Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

La macdonalización del mundo. Ronald visita Oaxaca

No me gustan las hamburguesas de McDonalds, pero me disgusta más el escándalo farisaico de quienes se oponen a la venta de «bigmacs» en el centro de Oaxaca. La cultura es vida y la gastronomía es una de sus manifestaciones privilegiadas. Los museos sólo recogen un fragmento de la cultura. En los mercados, en las plazas, en las escuelas, en las fábricas, ahí se huele y toca la identidad de una nación. En las cocinas se revela el alma de la gente. Los acervos y colecciones de museos exhalan mucho me temo un tufillo rancio. La cultura, en cambio, nunca huele mal.
En esos templos laicos del arte y la ciencia, se guarda aquello que es escaso, irrepetible, lo que corre el riesgo de extinción. Me encantan los museos (y nuestro país debería invertir mucho más en ellos), pero no seamos ingenuos. Cuando algo va a dar a ellos es porque su pulso vital es débil. No por casualidad los museos tienen curadores, esto es, personas especializadas en el cuidado de los objetos coleccionados.
Cuando una tradición requiere un impulso especial para mantenerse viva, algo anda mal. Se trata de una tradición anémica, necesitada de terapia médica. Semeja un cuerpo enfermo, conectado a un pulmón artificial.
¿Agoniza la comida mexicana? No lo sé. La semana pasada comí cotzitos yucatecos en un restaurante muy concurrido. Los comensales daban cuenta de cochinita pibil, relleno negro y otras maravillas. Para ser una gastronomía moribunda, lucía rozagante. Obviamente, también junto a la horchata se ofrecían refrescos de cola. Gajes del multiculturalismo. Le pese a quien le pese.
Por su parte, las hamburguesas y sándwiches entran triunfalmente por doquier: Tokio, Praga, Varsovia, Nairobi. Ni siquiera el orgulloso Madrid poblado de bares y tabernas escapa al embate de la comida rápida. ¿Por qué nos empeñamos en hacer del centro histórico de Oaxaca la última trinchera del «mexicanismo»?
Presenciamos un fenómeno insólito. En pocos países se come tan mal como en Estados Unidos. Si exceptuamos los restaurantes de lujo, el panorama gastronómico norteamericano es desolador… hot dogs, hamburguesas, sándwiches, pizzas de plástico, ensaladas insípidas. Sin embargo, Ronald levanta sus arcos amarillos por doquier. Monumentos triunfales del Tío Sam.
CHEESEBURGER VS. TAMAL
¿Qué puede una cheeseburger frente a un tamal de mole negro? ¿Prepararán las hamburguesas con una droga adictiva? ¿Puede alguien, en su sano juicio, preferir el queso amarillo en lugar del quesillo fresco del mercado oaxaqueño?
La respuesta es sencilla. La hamburguesas de esas franquicias son aceptablemente limpias, baratas, prácticas y estándares.
Lo de la limpieza no es cuestión de poca monta. Perdimos Texas, pero ahí está la «Moctezuma revenge». Comer chapulines es una experiencia gastronómica comparable a la de probar trufas o caviar. Lamentablemente, nadie pone su mano al fuego por la higiene de los insectos. Cilantros, rábanos, chiles de agua y flores de calabaza difícilmente saldrían airosos de un análisis bactereológico. La culpa no es de los productos, sino de los cocineros. Muchos años tardaron los países desarrollados en remontar amibiasis y disenterías, como para venir a retomarlas en estas tierras. La limpieza es un valor cultural. Y nos guste o no, los turistas yanquis la buscan.
¿Estándar? El asunto tiene sus encantos. Hace algunos años visité Polonia. Por azares del destino, terminé perdido en el casco antiguo de Lublin. Aún no se disipaba el polvo levantado por la caída del Muro de Berlín; casi nadie hablaba inglés. De poco me servían mi francés y mi alemán para ordenar en un restaurante de aquellos rumbos. Finalmente… ¡Sorpresa! ¡Un McDonalds! Sí, aborrezco sus «mactrios», pero saben igual en todas partes. Y ya no me apetecían nuevas experiencias culinarias para ese día.
¿Precio? Baratas no son, si se les compara con una comida corrida (sopa caldosa, arroz, guisado, frijoles, postre, tortillas y agua de sabor). Personalmente, jamás consumiría una hamburguesa de McDonalds en los portales de la Plaza de Oaxaca. Mejor me zampo un plato de coloradito. Sin embargo, estas franquicias garantizan un mínimo de calidad por un precio razonable para el turista. Se explica que nuestras tlayudas de asiento a veces compitan en desventaja en el horizonte del turista tímido. El exotismo no suele augurar la limpieza…
Haciendo a un lado el amplio mundo de los antojitos (tacos, tostadas, tlayudas, tortas, tamales), nuestra cocina es proclive a los guisados complicados. Es lógico que la persona con prisa se incline por un pan con carne y no por un chichilo humeante y picosito.
Para colmo, no lo olvidemos, los pueblos pobres imitan las costumbres de los ricos y poderosos. Entrar en un McDonalds es penetrar en el mágico mundo de los triunfadores. Cruzando sus umbrales, saltamos el río Bravo sin toparnos con la «migra».
Finalmente, comer perdiz a diario cansa. Y el centro de Oaxaca es, ante todo, de los oaxaqueños. ¿No tienen derecho a comer sino mole negro?
GASTRONOMÍA DE EXPORTACIÓN
La indignación de ciertos intelectuales contra las hamburguesas denota su ausencia de banderas. Perdidas sus antiguas ideologías, están urgidos de causas que defender. A estos revolucionarios «les sale el cobre» y se muestran intolerantes. Nacionalismo rima con fascismo.
En lugar de promover leyes anti-hamburgesas, sería más productivo defender la «denominación de origen» del mezcal o apoyar a quienes rescatan el pescado blanco del moribundo lago de Pátzcuaro. La comida mexicana es regia. Vale la pena «exportarla». Nos conformamos con un turismo de sol y playa. Olvidamos los ejemplos de Francia e Italia, que venden a precio de oro sus comidas al turista. No tienen la arena del Caribe, pero sí trufas, setas, quesos, patés y vino. Oaxaca, Michoacán, Yucatán, Campeche, Chiapas son paraísos gastronómicos. Vendamos esa cultura y colonicemos el mundo con nuestro imperialismo culinario. Faltaba más.
Pertenezco a un movimiento internacional llamado Slow Food. Mi afición es la comida tradicional. Me parece una tontería visitar Oaxaca para comer hamburguesas. Me dan lástima los gringos cuando comen su chatarra pudiendo saborear un buen tasajo con entomatadas. Pero la tolerancia es una virtud. El multiculturalismo es menos peligroso que el nacionalismo. Además, si se venden tamales oaxaqueños en Chicago, no veo por qué estén mal las hamburguesas en Oaxaca.
¡Ah! Por cierto, aquella vez en Lublin, me arrepentí y no comí en McDonalds. Terminé en una fonda de barrio, con un plato de col y papa en mi mesa.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter