líder».
Ésta es, sin duda, una cuestión de enorme importancia práctica, pero también bastante compleja. Sin embargo, se puede afirmar con bastante rotundidad que la sabiduría tal como la entendían los clásicos ayuda a ser un buen líder.
SABIDURÍA Y LIDERAZGO
El punto de encuentro entre sabiduría y liderazgo es la citada rectitud moral que ha de tener el líder, y también la amplitud de miras y el conocimiento de las personas y de la plenitud humana.
El concepto de sabiduría que tenían los antiguos responde a una cualidad personal que atrae al que la posee a la búsqueda de la verdad y del bien. Y eso en un doble sentido: indagando la realidad con profundidad, llegando a las causas últimas de la existencia y orientando a la acción.
Los griegos, particularmente Aristóteles, consideran la sabiduría como una disposición habitual que se adquiere al actuar con profundidad y sensatez. En cambio, en la Biblia la sabiduría se contempla, sobre todo, como un don divino, aunque también se refiere a ella como una cualidad humana que requiere buenas disposiciones y que es necesario adquirir. Podría concluirse que hay una sabiduría humana adquirida y otra concedida por Dios.
En lo que encontramos gran coincidencia en el mundo clásico es en el valor de la sabiduría. El rey Salomón con quien el reino de Israel alcanzó su máximo esplendor escribió: «Bienaventurado el hombre que ha encontrado la sabiduría, el hombre que ha adquirido la inteligencia, porque adquirirla vale más que adquirir plata, y poseerla más que poseer oro. Es más preciosa que las perlas, y todos los tesoros que puedas desear no la igualan» .
Desde una perspectiva humana y con vistas a su aplicación en la empresa, hay modos de actuar que llevan a la sabiduría. Algunos lo consiguen reflexionando con hondura, pensando en las personas y no sólo en los resultados a corto plazo, queriendo actuar bien aunque suponga sacrificar otras cosas, haciendo y comprometiéndose con la verdad, buscando lo que es recto, tratando de orientar la conducta hacia la excelencia
Con esta actitud no se llega a ser «sabio», en el sentido de ser un erudito o experto en alguna materia, sino del modo al que nos hemos referido: se llega a ser «sabio» al alcanzar la disposición habitual o virtud que facilita el encuentro con la verdad (sabiduría teórica) y con el bien (sabiduría práctica) en cada situación particular.
También ayuda a crecer en sabiduría aprender de quienes realmente han sido «sabios». En las tradiciones religiosas, e incluso en la denominada «sabiduría popular», podemos encontrar material abundante y útil en este aprendizaje.
Por otro lado, encontraremos sabiduría en el modo de hacer de muchos empresarios, particularmente en empresas familiares, que han sido ejemplo para las jóvenes generaciones. Son esos que no han actuado como dueños despóticos de la empresa, sino sintiéndose administradores, porque han visto la empresa como una auténtica comunidad de personas y no sólo como instrumento para generar beneficios. Han sido líderes que conocían muy bien a las personas y sabían fijarles metas atractivas, sabían exigir y corregir, pero al mismo tiempo comprender y perdonar; sabían en qué podían hacer feliz a la gente y en qué no; sabían formar a otros y fomentar en ellos las motivaciones más nobles
LA SABIDURÍA ES ATRACTIVA
Toda esta sabiduría acumulada y concretada a lo largo de la historia es de gran interés. Pero un buen líder no se limita a aplicar máximas y proverbios o imitar a otros de un modo irreflexivo, sino que trata de entender el porqué de lo que han hecho otros, siempre con una actitud de búsqueda y compromiso con la verdad y el bien. Por eso es necesario que aprenda a discernir entre la verdadera sabiduría y sucedáneos engañosos que pasan por sabiduría.
La sabiduría es atractiva. Cuando los colaboradores de un «líder sabio» advierten que éste busca sinceramente la verdad y actúa de acuerdo con ella, buscando el bien para sí mismo, para la empresa y para los demás, tienden a seguirle. Lo hacen porque se fían de él, considerando que es más seguro que acierte con la verdad y aquello mejor para todos y, aún más importante, porque entienden que no pretende aprovecharse de ellos para conseguir ventajas personales.
Podríamos añadir que llegar a ser un líder sabio no es fácil, pero es asequible y, en todo caso, necesario. Como ya hemos indicado antes, lo primero es querer. Como todos los demás hábitos humanos, la sabiduría se adquiere a medida que se busca la verdad y el bien. De modo muy poético lo expresa el propio «Libro de la Sabiduría», al afirmar: «radiante e inmarcesible es la sabiduría, y fácilmente se deja ver por los que la aman, y es hallada por los que la buscan» . También para un liderazgo sabio «se hace camino al andar».
Recuperar la sabiduría
El descubrimiento del valor de la sabiduría en la literatura sobre el liderazgo es relativamente reciente y requiere aún mucho desarrollo.
El olvido de la sabiduría y de la inteligencia profunda de la realidad en la mayoría de estudios sobre el liderazgo se ha gestado durante siglos. En realidad, esta decadencia afecta también a muchas otras parcelas de la vida humana.
Todavía hoy, mucha gente suele apreciar más el «saber cómo» conseguir resultados tangibles que ese otro «saber qué», más profundo, orientado a perseguir valores, objetivos y modos de comportarse que atraen por sí mismos.
Si queremos recuperar la sabiduría, parece interesante indagar en las causas que llevaron a su abandono. Me referiré a tres de ellas:
1. El predominio del método científico y el enfoque analítico de los problemas, que ha dado lugar a los éxitos que todos conocemos. Ha llevado, sin embargo, a una hipertrofia del método analítico, postergando la sabiduría, con frecuencia vista como algo del pasado, ya superado e innecesario.
2. El predominio de corrientes de pensamiento que niegan incluso la condición de conocimiento racional a todo aquello que no pueda ser tratado por el método experimental. Según este planteamiento, el conocimiento humano estaría limitado a hipótesis cuya validez vendría dada exclusivamente por la verificación empírica y la eficacia de los resultados. Resultados que se medirán por el logro de ciertos objetivos prefijados.
3. Por último, y no por ello menos importante, el prejuicio de rechazar todo lo que venga de alguna autoridad incluido el conocimiento sapiencial, por suponer que menoscaba la autonomía del individuo. Es una razón ideológica, típica de la Ilustración, y que, en buena medida, se ha prolongada hasta hoy.
La ciencia deja sin respuesta cuestiones cruciales, como el sentido de la vida humana, la dirección que han de tomar los objetivos buscados en la acción y el modo de utilizar la tecnología disponible. Estas cuestiones, ciertamente importantes, rebasan las posibilidades de la metodología científica. Parece oportuno, pues, recuperar la sabiduría en todas sus formas aunque, desde luego, sin abandonar el razonamiento analítico y el método científico que tan buenos resultados nos han dado.
A esa segunda causa, hay que responder que no todo conocimiento racional se reduce al que se alcanza con la experimentación empírica. La sabiduría no es algo irracional, sino un conjunto de conocimientos coherentes que pueden ser sistematizados y explicados racionalmente. Es una racionalidad distinta a la utilizada en la ciencia económica, por ejemplo, pero es también racionalidad. Una racionalidad no orientada a la eficacia, sino a los fines a los que debe apuntar la eficacia; una racionalidad que no busca el cómo hacer algo, sino el qué ha de hacerse.
Pero suponer que la sabiduría resta autonomía al individuo, sólo se comprende desde una concepción de la autonomía desvinculada de la plenitud humana. Ciertamente, cada persona es libre y autónoma en su acción, pero corre el riesgo de destruirse a sí misma. La autoridad bien entendida no es coacción, sino guía; no es limitación de la libertad, sino timón para orientarla. Por idéntica razón, la sabiduría, lejos de ser un obstáculo a la autonomía personal, es un apoyo para emplearla correctamente.
Parece necesario, pues, concluir que ha llegado el tiempo de recuperar la sabiduría. (Artículo publicado en Revista de antiguos alumnos del IESE. n. 77. Barcelona, marzo 2000.)