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Victor Hugo: el hombre océano

La conciencia es la presencia de Dios en el hombre.

Victor Hugo

El pasado 26 de febrero se cumplieron 200 años del nacimiento de Victor Hugo. Francia y Europa entera han celebrado a lo largo del año numerosos festejos, ceremonias y conmemoraciones diversas y atípicas. Incluso Coyoacán dedicó una semana al escritor francés. ¿Es Victor Hugo realmente un contemporáneo del siglo XXI, o se trata de fama pasajera, un poco moda? ¿Qué puede ofrecer Victor Hugo a nuestros días?
EL APRENDIZ DE HOMBRE
Sobre la puerta de la biblioteca, una tabla ostentaba la norma cotidiana:
Levantarse a las seis, cenar a las diez,
comer a las seis, acostarse a las diez,
hace que vivas hasta diez veces diez.
Victor, el niño que le nació al general Hugo -ese formidable admirador de Napoleón- era un espíritu voraz, un esprit qui marche de leur en leur (un espíritu que camina de lugar en lugar)1. Insatisfecho consigo mismo, toda su vida, desde joven -desde niño aún- se encaramó sobre sí mismo. La meta se la impuso siendo apenas un joven estudiante del sí mismo. La meta se la impuso siendo apenas un joven estudiante del Lycée Louis le Grand: «le serai Chateaubriand ou rienx» (seré Chateaubriand o nadie). Tal vez el niño Hugo jamás imaginó recibir del propio Chateaubriand las palabras que el poeta le transmitiera en 1830: «Conocéis mi admiración hacia vos. Mi vanidad se aproxima a vues- la libertad:tra lira. Yo me voy; vos venís»
Catorce años, sólo catorce años, y el niño Hugo era ya un romántico irremediable. Los retratos de entonces son elocuentes. Las cejas, apenas dos líneas que bajan violentamente a la nariz, enfatizan la expresión de los ojos impacientes, que ven 40, 50 ó 60 años después. Esos ojos no se mueven en el espacio sino en el tiempo, no registran colores y objetoscircundantes sino episodios futuros. Ven la historia futura. Son como los ojos del profeta en estado contemplativo. Son los ojos del genio que, según él mismo, se dirigen «más a los siglos que a las multitudes, a las aglomeraciones de años que a las aglomeraciones de hombres».
Los jóvenes escritores franceses de principios del siglo XIX habían formado un grupo, le Cénacle. Victor era el jefe. A los 25 años abrió con un solo golpe, fuerte, oportuno, las puertas de la fama. Su Oda a la muerte del Duque de Berry le granjeó la confianza de Luis XVIII, mil francos y el matrimonio con Adele Foucher, su prometida. Publica de
inmediato sus Odas y poesías diversas, funda la revista Muse fran~aisey hasta lo nombran Caballero de la Legión de Honor. En poco tiempo nacieron cuatro hijos. La obra de teatro Hernani terminó por hacerlos ricos. Durante los siguientes quince años Victor Hugo escribió seis obras de teatro, cuatro libros de poesía y la novela Notre Dame de Paris.
A pesar de estos éxitos, en casa las cosas no marchaban tan bien. Victor había conocido a una joven actriz, Juliette Drouet, a quien ya nunca dejaría Su romance con Juliette fue la curación para hacer frente a aquella otra infidelidad. Adele era amante de Sainte-Beuve, poeta renombrado y uno de sus mejores amigos.
Sin consuelo y con la experiencia previa del hogar paterno (tanto su padre como su madre tuvieron sendos amantes), Victor Hugo creerá en el amor pero recelará siempre del matrimonio “el amor abre el parentesis, el matrimonio lo cierran”.
Los problemas se multiplicaron. Sufrió dos rechazos humillantes al pretender el ingreso a la Academia Francesa. No cejó; al tercer intento por fin lo eligieron. Dos votos hicieron la diferencia. Tenía ya 39 años. Pronto, otra vez, la alegría se eclipsó: Leopoldine, la hija pequeña, murió ahogada en el Sena junto a su esposo. Golpe terrible que conmovió las entrañas del padre cariñoso, tanto, que le dolía la pluma entre los dedos y el papel laceraba sus ojos, el corazón, la vida.
Basta de literatura, gimió, y el poeta, el hombre que había renovado las páginas francesas y había exhumado del olvido a Oliver Cromwell, a Hans de Islandia, a Bug-larga1 el rey eslavo y a Lucrecia Borgia, se refugió en su otra gran pasión, la política. Lo que nadie sabía era que, en lo secreto, sus carpetas se entintaban con citas, ideas y argumentos. Algo se gestaba allí dentro.
A LA PAR DE LA LIBERTAD
El punto de fuga en la carrera política de Victor Hugo fue la libertad. Un ces espirits rares et providentiels (uno de esos espíritus raros providenciales) que nos deparó la historia, en palabras de Baudelaire. El pobre y el oprimido magnetizaron sus empeños. Se convenció de que «sólo hay dos cosas en las cuales puede el arte desembocar  ignamente: Dios y el pueblo». Un académico diría que el romanticismo agonizaba para permitirle al realismo y al naturalismo ocupar el escenario.
Victor Hugo, defensor de la realeza por herencia materna, desde los veinte años se autonombró republicano moderado. En 1845 era ya Par de Francia, gracias al rey Luis Felipe. A partir de entonces se ocupó en resolver «los tres problemas del siglo: la degradación del hombre por el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas».
Algo se cuece en el vientre de Europa y Francia. Allí está Victor Hugo, el artífice. En ese momento lo eligen diputado. Las sendas posibles son dos, bien demarcadas, distintas y divergentes: continuar el terror de la revolución o «el majestuoso abrazo del género humano bajo la mirada satisfecha de Dios» y sus inevitables consecuencias: libertad de prensa y libertad de teatro, el eterno combate al estado de sitio y a la pena de muerte.
Cuando los motines incendiaban las esquinas de París y los levantiscos saqueaban sus tiendas, Victor Hugo se encarama sobre sí mismo, igual que en sus años del Lycée,  desafía las barricadas y clama por la paz, ruega por la conciliación. En la madrugada, la carta imprescindible a su Juliette: «He triunfado en parte. Estoy muerto de fatiga».
Hugo es un «liberal, socialista, dedicado al pueblo, sin embargo, no republicano, aún poseído de una cantidad de prejuicios contra la revolución, pero execrando el estado de sitio, las deportaciones sin juicio previo y a Cavaignac con su falsa república militar», según sus propias palabras.
No hay estructura prefabricada para etiquetarlo, ningún mote puede objetivarlo. Mira hacia Estados Unidos. Odia la esclavitud, esa forma de la «asfixia social». Trabaja desde lejos cuanto puede en la lucha antirracial en Estados  Unidos. Con el rabillo del ojo estudia los movimientos en Italia. Se cartea con Mazzini porque está al tanto del Risorgimento y le preocupan las campañas de Garibaldi. Incluso se da tiempo para escribir una carta a Benito Juárez, en la que intercede por la vida de Maximiliano. El paso es inevitable. Victor Hugo se adhiere al socialismo activo y combativo. El periódico Evénement -que había fundado con su hijo, ya preso en la cárceles censurado. No era la primera opresión literaria que sufría. En 1832 el gobierno había suspendido también su obrita de teatro El rey se divierte, por encontrarla irreverente. Ahora Victor Hugo es un apátrida: se balancea de derecha a izquierda, si los primeros reniegan de él, los otros no lo reciben. Está en tierra de nadie, porque ninguno de los bandos se apropia de los ideales de Iibertad. Acaso todos tengan intereses personales. Napoleón III parece ya imposible de detener, viene con toda su furia. Triunfa su golpe de estado y el poeta corre a Bruselas. Un pasaporte falso le permite subsistir Napoleón III había acabado con los sueños de los republicanos.
El exilio en Bruselas, Jersey y Guernsey duraría casi 20 años Sirvieron para que los tórculos de la imprenta giraran de nuevo: Napoleón, elpequetio es la sátira para el  nuevo emperador, y en Castigos lo balacea con sarcasmo e ironías. De nuevo, Victor Hugo es un melancólico. Le rodea la soledad. Lejos de la patria y lejos de su generación. Así pasa siempre con los genios. El político combate ahora con la literatura, su mejor arma.
El período siguiente es fecundísimo, los temas son motivos eternos: Dios, el mal, la redención En 1856 se pueden leer ya sus Contemplaciones, trabaja en el poema Dios y en El fin de Satán. También hay una conversión en este ámbito. De creyente pasa a renegar de todas las confesiones religiosas, a inconforme, incluso agresivo, coquetea con el
panteísmo y juega al blasfemo.
Entenderá al género humano «tomado como un gran individuo colectivo, que realiza de época en época una serie de actos en la tierra». Ése e5 el propósito de La leyenda de los siglos, quizá su proyecto más ambicioso: el retrato del hombre único y su paso por la historia, desde Hornero y los Vedas hasta Quinet y De Vigny.
La leyenda de los siglos es la historia de la conciencia humana. Victor Hugo es el poeta que con sólo dos saltos se torna profeta, vocero de la humanidad, luz del hombre futuro para quien convoca el pasado: «La intención de este libro es buena: comprende el mejoramiento del género humano de siglo en siglo; el hombre ascendiendo desde las tinieblas hasta el ideal; la transfiguración paradisíaca del infierno terrestre, la conauista lenta y suprema de la libertad, del derecho en esta vida y de la responsabilidad en la otra». Pero el poema sonó poco, excepto entre los académicos y los letrados.
Fue sin duda Los miserables la que conoció el lector común. A los 60 años el espíritu de Victor Hugo seguía combativo y feroz. La novela se publicó en Bruselas y París hace
exactamente 140 años. Allí estaba el escritor, «seulsur cet Apre monticule» (solo sobre este áspero montículo) que es el mundo. Describe las alturas sublimes a las que puede ascender el espíritu hurnano, y las fosas terribles y oscuras donde también se envilece.
Siempre su lucha limpia y nítida, clara y piadosa por el necesitado: «Mientras a consecuencia de las leyes y las costumbres exista una condenación social, creando artificialmente infiernos en plena civilización y complicando con una humana fatalidad el destino, que es divino; (…) mientras en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos, y bajo un punto de vista más dilatado aún, mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, los libros de igual naturaleza que el presente podrán no ser inútiles», escribió en la primera página.
En 1870 tuvo lugar la batalla definitiva de Sedan, la última de la guerra francoprusiana. La Francia derrotada Napoleón III abdica y huye a Inglaterra. Victor Hugo ya
había anunciado que «quand la liberté entrera, je rentrerain» (cuando regrese la libertad, regresaré yo). Así fue. Volvió a su París en octubre y de inmediato fue elegido miembro del Parlamento. El griterío en las calles era único: « ¡Vive Victor Hugo!».
Al año siguiente se levantó la Comuna, aquella reacción violenta que comentarían Marx y toda una formidable colección de plumas. El gobierno la aplastó, la reprimió a cañonazos. El senador Hugo declara en favor de Louise Michel, una de las insurgentes deportadas, y de otros participantes de la Comuna. Parecía absurdo que un senador
defendiera a los insurrectos contra la República novísima. Sus palabras son como pedradas y huye a Bruselas. Pero no llega solo; aparece también una caterva de exiliados de la Comuna. Los revoltosos, en la agitación, rompen con piedras la fachada de su casa incomprendida. Una vez más se larga a Guernsey. «Mejor -debió pensar-, aquí sí puede
uno escribir)) Y trabaja en otro libro, El 93. Mientras, el gobierno belga le califica como persona non grata: ¿quién podía asegurar que el senador Huso no estaba implicado en la Comuna? Se traslada entonces a Luxemburgo, donde lo alcanza pronto su esposa Adele. En pocos meses, Adele trasladará otra vez su hogar, ahora a un manicomio, donde morirá más tarde Corría 1872.
Con los años, pasan también las circunstancias. Victor Hugo regresa a París. Allí vive los últimos diez años de su vida. No fue fácil despedirse de sus hijos, algunos de los cuales murieron por aquel entonces, y mucho menos de su Juliette, que también murió.
Si su octogésimo cumpleaños fue inmenso, convertido prácticamente en júbilo nacional, sus funerales en 1885 fueron apoteóticos. Casi dos millones de personas se apretujaron en las calles de París. El féretro fue honrado baio el Arco del Triunfo por cuatro jinetes con antorihas y luego se depositó en el Panteón. Allí se lee esa leyenda inmortal: «Auxgrandsh ommes, la Patrie  reconnaissante» (A los grandes hombres, la Patria agradecida).
Sus últimos deseos fueron dos líneas: «Dejo cincuenta mil francos para los pobres. Quiero ser enterrado en la fosa de los pobres Rechazo las oraciones de todas las iglesias. Creo en Dios».
UN HOMBRE COMO UN OCÉANO
Llegará el momento, confiaba Victor Hugo, en que las ideas primarán sobre las espadas. Ansiaba que la Iiteratura se afirmara sobre la historia. «Dante importe plus que Charlemagne, et Shakespeare importe plus que Charles-Quint» (Dante importa más que Carlomagno y Shakespeare más que Carlos V). La historia sería subsanada por la
literatura, los personajes literarios brillarían por encima de los hombres de la historia, porque en esa dirección evoluciona la condición humana.
El lema que el gobierno acuñó para conmemorar el bicentenario de Victor Hugo no es presuntuoso: «L’Homme océann (El hombre océano). Hugo el visionario previó, entre otras cosas, el euro: «Una moneda continental reemplazará la absurda variedad de monedas» Y no sólo eso. Atisbó incluso, con los ojos un poco entornados, la unión de Europa. «El continente permanecerá como un solo pueblo», adivinó; y en otro lugar: «Cualesquiera que sean las antipatías momentáneas y todos los celos de fronteras, todas las naciones cultas pertenecen al mismo centro y están indisolublemente ligadas entre sí por una profunda y secreta unidad».
Pidió la abrogación de la pena de muerte, que Mitterrand aceptara un siglo después. Luchó por los derechos de las mujeres y combatió la discriminación racial. Se opuso firmemente a la violencia con cualquier careta y enarboló siempre la libertad, y no sólo desde la tribuna, en la calle incluso. Por ejemplo, en Cosas vistas cuenta cómo liberó a una prostituta de la injusta acusación de haber iniciado un pleito callejero. Siguió a la policía, habló con la prostituta, argumentó en la comisaria, utilizó su autoridad y
fama pública, firmó los documentos, revocó el error de los agentes policiales. La escena la trasvasó más tarde en Los miserables, aquel episodio en que monsreur Bamatabois molesta con la nieve a Fantine.
El visionario erró en al menos un punto. Desestimó el poderío de Estados Unidos, al tiempo que confiaba excesivamente en la colonización de África por Francia e Inglaterra. Aseguró que el siglo XX sería el siglo de África. ¿Cuántas sorpresas nos depara el continente negro y el siglo que arranca? ¿El error habrá sido sólo de fecha?
Y, cosa curiosa, aunque aseguraba la elevación de Africa, estaba convencido de que la piel de los hombres era cada vez más blanca. Podrán esgrimirse razones evolutivas o hasta dialécticas, pero el porqué es evidente. Desde el invento de la luz eléctrica pasamos menos tiempo bajo el sol. Huelga decir que la opinión de Hugo no era tendenciosa ni conducía a discriminación alguna.
El «prólogo» de Hernanl contiene ya las ideas generadoras de la vida literaria y política de Victor Hugo. Pensaba en un único valor, la libertad; entendía que todo lo que se afirma de la literatura vale para la política, y viceversa. «La Iibertad en el arte, la Iibertad en la sociedad, he aquí el doble objeto a que deben aspirar los espíritus consecuentes y lógicos. Este principio es el del siglo y prevalecerá a buen seguro. (…) Esa alta y poderosa voz del pueblo que asemeja a la de Dios, quiere que de hoy en más la
poesia tenga la misma divisa que la política: tolerancia y Iibertad. (…) Que el principio de la libertad haga su negocio pero que lo haga bien. En Iiteratura como en sociedad, nada de etiqueta, nada de anarquía: leyes. Ni talones rojos ni gorros rojos».
Victor Hugo es uno de los precursores de nuestros días.
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* 1 Las traducciones son mías. Agradezco las observaciones de mi amigo Marcio Orozco.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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