Ante su choza, el labriego descansa a la sombra, mientras humea su modesto fogón.
Y el tañido de la campana del anochecer acoge, hospitalario, al caminante.
Hölderlin. Fantasía de la tarde
Los seres humanos estamos llamados a ser anfitriones de nuestro prójimo: de quienes habitan mi casa, mi trabajo, mis relaciones sociales. No podemos sustraernos a la mirada del otro ni escandalizarnos de su singularidad. Su condición de persona está por encima de estas particularidades, que sólo confirman la riqueza de la condición humana.
Ser diferentes no es sinónimo de encono o enemistad. Las personas con las que convivimos o trabajamos no están hechas a nuestra medida, cada una manifiesta la riqueza insondable de lo humano, que no se agota en lo individual. La hospitalidad nos lleva a respetar y a celebrar esa particularidad personal, a no tratar al prójimo como a un extraño, a comprender su singular estilo de vida, a mostrarnos sinceramente benevolentes aun con quienes no nos quieren.
Por eso, aunque al pensar en la hospitalidad siempre nos referimos a un huésped y a un anfitrión que se exigen mutuamente, aquí haré especial énfasis en la segunda figura, la del anfitrión.
CUANDO CADA CUAL VA A LO SUYO
En una de sus obras de teatro, El mundo quebrado, Gabriel Marcel ilustra la falta de autenticidad y extrañeza en las relaciones interpersonales. La protagonista, Christiane Chesnay, es una mujer de éxito, vive su matrimonio sin amor, rodeada de amigos que la halagan y pretenden. Su vida transcurre en quehaceres brillantes que ocupan las 24 horas de cada día, pero no es feliz. En una conversación con su amiga Denisse exclama dramáticamente:
¿No tienes a veces la impresión de que vivimos, si a esto se puede llamar vivir, () en un mundo roto? Sí, roto, estropeado, como se estropea un reloj, al que la cuerda ya no le funciona. En apariencia nada ha cambiado, todo está en su sitio. Pero si acercamos el reloj al oído no se oye nada () Laurent pone en orden sus reglamentos, papá está abonado al Conservatorio (), Henri se dispone a dar la vuelta al mundo Cada uno tiene su pequeño rincón, su pequeño problema, sus pequeños intereses. La gente se encuentra, entrechoca, y esto produce un sonido de hierros viejos. Pero ya no hay corazón, ya no hay vida, en ninguna parte [1] .
El diagnóstico que podemos hacer nuestro resalta la ausencia de encuentro personal en tantas relaciones puramente formales. Estamos llenos de roles y cada uno desempeña una función en el trabajo, en la vida social, en la familia. Muchas veces, resignados, admitimos que «cumplimos con nuestro trabajo», queriendo decir que la situación es chocante, que las relaciones son ásperas, que cada cual va a lo suyo, que no hay amistad con los colegas.
Pero en el fondo queremos más, pues estamos pensados no sólo para existir, sino para existir amando. Como san Agustín, nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse y sea acogido por el corazón de otro, también por el corazón del Dios que se hizo hombre.
A ÉL NO HAY QUIEN LO RECIBA
Con un dramatismo que desemboca en tragedia, la situación de extrañeza total es apreciable con toda su viveza en la Medea de Christa Wolf. La narración es subyugadora. Medea, una mujer bárbara pero fascinante, llega a Corintio con Jasón, a quien, de inmediato y exclusivamente, el rey Creonte reconoce como uno de los suyos.
La reflexión de Jasón es interesante: «las gentes de la Cólquida [de donde proviene Medea] se concentran en su barrio de la ciudad, y se aferran a sus costumbres y sólo se casan entre ellas, y por consiguiente ellas mismas se empeñan en ser distintas. Inferiores a ellos, piensa la mayoría de los corintios, incluido el rey Creonte. “Por favor, Jasón, al fin y al cabo son salvajes”, me dijo él recientemente, poniéndome la mano en el brazo. “Salvajes encantadores, lo reconozco, y es muy comprensible que no siempre sepamos resistir sus encantos”» [2] .
Salvajes encantadores, personas para encuentros ocasionales, para pasar el rato regodeándose en sus costumbres exóticas, para mirarlas aprehensivamente y a distancia, para murmurar y hablar de ellos en corrillos de amigos, para decirme a mí mismo no sin cierto aire farisaico que yo no soy uno de esos.
Una actitud así, segrega y aparta, es caldo de cultivo de éticas de tercera persona, de aquellas que miran con altivez a los demás desde el hombro. Por eso no le falta razón a Medea cuando señala el sentimiento de superioridad como causa de la decadencia de Corintio: «os consideráis superiores a todos y a todo, y eso deforma vuestra visión de lo real y también de lo que sois realmente» [3] .
Una actitud así incapacita para la hospitalidad, pues nunca me veré convocado a ser anfitrión de quien no ha sido invitado o de quien irrumpe en mi vida modificando mis rutinas, apegos y preferencias.
Saberse segregado es duro, no porque me lo digan, sino porque veo que a los otros sí se les acoge mientras a mí se me ignora, cuando no se me desprecia. ¿A dónde ir entonces? Es la extrañeza extrema del condenado al ostracismo que no escucha ningún tañer de campana que lo acoja hospitalariamente. Es el viajero que llega y observa las múltiples manifestaciones de cariño que familiares y amigos prodigan a los suyos y a él no hay quien lo reciba.
Más aún, diría Medea, «¿es imaginable un mundo, una época en que encuentre mi lugar? No hay nadie a quien poder preguntárselo. Ésa es la respuesta» [4] . Un mundo, el de Corintio, que no es el suyo, que reconoce su diferencia, pero la mira con desprecio. Otro mundo, el de la Cólquida su tierra de origen, cuyo recuerdo está marcado por el calor familiar, pero también por la traición y la sangre derramada. Un mundo al que no puede volver.
Así, Medea está sola, no hay lugar a dónde pueda voltear la cabeza. Su desgarramiento y extrañeza se acrecientan aún más cuando descubre en carne propia que no hay ningún semejante otro ser humano a quien acudir para hallar sosiego, calor humano, comprensión y descanso.
AQUEL DE QUIEN YO SOY RESPONSABLE
El caso de Medea es extremo, pero no deja de ser real. Ilustra dolorosamente la situación de desarraigo en que puede encontrarse mi vecino. Sí, aquel que trabaja en la oficina de al lado o que incluso vive en mi casa como un extraño.
El fragor del día a día nos puede hacer perder de vista que somos anfitriones. Concentrados como a veces estamos en los propios intereses, podemos desembocar en un enclaustramiento que polariza la mirada a la sola tarea y nos hace olvidar que detrás del alumno que plantea un reclamo, de la secretaria apurada, del empleado malgenioso, del colega que interrumpe, está la persona en toda su integridad y complejidad, cuyo día puede cambiar con tan sólo una sonrisa, una palabra amable o la paciencia de saber escuchar, acoger y comprender la preocupación y el dolor ajenos.
La hospitalidad empieza por el reconocimiento, por una disposición de apertura respetuosa a la realidad y de disponibilidad hacia el prójimo. Disponible, dice Marcel, es «aquella persona con la que siempre se puede contar, la que ha superado el carácter cerrado del tiempo y de la muerte. Al punto que el único uso totalmente legítimo que la persona puede hacer de su libertad consiste precisamente en reconocer que no se pertenece. El Yo no se pertenece a sí mismo porque al cerrarse a sí mismo se convierte en un ser indisponible y empobrecido, que ha perdido el verdadero sentido de su libertad y de su ser: la apertura o trascendencia. Por esto, las relaciones humanas no son relaciones de posesión, sino de donación, de aceptación y de creatividad» [5] .
Sin disponibilidad no hay anfitrión; para un ser indisponible el otro no cuenta, permanece cautivo en su propio yo y desconoce, precisamente, que el encuentro con los demás es un proceso de liberación de esa tendencia desbocada a curvarse sobre sí mismo, en una autorreferencia asfixiante.
Es tan esencial esta dimensión humana que Marcel no duda en afirmar: «el hombre es libre de elegir su plenitud o su perdición: el hombre que elige su perdición es el hombre indisponible, cerrado en sí mismo. En cambio, el que elige la plenitud es el hombre disponible, que ha encontrado el valor de su vida en su condición de anfitrión» [6] .
El anfitrión es, por tanto, la persona disponible, capaz de reconocer en el otro a un huésped que debe ser acogido. Reconocerlo supone aceptarlo en su particularidad, en una disposición que va más allá de las simpatías y antipatías naturales. Si te acojo, no es porque me seas simpático, sino porque reconozco en ti una dignidad que se sobrepone a mis apetencias naturales y acudo al llamado del rostro que se pone delante, en su esplendor y fragilidad.
Lévinas lo dice con mayor énfasis: «lo que se afirma en la relación con el Rostro es la asimetría: en el punto de partida me importa poco lo que el otro sea con respecto a mí, es asunto suyo; para mí, él es ante todo aquel de quien yo soy responsable» [7] .
¿QUÉ PASA SI EL HUÉSPED TARDA EN IRSE?
«La hospitalidad recuerda Daniel Innerarity se revela principalmente como una categoría antropológica central cuando se comprende que las cosas que más nos incumben no las hemos elegido, que la pasividad antecede a la actividad» [8] . Es decir, se nos ha encomendado el cuidado de la Creación, somos portadores de encargos, algunos de ellos de una importancia abrumadora. Qué fácil es querer al que nos quiere o tratar bien al que nos cae bien.
De aquí a la acepción (discriminación) de personas hay apenas un pequeño paso, que nos puede conducir incluso a cometer injusticias, negando al otro lo suyo, atribuyéndole conductas e intenciones inexistentes, dejándonos llevar por la propia aprensión, haciendo de altavoces de comentarios malévolos, quitando la fama y la buena honra de gente, cuya única debilidad ha sido mantener su legítimo derecho a ser diferentes.
El anfitrión, asimismo, atiende y cuida del otro. No sólo lo acepta, sino que se vuelca en él. Está atento a sus necesidades y procura adelantarse a sus deseos, facilitándole sus movimientos, dado que el anfitrión conoce mejor el mundo y el tiempo al que ha llegado su huésped.
Pero, ¿qué sucede cuando el huésped llega sin ser invitado o tarda en irse? Esta pregunta es simétrica a otra: ¿qué hacer con lo que simplemente nos acontece?, es decir, ¿qué hacer cuando nos suceden cosas inesperadas y no buscadas? Es fácil manejar lo que hemos previsto, pero es más difícil hacernos cargo de lo no previsto. Y en la complejidad de nuestro mundo, el inoportuno y el suceso imprevisto son pan de cada día.
Innerarity afirma que una vida cerrada a la irrupción de los imprevistos a la visita de huéspedes que quiebran nuestra concordancia sería una tautología autista. De ahí que recomiende lo siguiente: «organiza las cosas de tal manera que la realidad pueda decirte que no, desbaratar tus previsiones, corregir tus juicios, reorientar tus proyectos, incluso mejorar lo que eres» [9] .
Un consejo saludable, aunque a veces puede resultar costoso deshacer el estuche personal que confeccionamos para solaz y bienestar propio. El instalado, el autosuficiente, verá al otro que no es igual a él como un invasor y le atribuirá la culpa de todos sus males presentes. En lugar de acercarse y de buscar puntos de encuentro, agrandará las distancias, prolongará los silencios y rumiará interna y externamente sus prejuicios.
La calidad de buen anfitrión lleva consigo el esfuerzo por estar continuamente ensanchando el corazón y la cabeza para que todos y cada uno de los que me circundan encuentren en mí palabras de ánimo, miradas de aprecio y brazos que auxilien.
No se trata, claro está, de un «todo vale», sino de entender que la persona es más grande que sus aciertos o errores y por eso hemos de estar dispuestos a desinstalarnos, a desprendernos de los particulares puntos de vista, de las derivas y apegos, de los rinconcitos ergonómicos que incrementan la comodidad material y anímica.
Ser anfitrión es ser pastor de nuestros semejantes, antes que jueces de sus debilidades; para lograrlo, nada mejor que practicar la decepcionabilidad, que Innerarity define «como aquella virtud humana que templa nuestro deseo generalmente excesivo de que la realidad confirme lo que somos, hacemos y esperamos» [10] . El desprendimiento del propio yo es un buen camino que lleva al encuentro del otro.
SOY DE LOS TUYOS
La hospitalidad necesita un ethos para florecer. Una cultura de raigambre individualista [11] difícilmente responde al llamado del otro, a quien no se ve como un semejante de cuyo presente y futuro soy responsable, sino como un límite a la propia expansión.
Anota Karol Wojtyla que «desde el punto de vista del individualismo, actuar “junto con otros”, lo mismo que existir “junto con otros”, es una necesidad a la que el individuo tiene que someterse, una necesidad que no corresponde a ninguna de sus propiedades positivas () Para el individualismo, los “otros” son una fuente de limitación; puede incluso dar la impresión de que representan el polo opuesto en una serie de intereses enfrentados. Si se forma una comunidad, su propósito es proteger el bien del individuo del peligro de los “otros”» [12] .
Para el individualismo conceptual o práctico, el huésped es un obstáculo, un límite, un estorbo, alguien que impide «mi derecho a ser yo mismo». El otro es un extraño, una carga que lastra el propio proyecto personal e impide el goce pleno. El individualismo genera inflación de derechos y acentúa la posición de acreedor: los demás me deben bienes y honores y, cuando no los recibo, aparece el resentimiento, pues se entiende que no se nos da lo que merecemos.
El resentimiento lleva a la envidia, ese movimiento ácido del alma de sentir pena por el bien ajeno. Por el contrario, el humus adecuado al descubrimiento del otro como persona puesta a mi cuidado pasa por una actitud de gratitud ante la vida: lo que tengo y soy me ha sido dado, es un puro regalo.
El otro aparece así en su pura singularidad, pero también como presencia que me convoca y dice: soy de los tuyos, no huyas de mi piel morena, no rechaces mi forma de ser, cuenta conmigo, no ignores mi presencia.
RECLAMOS DEL ALMA
En las relaciones con nuestros semejantes aspiramos a algo más que a encuentros que suenen a hierros viejos. Así lo ha visto Amitai Etzioni, uno de los principales impulsores del comunitarismo: «Aspiramos a una sociedad que no sea únicamente sociedad civil sino que llegue a ser una buena sociedad, en la que las personas se traten como fines en sí mismas y no como meros instrumentos; como miembros de una comunidad, unidos por lazos de afecto y compromiso mutuo, y no sólo como empleados, comerciantes, consumidores o, incluso, conciudadanos» [13] .
Es interesante comprobar cómo en el actual debate político contemporáneo entre liberales y comunitaristas, la felicidad personal no es un asunto privado, ajeno al bien común societario. Por el contrario, tras la idea de una buena sociedad está la convicción de que en la vida social familia, empresa, club, colegio, universidad no podemos manejarnos de espalda a nuestros semejantes.
Es cierto que hemos contratado a Juan para que haga unos reportes financieros muy especializados, pero también es verdad que, si en ocho horas de trabajo diario Juan no pone en juego otras fibras de su condición humana saberse escuchado y estimado, forjar relaciones profesionales que le hagan crecer, gozar de la confianza de los otros, el resultado es un empobrecimiento espiritual que descorazona. La maquinaria funciona, pero sin alma.
Y es que esas relaciones de encuentro yo-tú, personalísimas, de las que hablaba Martin Buber [14] , no son un mero ideal romántico, inalcanzable, sino una verdadera exigencia de la felicidad terrena hoy, ahora; no son sólo aspiraciones idílicas para cuentos de hadas, son reclamos del alma humana cansada que no renuncia a su condición de persona.
Termino con unas palabras de Henri Nouwen, a propósito de una reflexión alrededor de la escena evangélica del hijo pródigo, aplicable a la condición de anfitrión que lleva aparejada la hospitalidad: «veo mi vocación de anfitrión con toda claridad al mismo tiempo que me parece imposible seguir esa vocación. No quiero quedarme en casa mientras todos se marchan, llevados por sus deseos o por su ira. ¡Yo siento los mismos impulsos y quiero correr como los demás! ¿Pero quién estará en casa cuando vuelvan, cansados, exhaustos, inquietos, desilusionados, culpables o avergonzados? ¿Quién les convencerá de que después de todo lo dicho y hecho, hay un lugar seguro donde ir y donde ser abrazados? Si no soy yo, ¿quién será el que permanezca en casa?» [15] .
[1] Gabriel Marcel. El mundo quebrado. Ediciones Losange. Buenos Aires, 1956. p. 15.
[2] Christa Wolf. Medea. Debate. Madrid, 1998. p.56.
[3] Ibid. p. 166.
[4] Ibid. p. 220.
[5] Cfr. Julia Urabayen. El pensamiento antropológico de Gabriel Marcel: un canto al ser humano. EUNSA. Pamplona. p. 73.
[6] Ibid. p. 236.
[7] Emmanuel Lévinas. Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro. Pre-textos. Valencia, 1993. pp. 130-131.
[8] Daniel Innerarity. Ética de la hospitalidad. Península. Barcelona, 2001. p. 14.
[9] Ibid. p. 57.
[10] Ibid. p. 58.
[11] La sociología política contemporánea ha visto con preocupación que la tendencia al individualismo de algunas sociedades altamente desarrolladas, corroe los cimientos de la convivencia. Alrededor del concepto de capital social, autores como Fukuyama y Putnam abogan por la recuperación de las relaciones interpersonales de reciprocidad y ayuda mutua, como el camino para conseguir la consistencia social de nuestro tiempo. Cfr. Francis Fukuyama. La gran ruptura. La naturaleza humana y la reconstrucción del orden social. Atlántida. Buenos Aires, 1999. Robert D. Putnam. Bowling alone. The collapse and revival of american community. Simon & Schuster. New York, 2000.
[12] Karol Wojtyla. Persona y acción. BAC. Madrid, 1982. pp. 320-321.
[13] Amitai Etzioni. La tercera vía hacia una buena sociedad. Propuestas desde el comunitarismo. Minima Trotta. Madrid. p. 15.
[14] Cfr. Martin Buber. Yo y tú. Caparrós Editores. 3ª ed. Madrid, 1998. p. 18.
[15] Henri Nouwen. El regreso del hijo pródigo. PPC. Madrid, 1998. p. 153.
RECUADRO:
Hospitalidad: en contra del vacío social
El profesor Rafael Alvira * advierte un matiz del aburrimiento que va más allá del simple ocio y en el que vale poner atención al hablar de hospitalidad: el aburrimiento como muerte social, fincado en la anulación del dialogo y, por eso, del individuo.
«Aburrirse afirma significa no aceptar: abhorrere, aborrecer. Aburrirse es no interesarse, no practicar el inter-esse, no estar metido dentro. El problema está en que, tanto más rechazamos a los demás, tanto más nos quedamos solos, con nosotros mismos, solos con nuestra propia vida. Pero hay dos soledades: la activa y la pasiva. La primera es sólo aparente: me separo momentáneamente para ponderar y calibrar aquello en lo que estoy interesado, aquello que me gusta. La segunda es la propia del aburrido y muestra un rasgo muy característico aunque no aparente de él: la debilidad».
Alvira rescata la definición de Søren Kierkegaard para mostrar el peligro del aburrimiento frente a la plenitud humana. «Lo aburrido es lo vacío y carente de contenido, “una continuidad en la nada”, “una eternidad sin contenido, una felicidad sin gusto, una profundidad superficial, un hartazgo hambriento”».
Es importante recordar que, como explica Alvira, «si al rechazar lo otro no me encuentro a mí mismo, sino que me encuentro con el vacío, eso quiere decir que para encontrarme a mí mismo tengo que hacer justamente lo contrario: aceptar lo otro, o al otro, interesarme, tomarme en serio lo otro».
Y como el eje de la hospitalidad es el diálogo aceptar al otro, el aburrimiento, al despreciar a los demás, supone la muerte de la sociedad. De ahí que Alvira pueda afirmar que «el amor y la fuerza dan lugar a la palabra en el diálogo: tengo algo que decir, porque me he vencido a fuerza de negarme y me he llenado de lo otro o del otro, que me entusiasma. Así, puedo responder. Ese responder es un activo dar a luz en la verdad. Es una novedad, una ocurrencia, pero no caprichosa, sino originada por el encuentro con lo real, con el ser del otro».
* Cfr. Rafael Alvira. «¿Qué es el aburrimiento» en Humanitas n. 5. Chile, enero-marzo de 1997.