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Inspirar la innovación

La libertad humana es un dinamismo básico, de cuya fuerza creadora surge la propia empresa como realidad socialmente relevante. Y la responsabilidad es, según dice Millán-Puelles, «la gallardía de la libertad», su resello ético, constitutivo de su propia esencia.
No se puede considerar a las organizaciones desde el punto de visto ético si no se admite que la libertad es el dato radical. La ética no es un conjunto de reglas surgidas de la nada, que vienen a aguar la fiesta con su cortejo de obligaciones y constricciones. La ética es la lógica interna de las acciones libres. A su vez, tampoco es algo enclavado exclusivamente en la intención subjetiva, sino que incluye responsabilidades sociales objetivas. La plena realización de la libertad humana sólo se alcanza en su proyección social.
Aceptar este reparto del territorio la ética se restringe a la esfera personal y en el ámbito público rige la objetividad económica está en la base del aumento de corrupción y de notoria irresponsabilidad social de la mayor parte de los ciudadanos. Ambos fenómenos inquietan y afectan negativamente a las empresas, auténticas organizaciones humanas.

LA ERA DE LA EMPRESA

Advirtamos, en primer lugar, que la empresa es la institución más típicamente moderna y la mejor acondicionada para gestionar la complejidad propia de la sociedad de la información y del conocimiento. En esto se distingue de las organizaciones burocráticas especialmente de índole política, que llevan años sin encontrar su sitio en un contexto presidido por la movilidad y el cambio.
La política ha dejado de ser el factor determinante de la vida social y ha decaído casi por completo su potencialidad innovadora, si es que alguna vez la tuvo. La empresa, por el contrario, se caracteriza no sólo por su capacidad de adaptarse a las rápidas mutaciones del entorno, sino porque constituye el motor de la innovación social, lo que constituye su responsabilidad social más propia.
No es pues una especie de contrapartida negativa de su libertad, una carga para la organización, sino una finalidad institucional decididamente positiva, en la que reside la clave de su eficacia en el servicio a la sociedad, la satisfacción de sus miembros y su rentabilidad económica. Ningún otro grupo social puede hoy por hoy sustituir a la empresa en aportar este valor añadido.
El núcleo de la responsabilidad social de la empresa viene dado actualmente por el ejercicio de su capacidad para suscitar nuevas realidades que promuevan una mejor calidad de vida, la cual no se identifica con el aumento del consumismo, ni con el reforzamiento de una visión materialista de la realidad, sino que tiene como base el respeto a la dignidad de la persona y la atención a sus operaciones superiores, entre las que destacan el conocimiento y el despliegue efectivo de la libertad.
La innovación más característica de las empresas no se refiere tanto a la técnica como al comportamiento humano. Mientras que la técnica está regida por reglas, lo nuevo en la conducta del hombre nunca se agota en el uso de unas reglas ya dadas, sino que se extiende al descubrimiento de nuevas normas y a ese amplio territorio del trabajo humano en el que no rigen los esquemas abstractos y estereotipados, sino el ejercicio creativo de la inteligencia y la capacidad de decisión, lo cual requiere estudio, reflexión, diálogo, imaginación, espontaneidad, iniciativa, prudencia, agilidad de decisión y juventud interior.
¿CÓMO GESTIONAR LO NUEVO?
Para la empresa, el nombre actual de su responsabilidad social es «innovación». Esta exigencia puede resultar incómoda para la «razón perezosa», dispuesta a repetirse ad nauseam con tal de no realizar el esfuerzo de pensar algo nuevo, cumplir su propia misión y ser competente y competitiva.
Ahora bien, ¿qué camino deben seguir los profesionales de la empresa para cumplir su responsabilidad social a través de la ganancia de lo nuevo? Por la propia naturaleza de lo que se persigue, no podrá tratarse de un procedimiento estereotipado o rutinario. Quien sigue la senda de siempre sólo encuentra los lugares mil veces visitados. El descubrimiento de lo inédito exige desbrozar itinerarios nunca transitados, no por un frívolo afán de originalidad, sino por ese impulso genuinamente humano que Teresa de Ávila caracterizaba como «aventurar la vida».
Para lograr el saber nuevo, tanto teórico como práctico y técnico, es preciso salirse de los supuestos, inaugurar un insólito modo de pensar que sea capaz de moverse en enunciados contrafácticos, es decir, que no sacralice los hechos actuales como si no fueran a cambiar, ni se someta dócilmente a las valoraciones políticas y económicas imperantes. El propio uso de la inteligencia estriba en desmarcarse de los principios vigentes y pensar desde la realidad con actitudes inconformistas y radicales.
La capacidad de innovación no equivale, obviamente, a la anarquía. Una de las «mentiras románticas» por utilizar la expresión de René Girard consiste en pensar que la ausencia de normas facilita la creatividad, cuando lo cierto es que lo único que propicia es la pereza y el desorden. Como señala Carlos Llano, lo nuevo no es sólo lo no previsto: es también, inicialmente, lo desordenado, desconectado y puntiforme. De ahí que el esfuerzo creativo no sólo implique espontaneidad y energía para la ruptura, sino también capacidad para dar con el orden que a lo nuevo corresponde en cada caso.
El orden primordial de la empresa, y condición necesaria para el cumplimiento de su responsabilidad social, es su limpieza ética interna. Sin respeto a la verdad se corrompen todas las estructuras sociales. Si se miente hacia el exterior, se acaba mintiendo hacia dentro.
No pocas corporaciones se ahogan por acumulación normativa de imposible cumplimiento, por lo cual están siempre amenazadas por la huelga de celo. En la mayoría de las instituciones, el cumplimiento de todas las reglas conduciría a la paralización. Además, el nivel moral de una empresa no radica en la existencia de muchas normas, ni siquiera en el intento de que se cumplan todas las posibles.
El ambiente en el cual la capacidad de innovación y la cultura de responsabilidad brotan con fuerza no es otro que el de la libertad personal y comunitaria. La confianza es el mejor clima para conseguir un ambiente de trabajo estimulante y creativo, sabiendo que esta no se puede pedir ni exigir: la confianza se inspira. Son los propios protagonistas de esa aventura compartida llamada empresa quienes deben cargar con el honor y la responsabilidad de autogestionar su propio trabajo y evaluar con realismo los resultados. Sólo así podrán fulgurar constelaciones innovadoras y creativas.

UNA ESTRUCTURA FLEXIBLE

Las estructuras organizativas rígidas pueden, en el mejor de los casos, asegurar niveles mínimos de calidad homogénea. Sólo se puede aspirar a la excelencia por la vía de las configuraciones informales, como se sabe en la ciencia del management, al menos desde que Chester Barnard publicó su obra Las funciones del ejecutivo.
Sólo las personas son capaces de asumir responsabilidades y generar novedades, cuya fuente es siempre la vida del espíritu. De ahí que el esquema organizativo de las empresas deba estar al servicio de las personas, no a la inversa. Las estructuras burocráticas y los mecanismos de control son un costo que se debe tratar de minimizar para poder invertir más en recursos directamente encaminados a las operaciones específicamente empresariales, hoy relacionadas de un modo u otro con la investigación y la gestión del conocimiento.
Centrémonos, por tanto, en lo decisivo: las personas que piensan, se esfuerzan, deciden, aceptan responsabilidades, investigan, aprenden, enseñan, son el único fontanal de innovaciones que acontece en el mundo empresarial. «La novedad ¯dice Leonardo Polo es una de las características intrínsecas de la condición humana. La estabilidad no es una característica humana. Y tampoco lo es que en el pasado siempre exista un antecedente de lo que acaba de surgir, aunque mucha gente así lo piensa: si aparece algo de lo que no tenemos noticia, entonces consultamos a la historia».
Es verdad que la historia es maestra de la vida, pero no lo es que no haya nada nuevo bajo el sol. La persona siempre está inaugurando su acción, incluso en las operaciones más ordinarias. El hombre es el protagonista de la innovación, y esa potencialidad forma parte de su constitución.
La visión romántica según la cual la creatividad consiste en la profusión de chispazos geniales, puntiformes, espontáneos, ha mostrado hace tiempo su insuficiencia. El individualismo exagerado como motor de la eficacia empresarial se ha vuelto un fantasma, si es que alguna vez fue real: se ha convertido en una manifestación neurótica del poder.
En rigor, la creatividad es el modo de organización de las instituciones que sirve de cauce a la iniciativa y el sentido de responsabilidad de sus miembros. Este sistema se puede llamar «liderazgo». El liderazgo no es el líder, sino aquel sistema de organización con el que todos los miembros de la institución actúan mejor que en cualquier otra. La creatividad «es un sistema de organización» (Leonardo Polo).
Así las cosas, el trabajo en equipo es hoy una condición imprescindible para que la empresa logre sacar adelante las responsabilidades de contribuir al bienestar social e innovar los planteamientos de las personas y comunidades. Si hubo un tiempo en que los «capitanes de empresa» podían arrastrar toda una organización, hoy lo que encontramos detrás de cualquier compañía seria y responsable es un equipo bien cohesionado, del que se ha eliminado el personalismo de sus miembros y en el que se valora el trabajo callado y eficaz.
Desde luego, la competitividad interna a la propia empresa nunca es un procedimiento fecundo. Tanto hacia dentro como hacia fuera, siempre es preferible apostar por la colaboración en lugar de exacerbar el encarnizamiento competitivo del que suelen resultar afectados los contendientes.
La interdisciplinariedad es hoy el camino abierto hacia lo nuevo. Atrincherarse frente a ella equivale a resistirse al cambio, alegando, por ejemplo, los derechos de una profesión o la importancia de un departamento o división corporativa. Argumentos que se vuelven contra quien los formula, pues denuncian una larga inmovilidad o corporativismo con los que ya es hora de acabar.
¿DE QUÉ DEPENDE LA VITALIDAD DE UNA EMPRESA?
La vitalidad de una institución depende, en buena parte, de su capacidad de hacerse cargo de la complejidad de su entorno y de su destreza para la comunicación con otras instancias sociales.
El mapa de la propia responsabilidad social tiene hoy día un carácter dialógico. La libertad se despliega desde su mismo origen de acuerdo con una estructura dialógica, en la que la capacidad de proyectar y decidir se hace cargo de las consecuencias y responsabilidades sociales a través de aquellas personas e instituciones que se ven afectadas por la actividad empresarial.
Cuando la empresa reduce su finalidad a un desarrollo olímpico, sin interlocutores sociales, pierde su razón de ser y auténtico sentido. Las decisiones y proyectos así adoptados arrojan un déficit de creatividad, se agotan en sí mismos y al no hacer pie en la realidad social carecen de impulso y contraste.
A pesar de que se pretenda ignorarlo, el dinamismo de retroalimentación se pone en marcha; pero la modificación de la conducta empresarial es, entonces, sólo oportunista: lleva al encogimiento de posibilidades, a la entrega en manos del Estado de esas responsabilidades con las que no se quiere pechar. La ética, marginada, comparece bajo la forma de «mala conciencia».
Las demandas de innovación surgen, no pocas veces, extramuros. En la sociedad dialógica ni la innovación ni la eficiencia quedan encerradas en un coto institucional. Ni el Estado tiene el monopolio de la benevolencia ni la empresa privada la marca registrada de la eficacia. Todos han de aprender constantemente y todos investigan en su lugar y nivel. Lo que la empresa aporta es la organización y conjunción dinámica de muchas aportaciones.
La responsabilidad social de la empresa debe atenerse con el máximo rigor a las exigencias de los derechos humanos y a los imperativos de equidad en la vida pública. Tales requerimientos se han hecho más perentorios cuando, en muy pocos años, las transformaciones a escala mundial nos han colocado ante situaciones y planteamientos radicalmente nuevos.
Desde la óptica de la responsabilidad social de la empresa no podemos observar pasivamente cómo las ventajas de las nuevas tecnologías del transporte y comunicación quedan reservadas a menos de una quinta parte de la población mundial, mientras que el resto permanece casi estancado.
No es humanamente digno que, con el sobreabundante potencial de producción de alimentos, permanezca constante, e incluso aumente, el número de personas medido en cientos de millones que padecen hambre y llegan a morir diariamente por inanición; o que en los países menos desarrollados sean incontables los niños y adultos que enferman y fallecen por las nuevas epidemias, a falta de los medicamentos que podrían curarles y cuyo precio (impuesto por barreras comerciales asimétricas) está muy por encima de sus posibilidades.
Como ha mostrado el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, estos abusos no proceden de las auténticas ciencias sociales y humanas, sino de ideologías que están al servicio de intereses muy concretos, a los que lamentablemente suelen plegarse organismos internacionales creados para corregir desigualdades económicas y evitar las crisis financieras que ellos mismos están ahora provocando con sus intervenciones implacables y sus rígidos patrones de actuación. Ya es hora de replantear la economía empresarial desde unas bases más humanas.
Según ha dicho Alain Touraine, «hay que volver a pensar todo, a reconstruir todo, a menos que nos contentemos con hacer una fiesta en medio de las ruinas, eso sí, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los miserables».
Una de las trampas que dificulta la innovación, hasta el punto de impedirla, es la que algunos científicos sociales han denominado «el ancla». Esta reside en la tendencia natural del hombre a aferrarse a la primera información recibida respecto a un determinado asunto. Inconscientemente, esta información desempeña el papel de una fijación difícil de superar, a la que uno se remite para compararla o contrastarla con informaciones posteriores: éstas podrían tener mayor fundamento, ofrecer mejores pruebas de veracidad, pero ya no son las primeras.
Quien desee mantener la mente abierta, disponer de un fresh understanding, debe precaverse reflexivamente para no quedar anclado. Porque una de las exigencias del hallazgo de lo nuevo es liberarse de prejuicios. Desprenderse de tales preconcepciones exige originalidad de pensamiento, no en pensar de distinta forma que los demás, sino en pensar desde el origen, por propia cuenta y riesgo, sin dar lo escuchado como supuesto, y acudiendo a la fuente de la que brota el conocimiento.
La indagación de verdades nuevas es el método más adecuado para cambiar la sociedad por dentro. La sociedad se mejora en el intenso silencio de los despachos, en la atención concentrada de los laboratorios, en el servicio solícito de oficinas y talleres, en el laborar exacto de las fábricas, en el afán por encontrar y fidelizar clientes. Todas estas tareas empresariales son, en último término, investigación: afán gozoso por encontrar la verdad teórica y práctica cuyo descubrimiento nos perfecciona al perfeccionar a los demás.

INVESTIGACIÓN: ORGANIZACIONES INTELIGENTES

En la sociedad del conocimiento, la investigación ya no es un lujo institucional ni algo que se pueda recomendar sólo a organismos o departamentos de I+D. La esencia de la industria ya no es la producción, sino la indagación científica y técnica. Hoy, toda empresa de bienes y servicios una cadena de hoteles, una universidad, un banco debe ser constitutivamente investigadora. Ya no hay distinción estricta entre investigación y gestión, porque la acción directiva consiste en poner a todos los miembros de la organización a pensar en lo que hacen, para hacerlo mejor y con mayor calidad.
La mayor calidad posible en sus productos y servicios constituye hoy la más clara responsabilidad social de la empresa.
Lo propio de las organizaciones inteligentes es que incorporan un alto componente intelectual y cultural. Si en una corporación que esté a la altura de nuestro tiempo ya no hay distinción clara entre decisión y ejecución, es precisamente porque ya no existen tareas rutinarias que tengan que ser realizadas por personas.
Como en el IESE se viene anticipando desde hace años, todos en la empresa dirigen a su nivel, y hoy tendríamos que añadir: todos en la empresa investigan a su nivel.
Actualmente ya no trabajamos en la dimensión del espacio, sino, preferentemente, en la del tiempo. Lo importante ya no son los sistemas o las estructuras: lo importante es adivinar el futuro y proyectarlo desde un trabajo que no se justifica por el éxito ya logrado, sino por la capacidad de alcanzar uno nuevo.
Uno de los nuevos aspectos clave de la responsabilidad empresarial es obtener el máximo rendimiento posible del capital intelectual de sus propios miembros: he ahí el recurso inagotable y poderoso que apenas hemos comenzado a poner en juego.
El aprendizaje no termina. Ya no podemos abandonar las aulas, porque recordemos a McLuhan ahora las aulas ya no tienen muros. Están por doquier. Toda la vida hemos de ser estudiantes y estudiosos, lectores y escritores, profesores y alumnos. Nunca se puede dar por acabada la formación. Siempre se ha de buscar una mayor calidad de trabajo ejercitando nuestras capacidades específicamente humanas, es decir, la inteligencia y la libertad. Avanzamos hacia la «sociedad de lo humano».
«La concentración es el bien, la dispersión es el mal», decía Ralph Waldo Emerson. Investigar es concentrarse en torno a focos de interés y de progreso cuyo horizonte se dilata a medida que en ellos se penetra. Si falta la investigación, el trabajo empresarial se trivializa y se degrada, el ejercicio de las profesiones pierde operatividad e incidencia pública, el carácter moral de las personas queda aislado y disperso.
El individualismo egoísta erosiona lo que Juan Pablo II llama «subjetividad social», es decir, la capacidad para trabajar cooperativamente en iniciativas y organizaciones sociales libremente promovidas por sus propios protagonistas.
La empresa es la institución que de una manera más dinámica y eficaz acierta a convertir la búsqueda personal de lo nuevo en una tarea cooperativa, cuyo fundamento no es otro que la confianza mutua. Cuando el bien común se desdibuja, cuarteado por la desconfianza crítica, se puede decir que la empresa como institución desaparece del panorama social y deja de ser la escuela de solidaridad que hoy se está reclamando a gritos. No es lo mismo el bien común que el interés general.
La índole social del trabajo en la empresa queda patente cuando se tiene en cuenta lo que Carlos Llano llama «costes subterráneos de las equivocaciones». Hay decisiones y acciones en las que nos hemos equivocado, pero nos resistimos a reconocerlo. El reconocimiento social de nuestros errores teóricos y prácticos que es la postura oportuna, sensata y valiente conlleva la incomodidad de sacar a la luz los costes ocultos consecuentes a esos errores.
La responsabilidad social implica una conducta que en nuestro país suele desconocerse (como es obvio en política) y que en la empresa debería estar a la orden del día: rectificar. Hemos de agradecer que los demás nos corrijan, pues esto facilita el reencaminamiento que nos conduce a la finalidad buscada, es decir, al acierto en la decisión, a la «verdad práctica». Es insensato pensar que los directivos deben mantener las decisiones adoptadas porque, de lo contrario, se socava «el principio de autoridad» (curioso principio que no pertenece a ninguna ciencia: sólo a la retórica de autoritarios y dogmáticos).
Mantener y no enmendar juicios y opiniones es la actitud más anticientífica e injusta. Según dice Arrow Buffet, lo primero que hemos de hacer cuando nos percatamos de encontrarnos en un hoyo es dejar de cavar. ¿Cómo darse cuenta de que nos hallamos en un agujero? Cuando nuestra visión panorámica se va reduciendo paulatinamente, cuando las añoranzas pesan más que los proyectos, cuando sólo vemos el muro de enfrente.
Es curioso que cuanto más cerca nos encontramos de una verdad inesperada o incómoda es cuando más tendemos a reafirmar nuestras presuntas evidencias, a ratificar en lugar de rectificar. Un profesional riguroso no debe tratar nunca de apuntalar sus convicciones, sino hacerlas más vulnerables y sensibles al toque de la verdad. La rectificación encierra un alto coeficiente de creatividad, aunque no siempre resulte agradable.

UNA ESTRATEGIA DEL SERVICIO

La dureza de nuestro tiempo nos está acostumbrando a una estrategia del conflicto; pero es este mismo tiempo el que nos están pidiendo a voces que pongamos una estrategia del servicio: la forma más humana de vivir la responsabilidad social.
Nada hay más paradójico que una «sociedad de servicios» en la que parece que nadie quiere servir. El servir es un atributo propio de la persona. Las estructuras realizan funciones, pero no pueden realizar servicios, y desde luego no cabe pedirles responsabilidades. Es más, me atrevería a decir que la expresión «servicio público» es una cierta contradicción, como comprobamos con frecuencia los usuarios de estos presuntos servicios colectivos.
Servir es, sobre todo, cuidar de los demás. Cuidar de alguien no es imponerle las propias exigencias: es ayudarle a crecer según sus propias inclinaciones y proyectos; es facilitarle, como decía Marcel Proust, «esa prolongación y multiplicación posible de sí mismo que constituyen la felicidad».
Las batallas decisivas de la empresa actual no se libran en las complicadas estructuras mercantiles o burocráticas, sino en el territorio humano. Como escribía Octavio Paz, «el desarrollo económico no se realiza por decreto de un César revolucionario ayudado por una política poderosa y un tribunal de inquisidores; la economía es un campo, como la política y la cultura, en donde se despliega libremente la inteligencia, el esfuerzo y la libertad de los hombres».

LA BATALLA DE LA CALIDAD

La gran contienda que se aproxima es la batalla de la calidad. Sólo los que logren alcanzar altas cotas cualitativas podrán seguir operando en el campo de su especialidad y responder positivamente al reto de una responsabilidad social que ahora muchos no estamos dispuestos a pasar por alto.
Cada día resulta más claro que la fuente de toda calidad se halla en la vertiente humana del trabajo. De ahí que la cuidadosa atención a las personas singulares se haya convertido en una exigencia inexcusable. Las máquinas, incluso las más sofisticadas, son las mismas para todos. Lo que marca la diferencia es la calidad intelectual y ética de las personas, en las que reside todo manadero de mejora e innovación, y por tanto el referente último de la responsabilidad corporativa.
El mundo empresarial ha empezado a detectar la necesidad de atender a las personas reales y concretas. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación permiten superar el cuantitativismo de la economía de escala, y nos abren a un mundo de conocimientos y decisiones en el cual lo que cuenta es la inteligencia y la voluntad de cada persona, así como la integración de todas ellas en comunidades flexibles, versátiles y ágiles.
El aligeramiento de las estructuras de producción permite, en esta era posindustrial, que se logre una inesperada línea de sutura entre cultura y economía, entre la ética clásica y la economía de vanguardia, entre el beneficio financiero y la responsabilidad social. Apostar por esta articulación es estar ya en el futuro; seguir ateniéndose a las estructuras rígidas, de la uniformidad y autoritarismo, implica dejar el ancla clavada a popa y prohibirse a uno mismo estar a la altura de los tiempos.
Las vueltas y revueltas de la historia, esos corsi e ricorsi de los que hablaba Vico, han devuelto al humanismo una sorprendente vigencia. Y más llamativo aún es el hecho de que el suelo fértil en el que está medrando tal humanismo sean precisamente algunas empresas. Ya no hay por qué resignarse a que el mundo de los negocios estreche la mente, endurezca el corazón y empequeñezca el alma.
Está surgiendo un nuevo humanismo empresarial, que redescubre el núcleo vital de las corporaciones, las cuales empiezan a ser comprendidas como cauces para el ejercicio de la responsabilidad social y hogares para un trabajo digno de la mujer y del hombre.
Soy consciente de que este tipo de consideraciones, inspiradas en los más altos conceptos sobre lo humano producidos por nuestra cultura, no suelen ser bien recibidas por los utilitaristas de las compañías, bajo el pretexto de su experiencia pragmática. Tal postura olvida dos cosas que son importantes para todas las corporaciones.
Primero, olvida que crear un clima de cooperación, de responsabilidad y de servicio, sustituyendo a otro ambiente anterior de competencia interna, individualismo y afán de preponderar, no es reblandecer la organización, sino hacerla flexible, musculosa, vibrante. La mutua cooperación al servicio de la sociedad es una de las más duras y ásperas tareas a las que se enfrenta el ser humano, porque el esfuerzo que ha de ejercer cada persona para sincronizarse con las demás exige poner en juego altas dosis de inteligencia y una fina capacidad de acierto en las decisiones.
En segundo lugar, el pragmático olvida que lograr frutos a costa del hombre ¡a costa del hombre que los produce! nunca ha sido práctico. El pragmatismo vive demasiado en el presente, y no sólo no levanta la cabeza hacia el futuro, sino que tampoco es capaz de volverla hacia el pasado. Obtener logros a costa de las personas que los logran es precisamente la forma más clara de definir la tiranía. Aristóteles observó con acierto que el verdadero gobernante se interesa por mandar a hombres libres, pues gobernar a esclavos carece de estímulos, y no es mandar.
El gran desafío de la responsabilidad social de la empresa sólo puede ser aceptado por las personas dotadas de una auténtica humanidad. En expresión de Eduardo Nicol, se trata del hombre «bien redondeado, cabal, completo», se trata del «hombre de veras». Para el filósofo catalán, «el afán de salvación es más poderoso que el afán de poder». Para Nicol, salvación significa capacidad de autotransformación, perfeccionamiento y desarrollo.
El alcance de una vida lograda no es asunto sobre el que haya que hablar demasiado, es una constelación de oportunidades vitales que sólo cada persona puede decidir aprovechar.

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1 Resumen de la intervención de Alejandro Llano en la Asamblea de Antiguos alumnos del IESE celebrada en Madrid los días 22 y 23 de noviembre de 2002, y publicada en IESE, Revista de Antiguos Alumnos n. 89. Marzo de 2003. pp. 14-26.

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No. 386 
Junio – Julio 2023

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