México es el país del maltrato. Estamos acostumbrarlos a que nos traten mal. Maltratamos y nos maltratan. Pareciera que lejos de preferir la mano que nos mima buscamos la que nos abofetea. ¿Será que también preferimos golpear? Los mexicanos somos «dejados». Detrás de nuestra cacareada hombría, tequilera y charra, subsiste un apocamiento, pusilánime y fatalista. No somos un país quejumbroso, sino resignado. Los intelectuales y los afortunados monopolizan la queja. Los pobres -el pueblo- soporta con paciencia las arbitrariedad desde los poderosos y los sinsabores de la vida. Un monstruo de dos cabezas -el servilismo y el autoritarismo carcome nuestras entrañas nacionales (Dormí mal. Mis queridos vecinos organizaron una fiesta. Taquitos, cerveza y, lo mejor, El mariachi loco en sorround sound.
Las paredes de mi habitación retumbaban. Nadie en el edificio se quejó Llamé a la patrulla y nunca hizo acto de presencia.
»Desvelado y todo, mi día comienza a las 6:00 a.m. Por mi ventana, el nuevo distribuidor vial me da los buenos días con un alegre canturrear de coches, motocicletas, microbuses y otras especies de vehículos motorizados. A nadie en el edificio le agradó la construcción del inmenso puente. Una vez más, ninguno en el condominio se atrevió a reclamar.
»Tomo el avión a las 9 30 a m. A la señorita que recoge los boletos le tiene sin cuidado el modo de abordar. A varios pasajeros que van delante de mí no les piden identificación alguna. Le hago notar la omisión y me mira como si yo estuviese loco. Espero que nadie pertenezca a Al Qaeda para llegar sano y salvo a mi destino.
»Adentro, discuto con el compañero de asiento, quien ha metido en el portaequipaje una maleta que excede los límites reglamentarios y físicos. No hay espacio para la mía. La aeromoza observa, impávida, la escena. Cuando le miro con la intención de ponerla a cargo del asunto, finge demencia y huye. No todo está perdido, he ganado la batalla de las coderas -que se decide en los primeros cinco minutos o se pierde para siempre.
»El regreso no resulta más agradable. La fila para tomar el taxi me recuerda el comunismo ruso. La espera se alarga, pues algunos listos se «meten» aprovechándose de algún conocido en la delantera. El resto observa imperturbable. Nadie protesta Presenciamos la trampa con paciencia “evangélica”.
»Ni se me ocurre tomar el Metro con portatrajes y lap-top Resulta temerario Por suerte, ya nos acostumbramos a la inseguridad del transporte público.
»Llueve, el tráfico desquicia. Las vías rápidas parecen canales venecianos, las coladeras se taparon. Disculpamos al gobierno. Como lo declaró un funcionario público, él “no controla el clima”.
»El taxi me dela unas cuadras antes de mi casa. A punto de cruzar la calle, con la presencia de un oficial de tránsito, casi soy atropellado por un microbús que se salta el semáforo en rojo. La autoridad no se da cuenta. Está merendando con parsimonia una “cubana” del puesto de la esquina. El changarro se roba la luz con descarada ilegalidad. La papelería de al lado, que sí paga el servicio, nunca ha reclamado.
»Decido salir a cenar. El agobio del día me ha hecho polvo. Ordeno unos wafles con frambuesas. El platillo incluye un bicho. Llamo al gerente, se disculpa y me cambian el plato. Me cobran la cuenta completa. No importa, ya me estoy acostumbrando. Días antes, en un restaurante elegante, de nuestra no menos elegante ciudad, compartí alimentos con una cucaracha .Puse el grito en el cielo y, gracias a ello, me obsequiaron un trago ¡Cuánta consideración!
»Resuelvo pagar rápidamente e irme. ¿Imaginan qué pasa? Adivinaron, no puedo firmar porque el sistema del banco se ha caído. ¿Cómo no se avería el día de corte? Los estados de cuenta nunca se retrasan».
Hasta aquí el relato costumbrista, ¿o debemos decir kafkiano? ¿Exageramos? Si el lector así lo piensa, mal asunto. Ciertamente, los hechos no ocurrieron en un día y a la misma persona. No obstante, ninguno es ficticio.
En México, todos sufrimos interminables abusos e injusticias, especialmente los más débiles. A veces comprendo por qué Nietzche consideraba que la paciencia era un mecanismo de defensa de los .inferiores» para sobrellevar su vida.
Sin la defensa de la ley, los poderosos se ceban sobre los desprotegidos. Uno de los encantos de las democracias es el valor del estado de derecho. La condición de ciudadanos tiene una doble cara exigir y cumplir.
LOS DERECHOS…¿UN REGALO DEL ESTADO?
No. Los derechos no son un regalo del Estado. Y mucho menos de un particular. Así de claro. Los derechos humanos no proceden de la oficina de un gobernante. Otros derechos menores tampoco son una graciosa dádiva de diputados, jueces o policías. Mucho menos los servicios -públicos o privados- por los que yo pago. Nuestra tradición de autoritarismo nos deformó la mente. Suplicamos por lo que nos deben, mendigamos lo que es nuestro.
Vivimos en el país del maltrato Bancos, «patrulleros», burócratas, «franeleros, ambulantes, choferes, nos maltratan y nosotros respondemos con la resignada ecuanimidad de quien no se atreve a exigir lo que es suyo. Se nos educó en la docilidad, mejor dicho, se nos domesticó en el servilismo.
La queja y la crítica son patrimonio de escritores, académicos, políticos y empresarios.Las personas de la calle carecen de esta actitud y aceptan pasivamente su condición de desarrapados. Para ellos la condición ciudadana no significa nada. Por eso, cuando se les da un poco de «poder» se tornan arrogantes y arbitrarios. Basta ver cómo trata el gendarme al obrero y el de la aduana, al paisano.
La ausencia de democracia nos heredó dos secuelas, la aceptación del maltrato, si somos pobres, y la costumbre de maltratar, si tenemos dinero o estudios. La razón salta a la vista. La ley no vale. Sólo la legalidad nos anima a reclamar y sólo ella modera nuestros caprichos. La legalidad transforma a los súbditos en ciudadanos, y la ilegalidad nos hace siervos del más fuerte.