Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

En la fragua del amor: algunos aspectos de la sexualidad humana según Josemaría Escrivá

Cuando el beato Josemaría repetía que «el sexo es algo santo y noble participación del poder creador de Dios hecho para el matrimonio» (Amigos de Dios, 185), anticipaba una doctrina hoy común en el Magisterio de la Iglesia católica, y ponía las bases de una auténtica «revolución sexual» fundamentada en el sí, en lo constructivo: revalorizar la sexualidad para descubrir su significado más hondo.La sexualidad humana es mucho más seria que la oferta de la publicidad, spots televisivos, telenovelas e incluso la opinión de ciertos expertos. Remedando a Pascal, se sitúa a una distancia infinitamente infinita por encima del mero sexo animal, al que quieren equipararla algunos.Esbozaré aquí el carácter afirmativo del amor conyugal «afirmación gozosa», la llamaría muchas veces Josemaría Escrivá [1] , tan necesario hoy para devolver a multitud de personas el atractivo impresionante de la aventura del matrimonio [2] .

CASTIDAD Y SEXUALIDAD, ¿COMPATIBLES?

La sexualidad podría describirse como: a) una maravillosa participación en el poder creador y amor infinito de Dios, y b) un medio privilegiado, por ser marcadamente específico, para despertar, instaurar, manifestar, hacer crecer, madurar, consolidar y llevar a plenitud el amor de un varón y una mujer considerados en cuanto tales.
Eso, y no la especie de algarabía ramplona y genital a la que a veces se reduce, es realmente y en su más íntima substancia la sexualidad humana: vigor creador y amor hecho carne. Aunque la relación estrictamente corpórea con rectitud natural forma parte del genuino ejercicio del sexo en el matrimonio, no es su núcleo fundamental.
Definirla con referencia exclusiva o prioritaria a la genitalidad es como hacer residir la esencia del automóvil en sus accesorios. Lo nuclear, la columna vertebral, del auto es el motor. El trato corpóreo podría asimilarse a las ruedas de nuestro vehículo: son imprescindibles para ejercer su función, pero de nada servirían sin los elementos mecánicos centrales que las ponen en marcha. Además, si se les concede una atención desmesurada e incrementa exageradamente su tamaño, harían imposible o dificultarían el funcionamiento del coche.
Incluso existen otros medios de propulsión más veloces, donde las ruedas desempeñan un papel bastante secundario o hasta nulo; en el matrimonio pasa lo mismo: el amor puede crecer, y a veces de manera más firme y rápida cuando justificadamente se distancian o evitan los encuentros físicos.

EL VALOR POSITIVO DE LA SEXUALIDAD

Si entendemos la sexualidad humana como instrumento del infinito y omnipotente amor creador y vehículo excelso del amor fecundo entre varón y mujer, no cabe sino estimarla altamente: es uno de los mayores dones de Dios. Toda esa valía es la que le atribuye también la Iglesia, que desde san Pablo califica al matrimonio de sacramentum magnum, gran sacramento, como tan a menudo recordaba el beato Josemaría.
En su pensamiento, como en el conjunto de la doctrina cristiana, no había el más mínimo resquicio para las sexofobias. Cómo sostener algo parecido de quien afirma: «El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad. Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad» (Es Cristo que pasa, 24).
La encarnación de Dios distingue al cristianismo de cualquier otro credo. Mediante ella Cristo revela al hombre su eminencia y dignidad, el hecho de ser un cuerpo «espiritualizado» o un espíritu «corporeizado», en el que los dos coprincipios, cuerpo y alma, gozan participadamente de igual excelsitud por participar de un único, mismo y elevadísimo acto de ser.
La Biblia proclama la bendición de la sexualidad por parte de Dios. Leemos en el Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (1, 27). Como reiteradamente ha explicado Juan Pablo II, también a través del amor sexual y de su fecundidad el varón y la mujer son invitados a vivir una comunión que refleja la de la vida interior de Dios como Trinidad unitaria: en el matrimonio, los cónyuges se unen entre sí con tal intimidad que llegan a convertirse en «una sola carne» (Génesis 2, 24).
Lo que la fe cristiana y la ley natural rechazan es el uso desviado del cuerpo, el dominio de la carne sobre la persona, el abuso de lo que en sí mismo es, más que bueno, óptimo. La ética sexual enseñada y constantemente defendida por la Iglesia católica según lo que dicta la naturaleza humana no es una sádica imposición externa por parte de Dios.
Su único objetivo implícitamente resaltado por el beato Josemaría es respetar, reverenciar y potenciar las maravillas de la sexualidad. Permitir su plenitud como actividad magnificadora del amor conyugal. Es evidente que Dios no puede mirarla con recelo. No es un padre que, tras comprar la moto a su hijo, se arrepiente porque no previó los peligros implícitos; más bien pretende que le saque todo su rendimiento.
Por eso, siguiendo los consejos de Escrivá de Balaguer, jamás debemos caer en la trampa de quienes presentan la visión cristiana de la sexualidad como la de algo en sí mismo reprobable, pero que «los papeles» o «la bendición del sacerdote» legitiman artificialmente. ¿Sería ese el sacramentum magnum que «justifica» un comportamiento en sí mismo aberrante?
Quienes así opinan olvidan que como todas las realidades creadas para desarrollar su entera y espléndida virtualidad la sexualidad requiere el contexto adecuado: el del amor concluyente entre varón y mujer entregados de por vida en cuanto tales, haciendo oficial e indisoluble tal compromiso.
No sería lógico denostar la gracia y donaire de un vistoso pez porque no pueda subsistir fuera del agua. Igual pasa con la sexualidad, en su hábitat natural resulta maravillosa, pero fuera del amor real y definitivo entre varón y mujer del matrimonio, que es su lugar nativo queda sin valía y, en vez de acrisolar a la persona, se transforma en instrumento de destrucción e infelicidad.
¿SIMPLE CONJUNTO DE PROHIBICIONES?
Hay que entender la castidad conyugal como lo que es: una virtud tremendamente afirmativa, auténtica fragua del amor; no como esa caricatura a la que, por desgracia, algunos la reducen convirtiéndola en un conjunto de negaciones ajenas al afecto recíproco, hasta identificarla sólo con la abstención del trato corporal.
En las antípodas de tal actitud, y en cierta manera como principio orientador de su pensamiento al respecto, el beato Josemaría la describe así: «La castidad no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida» (Es Cristo que pasa, 25).
Consecuencia de esta concepción, aunque el vocablo no esté muy de moda, es que la castidad deba contemplarse como una auténtica virtud, algo íntima e indisolublemente aparejado al amor.
Ya san Agustín definió la virtud como ordo amoris: aquello que permite que el amor, considerado ahora en su significado más amplio, nazca, crezca, se desarrolle, alcance su madurez y dé frutos verdaderos.
La castidad como virtud distinta de las restantes permite enraizar, hacer crecer y dar vigor al amor en la medida exacta en que éste implique a la sexualidad. Y como todo ser humano normal es sexuado y cada uno está llamado al amor, la castidad debe ser vivida por todos, hombres y mujeres, sean cuales fueren sus circunstancias personales soltero, casado, viudo y en todas las etapas de su existencia; el modo concreto de ejercerla dependerá de la situación en que cada cual se halle.
Con palabras expresas del beato Josemaría: «al recordaros ahora que en el cristianismo hay que guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado» (Amigos de Dios, 177).
Ciñéndonos a los casados, y desde la óptica eminentemente positiva propia del fundador del Opus Dei, la castidad conyugal es la virtud que permite llevar hasta su máxima perfección el amor entre los esposos: acrisolarlo, engrandecerlo, purificarlo.
Dicho sencillamente, hace posible y facilita que luego de pocos o muchos años de matrimonio, cada cónyuge se encuentre tan enamorado del otro y éste le sea tan atractivo, en todos los sentidos, como el día en que ambos quedaron prendados.
Así, la castidad es algo grande, excelso, positivo, que no se resuelve en un conjunto de prohibiciones y va mucho más allá de los dominios de la mera genitalidad. Su objeto propio, como el de toda virtud, es el amor: en el caso del matrimonio, el amor de dos personas sexuadas varón y mujer y justo en cuanto tales.
Josemaría Escrivá aseguraba, con gracia humana y convicción divina, que como sacerdote bendecía el cariño de sus padres y el de los demás esposos cabales [3]. Animaba una y otra vez a los esposos a quererse sin miedo y manifestarse el afecto mutuo, siempre con el conveniente pudor y en el respeto de la ley de Dios y de las condiciones que hacen de las relaciones íntimas expresión auténtica de un amor auténtico: «Con respecto a la castidad conyugal escribía, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia» (Es Cristo que pasa, 25).
PARA INCREMENTAR EL CARIÑO
Hasta aquí, parece imponerse una conclusión: el principal y más definitivo acto de la castidad consiste en fomentar positivamente, con las mil y una finuras que el ingenio enamorado descubre, el amor hacia el otro cónyuge.
Hallazgo dotado de múltiples manifestaciones. Por ejemplo, para vivir esa virtud en toda su grandeza, es oportuno que cada cónyuge dedique expresamente cada día unos minutos a decidir los detalles de cariño y delicadeza con los que dará una alegría al otro y elevará la calidad y la temperatura del amor mutuo, y además ponga los medios para que esas manifestaciones se cumplan, considerando que sin esfuerzo es muy posible que el trabajo y otras ocupaciones las dejen en «buenas intenciones».
Aquí, tanto la doctrina como la propia vida del beato Josemaría componen una sublime referencia siempre que adoptemos la perspectiva adecuada. Monseñor Escrivá repitió muchas veces que Dios le había concedido sólo un corazón, y que con él con el mismo con que amaba a sus padres y hermanos en la tierra y a los hijos de su espíritu debía esforzarse por querer a Dios, la Virgen santísima y san José, a todos los santos, al Papa y elevar a lo divino el amor humano.
Ello permite, si no me equivoco, aprovechar la entera vida interior del fundador del Opus Dei, «invirtiendo» en cierto modo la «dirección» de lo que enseña: transformar su inflamado querer a Dios inspirado en parte, según propia y reiterada afirmación, en el cariño entre los hombres en ilusionante modelo de lo que debería ser todo amor humano y, concretamente, el conyugal.Así, de su insistencia en la oportunidad de que el trato íntimo con la Trinidad y con la santísima Virgen se tradujera en propósitos operativos, cabe inferir la conveniencia de que todo cónyuge se esfuerce en concretar y poner por obra ¡cada día!, un ramillete de pormenores en el que se encarne y con el que aumente el cariño hacia el otro.
De manera semejante, el ansia mantenida de piropear a Jesús y María, puede ser paradigma para todo marido que en efecto pretenda vivir a fondo la castidad como virtud afirmativa del amor a su cónyuge: debería estar dispuesto a repetir a su esposa, muchas veces al día, que la quiere. ¡Claro que ella ya lo sabe! Pero, humana y mujer como es, necesita casi perentoriamente que semejante confirmación le entre por los oídos muy a menudo.
No hay que olvidar una idea también muy apreciada por el beato Josemaría, quien llegó a hablar justificadamente de un «materialismo cristiano»: a saber, que el sujeto humano es un compuesto admirable de espíritu y materia y que los gestos externos de cariño incrementan, consolidan y remachan el temple «espiritual» de ese amor.
Marido y mujer han de esforzarse con frecuencia por «sorprender» a su pareja con manifestaciones de aprecio e interés. No sólo los días señalados, cuando las sorpresas «se suponen», sino cuando no hay motivo para una atención especial ¡salvo el cariño de los cónyuges, siempre vivo y creciente!.
Para vivir la castidad conyugal hondamente es imprescindible saber encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones, venciendo la pereza inercial que a veces los acosa.
Como simple sugerencia, dedicar una tarde o noche semanal exclusivamente al matrimonio, además de facilitar enormemente la comunicación, es uno de los mejores medios para que la vida familiar por tanto el cariño hacia los hijos progrese y se consolide, hasta dar frutos sazonados de calidad personal. Por eso, la solicitud y mimo a la pareja debe anteponerse a las obligaciones laborales y sociales y, si valiera la contraposición un tanto paradójica, incluso al cuidado «directo» de los niños que quedará potenciado por el amor mutuo de sus padres.
Según recordaba Álvaro del Portillo, sucesor del beato Josemaría, para los casados el camino de su perfeccionamiento y hasta el de su santidad tiene un nombre propio: el de aquel o aquella con quien se han unido de por vida.

MANIFESTACIONES CORPORALES DEL AMOR

Dentro de esta visión positiva de la sexualidad, se advierte como un claro acto de virtud de castidad hacer cuanto esté en nuestras manos para aumentar la atracción, también la estrictamente sexual, a y de nuestro cónyuge. El beato Josemaría aludió a este punto con expresiones más o menos implícitas.
En concreto, es manifestación de buen sentido y, entre los cristianos, de visión sobrenatural, aprovechar el gozo entrañable que Dios ha aparejado al abrazo amoroso y personal de los cónyuges para resolver pequeñas desavenencias o terminar una situación tensa.
Con frecuencia, el beato Josemaría ligaba las manifestaciones corporales del amor conyugal a la resolución definitiva de discusiones entre esposos. Así, en Buenos Aires, en 1974, aconsejaba: «Desde luego, delante de los hijos, no riñáis jamás […]. Esperad, tened paciencia, y ¡ya reñiréis!, cuando el chico esté dormido. Pero poquito, sabiendo que no tenéis razón. Ya se os ha pasado el enfado, y aquél de los dos que piensa que la razón está de su parte, debe decir al otro: perdóname, porque verdaderamente soy impaciente, y te quiero con toda mi alma; y os dais un buen abrazo, y hacéis las paces, unas paces muy sabrosas».
Y en otra ocasión, a propósito de los eventuales roces entre marido y mujer y de la conveniencia de no manifestarlos ante los hijos, comentaba: «¡No! Decíos una palabra al oído y esperad a la noche, ¡con calma! Y a la noche… ¡a ver quién de los dos tiene la poca vergüenza de decirle al otro que tiene razón! El que de los dos cree que tiene razón es seguro que no la tiene, porque no tiene razón ninguno de los dos… Pedíos perdón, daos un buen abrazo, acordaos de cuando os lo disteis la vez primera, y amaros, que al Señor le agrada vuestro cariño».

SIEMPRE BELLAS, SIEMPRE GUAPOS

Un refrán que el propio beato recordaba a menudo es muestra de sensatez y me dirijo sobre todo a las esposas: «la mujer compuesta saca al marido de otra puerta». Añadía que, como consecuencia de la rigurosa obligación de justicia de mostrarse lo más atractivo posible también desde el punto de vista físico, el esposo ha de cuidar, con el mismo empeño que su mujer, su arreglo personal. ¡No se puede permitir que, por desidia, a él o ella les asalte la (nunca justificada) tentación de admirar y encariñarse con el atractivo de alguien ajeno al matrimonio si ese esplendor amabilísimo podrían y deberían hallarlo, con un mínimo de esfuerzo por parte de ambos, en el propio cónyuge!.
En este sentido, resulta lógico y juicioso que una parte apreciable del presupuesto familiar, según las posibilidades de cada quien, esté dedicada al embellecimiento de la esposa, y a todo aquello que hace más fácil y atractivo el trato conyugal (vestuario, complementos, perfumes, etcétera). Estamos probablemente ante una de las inversiones de las que un hombre dotado de mediana inteligencia jamás podrá arrepentirse.
El beato Josemaría aludió a esta idea. En Lisboa, en 1972, decía a una madre de familia: «Entre los gastos del hogar, ése, el de vuestro arreglo personal, es uno principal e importante para la paz familiar. […] El amor, hijos, es sacrificio. De modo que el casado tiene que amar a su mujer, y demostrárselo. ¡No seáis tacaños! Hay que ser un poco novios toda la vida; y si no, no va».
Una y otra vez advertía a los esposos que supieran presentarse y contemplarse, a lo largo de toda su vida, por lo menos con el mismo mimo y embeleso como cuando eran novios.
«Es siempre actual -se dirigía a las mujeres- el deber de aparecer amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio. Mal signo, si sonreís con ironía, al leer este párrafo: sería muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia» (Es Cristo que pasa, 26).
En efecto, dejar que el amor se enfríe o momifique es poner al cónyuge en el disparadero, propiciar que busque fuera del hogar el cariño y atenciones que todos necesitamos ¡a cualquier edad!… y que nunca deben darse por supuestos.

«LA MATERNIDAD EMBELLECE»

La mujer ha de estar persuadida de que la fecundidad embellece y que su marido posee la suficiente calidad humana para apreciar la nueva y gloriosa galanura derivada de la condición de madre. Éste es un aspecto en el que el beato Josemaría incidía tal vez con particular intensidad. En alguna tertulia se dirigió así a una esposa: «Me da mucha alegría decir que la maternidad embellece. Hay algunas que por egoísmo, piensan ¡qué se yo!, que se va a estropear su hermosura. Y no. Sois mucho más hermosas las que habéis tenido muchas veces ese don de la maternidad».
Aquí pueden ayudar unas palabras de Jean Guitton: «no hay idea más estúpida que poner a la belleza en singular, como si hubiese un único género de belleza o si ésta fuera de exclusiva propiedad de la efervescencia juvenil. Y más aún creer que conservar un rostro joven es el único índice de hermosura» [4].
Cualquier varón más o menos cultivado aprende a advertir en su matrimonio que la auténtica belleza es algo que implica a toda la persona y surge, como de su hontanar más íntimo, de su interior.
La maternidad reiterada suele «romper las proporciones materiales» que determinados y superficiales cánones de belleza femenina pretenden imponer y contra los que sin duda reaccionaba el beato Josemaría. Pero el menos perspicaz de los maridos, si está de veras enamorado, ve el esplendor que esa «desproporción» implica; reconoce que su mujer, físicamente desmejorada, es más hermosa e incluso sexualmente más atractiva que quienes se pavonean con un remedo de belleza reducido a «centímetros» y «contornos».
Por poca que sea su sensibilidad, un varón descubre embelesado en el cuerpo de su mujer el paso de su propio amor de marido y padre, la huella de los hijos que ese cariño ha engendrado… ¡Cómo podría no sentirse cautivado por semejantes enriquecimientos!
Después de bastantes años de casado y trato con otros matrimonios, a veces experimento la necesidad de pedir a las esposas que, sobre todo con el correr del tiempo, no pretendan «gustarse a sí mismas» son sus críticas más feroces ni admitan comparaciones con sus amigas u otras personas de su mismo sexo… y mucho menos con las más jóvenes. Que crean a pies juntillas a sus maridos cuando les digan que están muy guapas. Porque la menor sombra de duda al respecto, además de demostrar una indebida desconfianza en la grandeza del propio cónyuge, manifestaría una falta real de donación y abandono por apego al propio juicio y podría enturbiar, quizá no gravemente, la armonía de la pareja.

LA CASTIDAD, «NEGACIÓN AFIRMATIVA»

La otra cara de la castidad, aparentemente negativa, pero derivada de la misma necesidad de aumentar el cariño mutuo, podría concretarse en la obligación gustosa de evitar lo que pudiera enfriar ese amor o ponerlo entre paréntesis, aunque fuera por unos minutos. Por tanto, el sentido de esa renuncia es eminentemente positivo.
El beato Josemaría explicó que la diferencia entre personas célibes y casadas era, si se trataba de un varón, que el soltero renuncia a tratar íntimamente a todas las mujeres, mientras que el casado prescindía de todas menos una. La diferencia, solía añadir en tono de broma, no es muy grande.
Esa afirmación, tomada en serio, es un criterio claro y delicadísimo de amor conyugal. Para el casado no puede existir otra mujer, en cuanto mujer, que no sea la suya. Obviamente, ese varón e igual debe afirmarse de su esposa se relacionará con personas del sexo complementario compañeras de trabajo, alumnas, coincidencias en viajes; la educación y respeto le llevará a comportarse con ellas con delicadeza. Pero a ninguna tratará como mujer poniendo en juego su condición de varón, que ya no le pertenece, sino exquisitamente como persona.
Esto, que de entrada podría presentarse como exceso teórico e incluso artificial y alambicado, tiene una traducción muy clara y operativa: cuanto yo hago y comparto con mi mujer, por ser mía, debo evitarlo a toda costa con cualquier otra.
«A nadie te pareces desde que yo te amo». La célebre intuición del poeta es un buen telón de fondo para los siguientes ejemplos. Con mi mujer busco estar a solas en una habitación, aislarme en el coche, gozar de su compañía exclusiva desde que inicio un viaje de negocios o unas vacaciones Ergo, con sentido común y sobrenatural, sin rarezas, procuraré no habituarme a estar con alguna compañera de trabajo, mantendré una educada distancia si coincidimos en un viaje de negocios, etcétera.
Así, a mi mujer le cuento problemas personales de cualquier tipo, y debería manifestarle con delicadeza los que surgen en relación con ella. (Aprender este arte es condición ineludible para que haya franqueza en el matrimonio y que esas dificultades se resuelvan y no se presenten en momentos inoportunos: ironías a solas o delante de otros, pullas, tendencias a la incomprensión Nunca alguien casado debería entregarse al sueño sin haber resuelto un pique, aunque sea pequeño, con el otro).
¿SÓLO HABLÁBAMOS?
En la película Historia de lo nuestro, el protagonista, casado, trata con cierta familiaridad a otra chica. Ante las protestas de su mujer se excusa con vehemencia: «¡simplemente hablamos!». Luego será ella quien «sólo hable» con otro y él demuestra la misma razón que su esposa al oponerse a ese trato: los cónyuges se han entregado de por vida toda su intimidad.
Aunque estemos ante personas aparentemente maduras, es fácil ser ingenuos (a tal «ingenuidad» se refirió también más de una vez, desde una perspectiva más amplia, el beato Josemaría).
Después de algunos años de trato diario con nuestra pareja, en los momentos de alza y bancarrota, cualquier mujer o varón se encuentra en mejores condiciones que el propio cónyuge para presentar ante nosotros «intermitentemente» su cara más amable. No los vemos recién levantados, ni cansados, ni deben resolver con nosotros los problemas de los hijos Arreglados, dispuestos casi por instinto y con la más limpia intención de gustar y caer bien, pueden dar de sí lo mejor, sin que exista el contrapeso de los momentos duros y de flaqueza que por fuerza se comparten en el matrimonio.
Además, suelen ser más jóvenes y comprensivos (entre otras cosas, porque no nos conocen a fondo), y se encuentran pasajeramente adornados con muchas prendas que, un tanto artificialmente, engalanan su figura y personalidad ante nuestra mirada en esos momentos no del todo perspicaz y que el trato continuado y duradero sin duda devolvería a sus auténticas dimensiones.
Para él y ella, es menester una categoría hoy por desgracia poco frecuente para quedar mal y rechazar educada pero decididamente esas confidencias. Todo ello es necesario para no enredar la dicha propia y ajena, y poner a nuestros hijos en un brete, vendiendo la profunda grandeza de una vida familiar plena por el superficial embeleso de unos momentos de satisfacción egocéntrica.
La virtud afirmativa de la castidad, como expresión cimera y motor incomparable del amor entre los cónyuges, nos llevará gustosamente a eludir esas gratificaciones aparentes con objeto de robustecer, decididos, los cimientos de nuestra felicidad en el matrimonio.

______________________

[1] Por ejemplo: «Cuando te decidas con firmeza a llevar una vida limpia, para ti la castidad no será carga: será corona triunfal» (Camino, 123), «La castidadña de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo, sacerdote es una triunfante afirmación del amor».

[2] Otros aspectos de la doctrina del beato Josemaría sobre la propia castidad, el matrimonio y la familia pueden encontrarse en Tomás MELENDO y Lourdes MILLÁN-PUELLES. Asegurar el amor. Antes y durante el matrimonio. Rialp. Madrid, 2002, Varias ideas sobre el presente artículo recogen y amplían las de uno de los capítulos de ese libro.
[3] Lo expuso muchas veces en sus conversaciones. Como testimonio escrito puede valer el siguiente: «El amor humano, cuando es limpio, me produce un inmenso respeto, una veneración indecible. ¿Cómo no vamos a estimar esos cariños santos, nobles, de nuestros padres, a quienes debemos gran parte de nuestra amistad con Dios? Yo bendigo ese amor con las dos manos, y cuando me han preguntado por qué digo con las dos manos, mi respuesta inmediata ha sido: ¡porque no tengo cuatro!»(Amigos de Dios, 184).
[4] Jean GUITTON. Cuando el amor no es romance.Ediciones Sígueme. Salamanca, 1970. p. 68.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter