El siglo XX ha concluido, nos ha legado hallazgos científicos, obras de arte, algunos sueños y… numerosas ruinas, físicas y espirituales; filósofos, informáticos, politólogos, meditan sobre ellas, la «deconstrucción» a lo Derrida o la más simple «refuncionalización» hacen estragos: una estación de trenes convertida en galería de arte no sorprende, pero una discoteca alojada en la barranca de un campo de concentración desafía la sensatez mejor establecida.
LA ESPERANZA APRISIONADA
En 1951, durante su refugio en La Habana después de un breve paréntesis mexicano, la filósofa española María Zambrano publicó en la revista Lyceum el ensayo «Una metáfora de la esperanza: Las Ruinas», incluido después en su libro El hombre y lo divino (FCE. México, 1955). Allí, con ese humanismo que se ha resistido a la muerte en medio de desastres mundiales, gracias a la poderosa síntesis del antropocentrismo clásico y la teología cristiana, nos dice:
“Las ruinas son una categoría de la historia y hacen alusión a algo muy íntimo de nuestra vida. Son el abatimiento de esa acción que define al hombre entre todas: edificar. Edificar, haciendo historia. Es decir, una doble edificación: arquitectónica e histórica [1]”.
Este edificar no sólo tiene un sentido utilitario; no basta al hombre buscar un sitio donde abrigarse, es también la naciente expresión de una contraposición entre lo exterior, asociado con la luz y con la ley ¾ la norma que vigila a los humanos¾ y lo interior, que es la intimidad, el refugio del verdadero existir. Por eso aunque la edificación sea castigada por los elementos y por el tiempo, lo que queda de ella, la ruina, tiene un signo positivo:
“Y al edificar realiza sus sueños. Y bajo los sueños alienta siempre la esperanza. La esperanza motora de la historia. Y así en las ruinas lo que vemos y sentimos es una esperanza aprisionada, que cuando estuvo intacto lo que ahora vemos deshecho quizá no era tan presente; no había alcanzado con su presencia lo que logra con su ausencia [2]”.
Es preciso coincidir con Eduardo Subirats cuando, al glosar el pensamiento de la filósofa, destaca la condición trágica de la conciencia moderna, pues ella presupone la insaciabilidad destructiva del logos histórico, que pone cada vez más lejana la promesa de la realización del ser [3] . Pero la grandeza de la obra de María está en el desafío a la lógica enajenante de los sistemas basados en el progreso inexorable ¾ Hegel, por ejemplo¾ para buscar la unidad del hombre con lo divino. Este encuentro con lo trascendente pasa por la katharsis en la que el ser humano se reconcilia con la naturaleza:
“La contemplación de las ruinas cura, purifica, ensancha el ánimo haciéndole abarcar la historia y sus vaivenes, como una inmensa tragedia sin autor. Las ruinas son en realidad una metáfora que ha alcanzado categoría de tragedia sin autor. Su autor es simplemente el tiempo. Y la tragedia brota de la esperanza en lucha exagerada con la fatal limitación del destino, de las circunstancias. La esperanza, lo más humano y divino al par de la vida del hombre, queda libre y al descubierto ya, liberada de sus luchas, en las ruinas. Es la trascendencia pura de la esperanza [4]”.
CULTURA: INTENTO DE REALIZAR UN SUEÑO
La Zambrano fue, como se ha dicho numerosas veces, una especie de «Antígona cristiana», rodeada por las ruinas de su casa que eran también las eternas ruinas de España; hija de la Europa devastada, visitadora de las ciudades de ruinas venerables: Roma, Morelia, La Habana, sabía que debía vivir en ese espacio crepuscular para tomar en sus brazos tanta idea de la modernidad insepulta y depositarla en la tiniebla interior de las grandes verdades.
Si Federico el Grande hizo construir ruinas en sus jardines de Sans Souci para sentir que ganaban una respetable ¾ aunque ridícula¾ antigüedad, en el otro extremo es hora de interrogarnos: ¿qué ruinas dejarán para la posteridad muchas de nuestras construcciones culturales?, o más aún, ¿las ruinas de nuestro pasado nos han llevado a poseer realmente una conciencia histórica? Las respuestas, cualesquiera que sean, tendrán un sentido trágico, en nuestro auxilio viene esa «filosofía de las ruinas» que puede ayudarnos a paliar los terrores del milenio:
Pues toda cultura es la realización, el intento más bien de realizar un sueño, uno de esos sueños que inexorablemente persiguen al hombre y de los que no se puede liberar, porque nacen del fondo indestructible de la esperanza que busca su argumento, y al par su realización. No todos los sueños piden realizarse, mas hay algunos más dotados de exigencia que no permiten a la conciencia humana que los alberga descansar, que lanzan al hombre a no importa qué aventuras. La realización es siempre una frustración. En ese sentido toda la historia, aún la más espléndida, es un fracaso. Un fracaso que en sí mismo lleva su triunfo: el renacer incesante de la esperanza humana simbolizada por la yedra. La yedra, metáfora de la vida que nace de la muerte, del trascender que sigue a todo acabamiento. A todo acabamiento de algo que fue lejos en la esperanza. Y si Calderón dijo «obrar bien que ni aun en sueños se pierde» cabría entenderlo pensando que de toda realidad lo único que quede será su sueño. Que el soñar bien ni aun muriendo se pierde [5] .
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[1] María ZAMBRANO. «Una metáfora de la esperanza: Las Ruinas» en Lyceum. vol. VII, n. 26. La Habana, mayo de 1951. pp. 9-10.
[2] Ibid. p. 10.
[3] Eduardo SUBIRATS.«Intermedio sobre filosofía y poesía» en Anthropos. n. 70-71. Barcelona, marzo-abril de 1987. p. 96.
[4] María ZAMBRANO. Op. Cit., p. 11.
[5] Idem.