Cuando recuerda el ambiente cultural de la Viena de principios del siglo XX, el historiador del arte Ernst Gombrich [1] cuenta cómo una gran proporción de las clases medias de los países de lengua alemana del siglo XIX y comienzos del XX «al menos tenía un mapa: el universo de la cultura se percibía no como un caos sino como un cosmos; no estaba formado por informaciones aleatorias, sino por una manifestación coherente de la mente humana. La música, la literatura y el arte tenían cada uno su propio paisaje, con imponentes cumbres, encantadores valles y () árboles umbrosos a la vera de un arroyo que invitan a descansar».
Con estas evocaciones, Gombrich pretendía subrayar que, con el paso del tiempo, muchos no tienen más claro el mapa sino menos. Y, por mi parte, las traigo aquí para señalar cómo, en lo que se refiere a las lecturas juveniles que conducirían a un buen «equipamiento mental», algunos educadores ven las líneas del mapa bastante borrosas, cuando las ven.
LA LITERATURA JUVENIL NO EXISTE
Los libros que se editan en las colecciones para adolescentes y jóvenes suelen tener protagonistas en esas edades, describen los ambientes que frecuentan y sus problemas, buscan la identificación del lector usando con frecuencia un narrador en primera persona.
En esas colecciones predominan los relatos sobre vida colegial, rivalidades académicas o deportivas, primeros amores, enfrentamientos familiares, proyectos de futuro, sentimientos de soledad, dudas interiores Cualquiera que lea unos cuantos puede apreciar su interés sociológico y ver que, con frecuencia, contienen penetrantes incursiones psicológicas. En lo negativo comprobará que bastantes se inclinan hacia el guiño cómplice a los adultos, cuya responsabilidad se diluye, y hacia el compadreo con los jóvenes, a quienes se manipula con halagos o pulsando las teclas de algunos instintos básicos.
Al mismo tiempo, un lector joven busca lecturas diferentes a las que tratan sobre vidas semejantes a la suya, como demuestran los éxitos de la fantasía y de la ciencia-ficción. Hoy como ayer, los jóvenes se ven atraídos por vidas en lugares y escenarios distintos, por el afán de aventuras y el deseo de huida de lo cotidiano, por otros estilos de vida
Parafraseando una famosa frase, también de Gombrich, se puede afirmar que no existe la literatura juvenil, existen jóvenes que leen. Y es que lo más característico de la juventud es el modo de leer: nunca se vuelve a leer con tanta pasión, con el ansia de quien está descubriendo la vida y busca en los libros claves para entenderla y manejarse mejor.
DIFERENCIA DE AMBICIÓN
Los comentarios iniciales remiten a la cuestión de qué diferencias significativas hay entre los lectores jóvenes de antes y los de ahora. Si en el pasado los chicos tomaban los libros que conectaban más con su mentalidad y elegían obras como Jane Eyre o Los tres mosqueteros, o autoras y autores como Jane Austen o Dickens, no lo hacían por su calidad: lo hacían porque no tenían otra cosa. O leían lo que tenían a mano, los que tenían algo, o no leían. Y unos pocos, muy pocos, leían.
Por el contrario, hoy sobran libros para elegir y, si atendemos a los grandes números, no hay discusión: hoy son muchos más los jóvenes que leen. Eso sí, el educador tiene por delante un trabajo mayor: ha de realizar un esfuerzo serio para explicarles de modo convincente cuáles son las mejores entre las propuestas que les llegan desde la escuela, en casa, por medio de los amigos, a través de la publicidad.
Esa explicación puede comenzar por constatar que hoy, ciertamente, para los estudiantes nunca volverán las tardes vacías de los domingos o los meses de verano con horas por delante sin nada que hacer mejor que leer. Que, a la hora de competir por el tiempo, la televisión y otros medios pasivos y de gratificación inmediata parecen tener una clara ventaja sobre la lectura.
Pero, al enumerar esas dificultades, deberíamos ver si acaso, implícitamente, no estamos subestimando la capacidad del chico pues damos por supuesto que no será capaz de vencerlas y no estamos también desconfiando de que los grandes libros tengan verdadera fuerza. Y deberíamos recordar, de paso, que las grandes historias pinchan esos globos: ahí están los éxitos, increíblemente sorprendentes para muchos adultos pero nunca para un buen lector, de la obra de Tolkien y de los libros de Harry Potter.
Un segundo punto de la explicación debe hacer notar una diferencia en el origen de los libros. Un escritor antiguo preparaba sus novelas en función de sus deseos e intereses, pero pensaba en ser leído por todos, escribiera o no sobre jóvenes.
Por el contrario, mucho escritor de ahora sí busca expresamente ser aceptado y leído por un público joven. También la mayoría de los editores apuestan por productos rebajados pues piensan que así arriesgarán menos y venderán más. Y si en sí mismas ninguna de las dos cosas es condenable, el planteamiento da como resultado que autores actuales que podrían escribir excelentes novelas se conforman con obritas menores.
Podemos afirmar con certeza que hay una enorme diferencia de ambición, literaria y humana, entre las novelitas actuales al uso y las obras clásicas que abordan problemas juveniles. Y esto no se aplica sólo a las obras cumbre, sino también a la literatura popular: cualquier lector español lo comprende bien si pone a Jules Verne al lado de Jordi Sierra i Fabra, por ejemplo.
VALOR Y EFICACIA PROBADOS
Llegados aquí se puede abordar el núcleo de la cuestión:
¿cuáles son las referencias más importantes del mapa, las mejores literariamente y de acuerdo con unos deseos y necesidades de los jóvenes que podríamos llamar universales?
Una respuesta genérica sería: las que, a la vez que les enganchan, les hacen conocerse mejor y apreciar mejor la complejidad de la realidad, las que les hacen salir de sí mismos y les abren a los problemas de los demás, las que les aportan la hondura y la visión de conjunto que sus años no les han podido dar todavía.
Doy a continuación una selección, en la que a propósito he buscado salirme de los libros habituales en la literatura juvenil, y con la que pretendo apuntar también unas posibles pautas para la selección y para el consejo.
Parece lógico empezar por libros cuyo valor y eficacia están sobradamente probados por el tiempo. Sin ignorar las dificultades que su lectura puede presentar, a mi juicio es imprescindible hablar a los jóvenes sobre las grandes novelas del pasado que tratan de cuestiones que les afectan.
Se puede mencionar, en primer lugar, la novela de un proceso formativo juvenil ideal según el modelo al que se refiere Gombrich: El veranillo de san Martín (Nachsommer), del austríaco Adalbert Stifter, una «Bildungroman» en la que su joven protagonista aprende muchas ciencias y oficios según un programa cuidadosamente fijado. Aunque sea ciertamente ardua lenta, descriptiva, minuciosa para un lector joven de hoy, revela un talante con el que conviene medirse: Romano Guardini decía que la obra de Stifter se caracteriza, en lo esencial, por una defensa de los valores del carácter, de la fidelidad a uno mismo y a la propia obra, de la constancia en los trabajos que uno emprende.
Los mismos elogios e incluso más se pueden hacer de la obra que fija el listón de las novelas de amores juveniles, Los novios, de Alessandro Manzoni: en este caso de modo divertido, movido, intenso y profundo, el escritor italiano narra el triunfo del amor de un tejedor y una campesina, después de numerosos incidentes, en la convulsionada Lombardía del siglo XVII. Y por supuesto, los merece también Fiódor Dostoievski, con numerosísimas páginas por las que desfilan multitud de problemas juveniles, como El adolescente o Los hermanos Karamazov, aunque quizá sea Crimen y castigo la mejor novela para empezar con él.
GRANDES FOCOS, POTENTES FLASHES
Cualquier joven comprende bien la importancia de contemplar su propia juventud tal como es: una etapa de la vida que va enmarcada en contextos más amplios, personales y sociales. En ese sentido, dejando de lado ahora los libros de memorias, pues en principio la carga de nostalgia y evocación que normalmente contienen dificultan la conexión mental con los jóvenes, ayudan mucho los relatos que siguen la evolución de sus personajes durante largos periodos.
Es interesante atender a cómo estas novelas, al no estar centradas en los años jóvenes, son como grandes focos que los iluminan, los redimensionan y muestran mejor aún la trascendencia que tienen.
Por citar ejemplos de procedencias y épocas diversas, pocas novelas presentan tan bien el amor juvenil en medio de los convencionalismos sociales como lo hace Middlemarch de George Eliot. Las novelas de Charles Dickens, David Copperfield o Casa desolada, entre otras, son como un gran tapiz de variadísimos comportamientos humanos. Hablan muy bien de valor y tenacidad a lo largo de la vida las novelas de Willa Cather, Pioneros y Mi Ántonia.
Es difícil encontrar más agudeza psicológica a la hora de dibujar cómo evolucionan distintas personalidades que Los Buddenbrook de Thomas Mann. Jóvenes puestos en situaciones límite durante la Segunda Guerra Mundial aparecen en El caballo rojo, de Eugenio Corti. Aunque tengan menos potencia literaria, son grandes narraciones y para los chicos del primer mundo son útiles las lecturas reveladoras de ambientes que ignoran, como El río y la fuente, de la keniana Margaret Ogola o Cisnes salvajes, de la china Jung Chang.
No deben faltar, en un plan juvenil de lecturas, una selección de los mejores relatos cortos. Son muchos los que se pueden elegir y son a veces la mejor primera elección para quienes sienten temor a las novelas kilométricas. Aunque su objetivo no sea dar una visión de conjunto, sí tienen la capacidad de actuar como flashes que iluminan poderosamente aspectos de la vida.
Enfocando sólo hacia los relatos realistas, un buen comienzo es La muerte de Iván Ilich, de Leon Tolstoi, una inteligente reflexión sobre qué llena y qué hace estéril una vida. Una comprensión más profunda de la condición humana nos la proporcionan tantos cuentos de Antón Chéjov, por ejemplo El estudiante o La novia; o de Katherine Mansfield, como La fiesta en el jardín y La casa de muñecas.
En tiempos de pusilanimidad intelectual es básico apostar por relatos que llevan hasta el final las consecuencias de algunos planteamientos vitales, como hacen Flannery OConnor en Los lisiados serán los primeros y en sus demás cuentos; o Vercors, en El silencio del mar.
Encontramos amistad y valentía en El amuleto, de Conrad F. Meyer; coraje y tenacidad en El viejo y el mar, de Ernest Hemingway; bondad y paciencia en El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono
VARIAS DIVISIONES POR DEBAJO
Si pasamos al terreno de la literatura juvenil, obviamente hay diferentes niveles a la hora de plantear los problemas que se les presentan a los chicos. Y aquí aparece una gran cuestión: cuando en las ficciones juveniles proliferan protagonistas centrados en sus problemitas presentes, preparan el camino para que sus lectores y espectadores renuncien a proyectos vitales ambiciosos y sean pequeñitos de mente y corazón en el futuro, por más simpáticos que sean cuando son jóvenes.
En un escalón bajo hay novelitas sobre adolescentes que sufren como un drama el contraste de sus pequeñas dificultades diarias con el mundo de fantasía que les ofrecen la televisión y el mundo del consumo. Son problemas reales para quienes los padecen pero magnificados en muchísimos casos. Sobre tales relatos ironiza la norteamericana Beverly Cleary en Querido señor Henshaw: a un chico de nombre Leigh que quiere ser escritor, le presentan a una escritora que, dice Leigh, «escribe casi siempre sobre niñas con problemas, como el de tener los pies muy grandes, o granos, o algo parecido».
En cuanto la edad sube, las ficciones suelen reunir los temas propios del costumbrismo juvenil en unas mezcolanzas más o menos afortunadas. En esa dirección, dos novelitas jugosas de aquí y ahora que reflejan con gracia determinadas mentalidades y ambientes actuales son Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero, de Martín Casariego, y Vigo es Vivaldi, de José Ramón Ayllón.
De las dos se puede decir que hablan con sentido sobre la efervescencia del primer amor, que no contienen los chorros de romanticismo rosa y verde de otras, que no recurren a las propiedades inflamables de algunos deseos para manipular al lector adolescente. Ahora bien, también debe decirse que son novelas que juegan varias divisiones por debajo de las obras citadas antes, o por ejemplo, de La vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas, para mi gusto la mejor novela de amores juveniles y mundo colegial que se ha escrito en castellano.
LA ESCALERA DEBE CONTINUAR
Pero si esas novelas están centradas en el descubrimiento del amor como conmoción interior, también las hay que usan como gancho el aspecto físico de la cuestión. Por la misma fuerza de las cosas, esos relatos actúan en los jóvenes como acicates que les llevan a buscar experiencias semejantes, y como una especie de consejeros a distancia que, al desculpabilizar las actuaciones más o menos desafortunadas de los protagonistas, tranquilizan la conciencia del lector.
Y en ellos no son frecuentes las advertencias como la que Dickens, en Oliver Twist, hace decir a la señora Maylie, cuando advierte a su hijo Harry sobre su amor por la huérfana Rose: «La juventud tiene muchos impulsos generosos poco duraderos y entre ellos hay algunos que cuanto más pronto se satisfacen más efímeros son».
Es responsabilidad de los educadores promover la literatura que nos deja ver debajo de la superficie y tiene profundidad, la que muestra los otros lados de las cosas y añade perspectiva, la que nunca tiende trampas para incautos y menos a los jóvenes. Y, cuando deban proponer libros de menos alcance, han de procurar que sean peldaños para subir a la mejor literatura y a un grado superior de madurez.
Como explica Gombrich, si el lenguaje del arte tiene una cohesión «tenemos derecho a hablar de vocabularios y recursos pobres y ricos, posibilidades de diferenciación y discriminación» y, si «puede haber una transición natural desde el interés por las columnas de cotilleos hasta el disfrute de noveluchas», es de suponer que la escalera debe continuar hacia una mayor «riqueza en la articulación de los problemas humanos».
No pretendo negar las dificultades, ni la real debilidad o falta de preparación de muchos lectores, ni la desproporción entre sueños y realidades, sino hacer notar una ley física inalterable: las leyes de la trayectoria exigen que para llegar lejos hay que apuntar alto.
ACEPRENSA
[1] Las citas de Ernst Gombrich están tomadas de la parte autobiográfica de Gombrich esencial. Textos escogidos sobre arte y cultura (The Essential Gombrich, 1996;edición de Richard Woodfield. Debate. Madrid, 1997.
RECUADRO
¿Un flagrante atentado? El paladín actual de la «literatura juvenil» en México es, hasta donde yo me quedé, Carlos Cuahutémoc Sánchez. Sus libros, por llamarlos de alguna manera, han eclipsado a miles de muchachos que se complacen volando sobre el pantano. El nicho de mercado juvenil ha sido copado por escandalosos y grandilocuentes escritores Carlos Fuentes (Instinto de Inez) o Mario Vargas Llosa (Pantaleón y las visitadoras), quienes ostentan el membrete de la mocedad gracias a que incluyen en sus relatos el aderezo típicamente jovial: sexo. O los llamados light, como Isabel Allende y sus secuaces.
Ante ellos palidecen contemporáneos suyos, como Julio Cortázar (Todos los fuegos, el fuego) o Alejo Carpentier (El siglo de las luces), en quienes los lectores más pueriles podrían hallar, si quisieran, la belleza y calidad literaria que les han arrebatado autores de menor valía.
Agotar la lista de los que el sector adolescente ha desterrado implicaría mucho tiempo y espacio, pero vale la pena recordar algunos hombres representativos como Alfonso Reyes (sus Cuentos son de verdad estupendos. Sí, también escribió cuentos), Juan Rulfo (Pedro Páramo) o Juan José Arreola (Bestiario), cuya obra ha sido coronada en el extranjero con el enorme agradecimiento de los menores de 30 años. En este sentido, la literatura que heredó el Siglo de Oro español es para los jóvenes una suerte de laberinto diabólico. Para ellos, ese legado les aterra gracias a la complicidad de profesores aburridos y las atrofias propias de la edad.
La poca atención que los estudiantes ponen a La vida del Buscón don Pablos, de Francisco de Quevedo; El escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón, o el reglamentario Quijote prueba su renuente negativa a enterarse de las divertidas e irónicas burlas de Quevedo o de la inquietante pasión de los enamorados en El escándalo. Allá ellos.
El final del siglo XIX mexicano también vio nacer a novelistas brillantes, velados hoy, como Manuel Payno (El fistol del diablo), extraordinario retratista de las costumbres de aquella época y dueño de una literatura extraordinaria para lectores que se inician.
Habría que mencionar, además, el valor de los modernistas Ramón López Velarde o Manuel José Othón de quienes autores posteriores Xavier Villaurrutia o José Gorostiza heredaron su talento y calidad.
La indiferencia de la juventud hacia estos escritores es pasmosa. Además de los medios electrónicos y el ocio mal encaminado, el marketing literario los opaca con desprecio. Los más jóvenes parece piensan que leerlos es un flagrante atentado contra la rebeldía propia de su edad.
Víctor Isolino