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¡Cuidado!, China es muy diferente

En el caso de China, es casi indispensable hacerlo. Porque las diferencias existentes entre ella y cualquier país occidental son enormes y hunden sus raíces en una cultura y una historia milenarias, al margen de las cuales no pueden entenderse. Vamos a ello.

UN IMPERIO MILENARIO

La República Popular China (RPCh) es el país comunista más importante del planeta desde el colapso de la URSS en 1989. Su extensión de 9.5 millones de kms. es sólo superada por Rusia y Canadá. Lo pueblan casi 1,400 millones de personas: uno de cada cinco habitantes de la Tierra. Y tras 54 años de comunismo chino, el protagonismo del país en el concierto internacional es decisivo y creciente. La RPCh tiene apenas 55 años: fue proclamada en octubre de 1949. Pero la historia del país comienza hace más de cuatro mil.
En efecto, entre el 2500 y el 2000 a.C., floreció en la cuenca del Río Amarillo una civilización peculiar, manifiestamente superior a las de los pueblos de su entorno, que, a lo largo de un par de milenios, consolidó gradualmente sus perfiles distintivos en la escritura, el arte, la tecnología y la organización social. Pero la región era víctima de la disgregación feudal y el enfrentamiento continuo de los «señores de la guerra».
Todo cambió el año 221 a.C. El señor del territorio Qin, nombre del que deriva el de China, se impuso a sus rivales, se proclamó Emperador y, en los escasos once años que aún vivió, unificó el país, lo robusteció uniendo en una Gran Muralla los bastiones defensivos de los señoríos sometidos, y estableció un sistema de gobierno autoritario y centralista basado en el confucionismo, que había comenzado a propagarse en China desde cuatro siglos antes, y que serviría luego de modelo a todos los emperadores del país.
El Imperio Chino duró más de dos milenios. Estuvo dominado por Mongolia durante casi un siglo entre el XIII y el XIV, y por Manchuria los tres finales de su existencia. Pero, contra lo que podría parecer, los dos primeros fueron excelentes, porque los emperadores manchús adoptaron el sistema de gobierno y el confucionismo vigentes en la China conquistada; ensancharon considerablemente sus fronteras, que quedaron protegidas frente a posibles agresiones exteriores por una barrera formidable de cordilleras y desiertos casi intransitables; y China vivió casi 200 años de orden y esplendor.
Luego, todo cambió. La pobreza del pueblo chino sometido que sumaba ya 300 millones de personas, la ineficacia y corrupción de las autoridades dominantes y la generalización del pillaje, alimentaron el resentimiento popular anti-manchú y convirtieron al país, debilitado, en objetivo de las grandes potencias extranjeras, que a lo largo del siglo XIX arrebataron a China concesiones tan graves como humillantes.
El fracaso de los intentos de reforma desde dentro alentó la revolución antiextranjera, antimperial y pro republicana a la vez, liderada por Sun Yat-sen, fundador del Kuomintang. En febrero de 1912 se proclamó la República y el país quedó hundido en la disgregación y el caos.
DE REPÚBLICA A REPÚBLICA POPULAR
En 1927 tomó las riendas del poder Chiang Kai-shek, yerno de Sun Yat-sen, hasta 1949, año en que fue derrotado por los comunistas y estos proclamaron la RPCh. La guerra civil entre ellos y el Gobierno se interrumpió solamente para pelear unidos contra Japón, su común enemigo, durante parte de los años treinta y a lo largo de la Segunda Guerra Mundial (1939-45).
El Partido Comunista Chino había sido fundado por Mao en 1924. Como compartía con el Kuomintang el propósito de reunificar el país para lograr su independencia efectiva, en 1924 acordaron unirse. Pero muy pronto los separaron discrepancias fundamentales, y en 1934 los comunistas emprendieron la mítica «larga marcha» para evitar su liquidación. La comenzaron unos 100 mil, que recorrieron casi 12 mil kilómetros en año y medio. Llegaron a la meta 8 mil supervivientes del grupo originario y otros 24 mil que se les habían juntado en el camino.
Por otra parte, Japón había establecido en Manchuria, en 1934, el «Imperio títere» del Manchukuo, con el pre-texto de restaurar a Pu-Yi, el destronado emperador manchú, en el trono originario de su estirpe. En 1908, la emperatriz murió tras designarlo como heredero. Era sobrino suyo y tenía seis años. Al proclamarse en 1912 la República, quedó confinado en la Ciudad Prohibida. En 1924 huyó de ella y se refugió en la embajada de Japón. Durante la Segunda Guerra Mundial, el «Último Emperador» fue apresado en Manchuria por los rusos, que lo entregaron a Mao tras la proclamación de la RPCh en 1949. Sometido a un largo proceso de «reeducación», fue liberado en 1959 a los 54 años, y trabajó de jardinero y archivero hasta su muerte en 1967.
CONFUCIONISMO
El confucionismo ha configurado el alma china desde el siglo VI a.C. (cuatro antes de que se constituyera el primer Imperio) y supeditado las ambiciones personales a las necesidades o conveniencias de la familia y la sociedad y al respeto absoluto a la autoridad. No es una religión, sino una doctrina sociopolítica encaminada al logro de la prosperidad y la armonía de la sociedad.
Sus preceptos se dirigen ante todo al soberano y a sus consejeros, de cuya sabiduría y rectitud depende que los súbditos se comporten como deben. Por eso, el soberano, a quien corresponde el poder supremo como hijo del Cielo, sólo delega su autoridad en hombres sabios, virtuosos y perfectos, rigurosamente seleccionados y formados: los mandarines. Se trata de un sistema de gobierno personal, no de imperio de las leyes.
La misión de los súbditos consiste en cumplir fielmente sus deberes, supeditando sus apetencias a las conveniencias de la sociedad y acatando ciegamente los mandatos de la autoridad. Las exigencias, la crítica y la desobediencia no tienen cabida. El altruismo y la disciplina son virtudes cívicas fundamentales y sería inadmisible supeditarlas a los intereses personales.
La familia es pieza básica del orden social. Y en la esfera familiar, la autoridad del padre se asemeja a la del emperador en el país. La obediencia ciega es obligación filial ineludible. La función fundamental del padre consiste en formar a sus hijos como buenos ciudadanos, respetuosos con la autoridad, pacientes y autoexigentes. Por eso, el padre se siente y es considerado responsable de los actos antisociales de los hijos y puede ser castigado subsidiariamente.
En tal contexto resulta casi impensable rebelarse contra la autoridad. Pero el pueblo chino se ha sentido como huérfano siempre que el poder no ha sido fuerte. Y su docilidad cuasi connatural fue tierra abonada para el régimen comunista, que, aunque por razones diferentes, también se basaba en la autoridad suprema de los dirigentes y proclamaba como ideal de ciudadano al hombre nuevo dispuesto a sacrificarse por su pueblo hasta la muerte.
Así pues, el individualismo del mundo occidental está neutralizado en China por su fortísimo sentido familiar y nacional. Ante todo, cada chino se siente vinculado a su amplio clan de consanguíneos, y en ese sentimiento se cimientan el acatamiento ciego a la autoridad paterna y la solidaridad familiar llevada con frecuencia hasta el extremo. Y en segundo lugar, los chinos se sienten vinculados a la nación china, entendida como el conjunto de todos los chinos, estén donde estén. No es una frase. En el mundo entero, los chinos se agrupan en barrios que en nada difieren de los de su tierra, en los que la lengua es a la vez coraza defensiva y factor de unidad. Y por supuesto, una parte notable de las inversiones del exterior en China proceden de los chinos dispersos por el mundo.
Para asegurar la corrección de las relaciones interpersonales y con la autoridad, se definen minuciosamente los comportamientos adecuados a cada situación y circunstancia. Observar esos ritos es fundamental y su infracción se castiga con el rechazo social, causa infamia y vergüenza y puede desembocar en el suicidio. En el confucionismo no existe conciencia del pecado; lo que hay que evitar a toda costa es la infracción de lo ritual, la conducta antisocial o insolidaria.
Guardar las formas es un principio básico que se antepone incluso a la sinceridad y hasta a la claridad. Por eso los chinos rara vez dirán directamente lo que piensan, si es desagradable y el interesado está presente. Más bien lo harán saber en el marco de declaraciones generales sobre cualquier asunto. Esto desconcierta a los occidentales, acostumbrados a aclararse en reuniones mano a mano y sin testigos, y a prestar escasa atención a las declaraciones para la galería.
Los chinos sólo se han sentido protegidos y seguros con los gobiernos fuertes, y desorientados y errabundos con los débiles. Lo cual explica en buena parte la permanencia del autoritarismo imperial durante dos milenios y la fácil implantación del autoritarismo comunista a partir de 1949.
Desde siempre, China se autodenomina Imperio del Centro. Y no por arrogancia. A partir del siglo III a.C., el mundo exterior que los chinos conocían era muy inferior al suyo desde el punto de vista cultural. Y cuando cayó bajo el dominio de Mongolia y Manchuria, su cultura se impuso a las de los dominadores. Así se explica que el pueblo chino mantenga incólume su conciencia de superioridad. Y a ello se suma su recelo antiextranjero, consolidado a lo largo del siglo XIX en sus enfrentamientos con las grandes potencias.
Por ello se comprende que China siga mirando a los occidentales como bárbaros. Que los desconcierte y crispe con su peculiar estilo de negociación, siempre a través de intermediarios y sin prisa alguna. En China, resulta ridículo y patético el ejecutivo occidental que pretende resolver de un día para otro y sin padrinos los asuntos que le llevan al país.
COMUNISMO, PERO CHINO
Cuando Mao Tsé-tung proclamó la RPCh, el Partido Comunista contaba ya con 4.5 millones de miembros y el camino hacia la implantación total del comunismo estaba abierto. Pero para entender la evolución ulterior del país, hay que tener en cuenta que en China también el comunismo es peculiar. La forma en que ha ido evolucionando resulta llamativa para cualquier observador occidental. Sus diferencias con el de la antigua URSS son evidentes:
• El comunismo chino, a diferencia del soviético, se apoyó en los campesinos; no en un proletariado industrial, que apenas existía.
• El comunismo chino no es internacionalista, sino nacionalista. Su lema no es «Proletarios de todos los países, uníos contra los burgueses explotadores», sino «Chinos de toda condición, uníos contra los extranjeros, que son vuestro enemigo». Por eso los caciques chinos no fueron tratados por los comunistas como explotadores odiosos, sino más bien como víctimas inconscientes de las secuelas del periclitado Imperio, manipulado por los extranjeros. Por tanto, no procedía eliminarlos, sino «reeducarlos», como se hizo incluso con Pu-Yi.
• Mao Tsé-tung, a diferencia de Stalin, estaba aureolado de prestigio. Tenía carisma, imaginación, talante convincente y fama de sensible filósofo y poeta, aunque ya se ha demostrado que muchas de esas cualidades eran sólo fruto artificial del culto a la personalidad. La autoridad del Gran Timonel era evidente e indiscutida. El partido tomó como guía de la revolución el «pensamiento de Mao», que se objetivó luego hasta el punto de que el propio Mao fue acusado post mórtem de haberse apartado de su pensamiento.
• Para el comunismo soviético, la apropiación privada de los medios de producción era la causa esencial de que existiera lucha de clases, explotadores y explotados. Por lo tanto, suprimida tal causa, la explotación desaparecería. Para el comunismo chino, en cambio, aunque no haya propietarios de medios de producción, el peligro persiste; porque el ejercicio del poder puede abrir cauce a la ambición y ser aprovechado para el medro personal a costa ajena. Por lo tanto, se impone la «revolución permanente», como medida indispensable para la depuración continua del aparato del poder y de la sociedad entera.
• El poder de Mao era estrictamente personal, no asociado al cargo que desempeñaba. Y la naturaleza personal del poder en China se puso todavía más de manifiesto con Deng Xiaoping, que fue dueño indiscutible del país hasta su muerte en 1997, pese a que nunca tuvo cargos relevantes y ninguno en los últimos ocho años de su vida. Esta singularidad de China dificulta su análisis político. Pero, a la vez, alivia el estudio de sus instituciones. Porque las del Estado son simplemente instrumentales y las del partido no explican por sí mismas los vaivenes del poder.
55 AÑOS DE CHINA COMUNISTA
A finales de septiembre de 2004, se retiró de la escena política Jiang Zemín. Llevaba siete años al frente del país: desde 1997, en que había sucedido a Deng Xiaoping, el Pequeño Timonel que, a su vez, se había adueñado de las riendas del poder en 1976, tras la muerte de Mao, el Gran Timonel. Mao sacó a China del marasmo y la elevó al nivel de gran potencia; Deng la modernizó con medidas liberalizadoras de acuerdo con el principio «Un país, dos sistemas»; y Jiang Zemín prosiguió como pudo la reforma emprendida por Deng. He aquí los acontecimientos más conocidos de sus respectivos mandatos.
MAO TSÉ-TUNG (1949-1976)
Primeras medidas. 1) Se atribuye la propiedad de la tierra a los cultivadores directos (¡!). 2) Se inicia la colectivización, pero sin radicalismos que priven al país del saber de los técnicos y empresarios burgueses de que tanto precisa. 3) Se prepara, con ayuda de la URSS, el primer Plan de Desarrollo y se firma en 1950 un tratado de amistad y cooperación para 30 años. 4) Se nacionalizan las iglesias para cortar el paso a influencias extranjeras. 5) Se simplifica la escritura y se impulsa la difusión del pekinés para facilitar la alfabetización masiva y la comunicación. 6) Se moderniza la familia, proclamando la igualdad de sexos y la libertad de elección de cónyuge.
«El Gran Salto Adelante» Pretendía acelerar el crecimiento con un modelo propio, «caminando sobre los dos pies»: la industria y la agricultura. Para ello sería necesario implantar en todas partes las comunas y movilizar con campañas el trabajo de las masas. La operación se reforzó con propaganda intensiva, fomentando una fidelidad ciega al partido y poniendo en marcha todo un sistema de reeducación política masiva. Para suplir el déficit de capital y de instrumentos modernos, se movilizó el trabajo de las masas mediante campañas tan variadas como sorprendentes: contra los gorriones, devoradores de grano; contra los mosquitos, difusores de plagas; de creación artesanal de ferrocarriles populares, y de producción de acero en hornos populares también. El Gran Salto fue un fracaso, provocó la ruptura con la URSS y exasperó a los críticos de Mao, bastantes de los cuales estaban afincados en puestos importantes.
La Revolución Cultural. En 1966 Mao puso en marcha la Revolución Cultural con el propósito de purificar a fondo la República. El instrumento fueron los Guardias Rojos, unos 20 millones de jóvenes maoístas que actuaron con absoluta impunidad respaldados por el ejército. Durante tres años, China quedó inmersa en la inoperancia, la violencia, el caos y el culto ciego a la personalidad del Gran Timonel. La moral cívica cedió el paso al reflejo colectivo de buscar la propia salvación en la denuncia de reales o supuestas desviaciones ajenas. Tales efectos de la generalización del terror explican que en China no se necesitara un instrumento de depuración como la KGB. Fueron ejecutadas unos tres millones de personas. Las purgas y violencias denigrantes alcanzaron a muchos millones más: cuantos eran mínimamente sospechosos de reaccionarismo para los Guardias Rojos. El desmantelamiento fue total. Sustituyeron las estructuras de absolutamente todas las instituciones con Comités Revolucionarios, respaldados por el ejército. Se hizo salir de China a los representantes extranjeros, y el país retiró a sus representantes en el exterior. China quedó aislada y se impuso el caos total durante tres años. Asombrosamente, el partido respaldó los «logros» de la revolución. Y ello se tradujo en el fortalecimiento de Mao, que en la última fase de su vida tuvo que enfrentarse tanto con los reformistas como con la izquierda radical.
DENG XIAOPING (1976-1997)
Tras la muerte de Mao se abre una lucha por el poder en la que el reformista Deng se impone en cinco años a sus dos rivales: el maoísta continuista Hua, y la extremista radical Jiang King, viuda de Mao y cabeza de la Banda de los Cuatro. Obviamente, la transformación que Deng propugna exigirá, además de recursos muy cuantiosos, mejorar la eficacia del sistema productivo lastrado por el funcionarismo, la vetustez y la planificación rígida, y hacerse con las riendas del ejército, en previsión de los desórdenes que el cambio puede generar.
«Un país, dos sistemas». Es preciso atraer inversiones extranjeras. Y a tal efecto, en 1986 se abren en la costa 14 Zonas Especiales, en las que rigen plenamente las leyes del mercado y se emprenden operaciones de joint venture. Se implanta así la fórmula «un país, dos sistemas» y en el resto de la nación se procede a la liberación gradual de precios y salarios. Los efectos positivos sobre el sistema productivo no se hacen esperar: se dinamiza la iniciativa personal, aumenta el dinero circulante y crece la demanda interna. Pero también genera problemas: el puritanismo socialista cede paso a la ambición personalista, la corrupción se instala en todas las esferas y la crítica contra la autoridad se manifiesta sin tapujos.
Tian-Anmen. Aunque con la política de Deng el ritmo de crecimiento alcanzaba cotas sin precedente, también se disparaba la inflación. Las manifestaciones de protesta contra el autoritarismo, la corrupción, el nepotismo, la falta de transparencia en la gestión pública, y el deterioro económico se desatan en 1986 y aumentan hasta su trágico estallido en Tian-Anmen en 1989. El entonces secretario general del partido, Zhao Ziyang, abogó por entablar discusiones con los líderes estudiantiles, pero el Politburó no le hizo caso. El 20 de mayo se declaró la Ley Marcial y unos 300 mil soldados rodearon Pekín. Las multitudes que apoyaban a los manifestantes frenaron su avance hacia Tian-Anmen y erigieron en ella una réplica de la Estatua de la Libertad. El 3 de junio, las tropas avanzaron sobre la plaza y aplastaron la protesta. Murieron entre mil y cinco mil personas y hubo innumerables arrestos. Zhao Ziyang fue destituido acusado de conspiración burguesa e intento de derrocamiento del partido. Le sustituyó Jiang Zemin, presunto sucesor de Deng.
Huyendo hacia delante. La explosión de Tian-Anmen puso de manifiesto las dificultades para implantar la Economía de Mercado Socialista. Pero Deng no cejó en sus empeños, al contrario, tomó medidas que parecieron una huida hacia delante. Hizo lo posible por ganarse a las provincias y facilitar el trasvase de recursos provinciales al Estado, en situación creciente de penuria.
El final. El futuro preocupa y Deng está ya viejo. Durante su mandato, la orientación de China ha cambiado de modo sustancial. La continuidad de la reforma cuenta a su favor con la inercia de lo que ya se ha hecho, la «juventud» y afanes reformistas de los nuevos dirigentes, el gusto de la libertad y el bienestar ya conseguidos, el interés del mundo occidental en que el proceso continúe y la connatural tendencia china a acatar los dictados de la autoridad. Pero China ha sido siempre una tremenda incógnita. Y en 1997 fallece Deng Xiaoping.
JIANG ZEMIN (1997-2004)
Jiang Zemin asume el poder ese mismo año. Su objetivo será completar y consolidar la reforma emprendida por Deng. Pero está en desventaja. El partido ha perdido en gran parte la confianza de la población por culpa de la corrupción rampante, el aplastamiento de la subversión prodemocrática de Tian-Anmen y los efectos negativos para un amplio sector de la población, surgidos de la liberalización económica, la liquidación del sector público y la corrupción misma. Además, buena parte del poder ha caído en manos de administradores y políticos locales que aprovechan en su propio beneficio el rechazo popular del poder central.
Con esas limitaciones, deberá enfrentar los innumerables problemas que aquejan a la población. La descapitalización del agro y la consiguiente pobreza del medio rural han generado unos 150 millones de emigrantes del campo a los centros urbanos, incapaces de absorberlos. Las subvenciones a las empresas públicas deficitarias absorben partes tan considerables de los presupuestos que los sueldos de los funcionarios no se pagan, o se pagan tarde y en fracciones.
La racionalización de las empresas públicas, que no puede posponerse indefinidamente, lleva al paro a unos 30 millones de trabajadores. La inflación reduce día a día el valor de los salarios. La corrupción y la especulación acrecientan extraordinariamente las diferencias entre sectores, y la fuga de capitales se sitúa anualmente entre 10 y 20 mil millones de dólares. La inseguridad y las mafias han crecido de modo alarmante…
Pese a todo, China avanza, y lo hace deprisa. En 1997 recuperó Hong-Kong, y Macao en 1999. Taiwan es el último territorio pendiente de recuperación.
Pero, entre bastidores, se abre paso la lucha por el poder. En 2002, Hu Jintao sustituye a Jiang Zemin en la Secretaría General del partido. Al año siguiente asume la Presidencia de la República. Y en septiembre del 2004, el partido traspasa a Hu el control de las Fuerzas Armadas que eran el soporte pricipal de Jiang Zemin.
Pero a estas alturas la dirección del país es colegiada y fuerte. Y todo parece indicar que los chinos podrán mantener su alto ritmo de crecimiento y cancelar la deuda pública, que ya en el 2000 se elevaba a cien mil millones de dólares. Su decisión es volver a ser, en pocos años, el «Imperio del Centro». Pero no sólo de una región, sino del planeta.
UNA CONSTITUCIÓN TAMBIÉN PECULIAR
China es una civilización milenaria, encajada a empellones en una horma (el Estado constitucional, de soberanía popular, imperio de la ley, y división de poderes) que, al menos hasta ahora, le resulta artificial, incómoda e inútil. Pese a la institucionalización del país, el poder personal sigue siendo la clave. Y el «reconocimiento» formal de las libertades y derechos básicos no equivale ni de lejos a aceptarlos como preexistentes y superiores a los dictados de los gobernantes. El atropello masivo y sistemático de los derechos humanos en China es sobradamente conocido y no requiere comentarios.
En su Preámbulo, la Constitución (de 1982) traza una breve historia de la Revolución, cuyo triunfo atribuye al liderazgo del partido y a la guía del «pensamiento de Mao». Taiwan es referido como «parte del sagrado territorio de China», a la que define como «Estado socialista bajo la dictadura democrática del pueblo» (art. 1), regido por el principio del «centralismo democrático» (art. 3).
Se «reconocen» las libertades y derechos básicos usuales en todas las constituciones (de creencia, expresión, información, asociación, manifestación, residencia, secreto de la correspondencia, etcétera), pero la realidad muestra hasta qué punto son atropellados muchos de ellos.
Las bases del sistema económico fueron sustancialmente reformadas en 1993 para la construcción del «socialismo con características chinas» que exigía, entre otras cosas: 1) La existencia de propiedad privada de medios de producción. 2) Menos rigidez planificadora y más economía de mercado. 3) Contratos de trabajo remunerados de acuerdo con la producción. 4) Poner a las empresas públicas a competir en el mercado abierto.
Ya se habían dado pasos en este sentido. La Constitución de 1982 había reconocido a los campesinos el derecho al cultivo libre de pequeñas parcelas (art. 8), lo que equivalía a la renuncia implícita a la colectivización total de la tierra. El artículo 6 había establecido como regla básica del juego: «cada cual, según su capacidad; a cada cual, según su trabajo», y no «según sus necesidades», como el comunismo había proclamado siempre. Y la apertura de «Zonas especiales» a partir de 1986 de acuerdo con el principio «Un país, dos sistemas», había atenuado el rigor de la planificación referida en el artículo 17. Pero los reajustes de 1993 expresaban la determinación de proseguir por la vía emprendida hacía ya 16 años.
El Estado promueve también la planificación familiar (art. 25) que el artículo 49 declara obligatoria para ambos cónyuges.
En 1999 se aprobaron seis enmiendas constitucionales más, dando con ellas un paso decisivo hacia el imperio de la ley, el abandono del autoritarismo, la consagración de la iniciativa privada como motor del desarrollo, la coexistencia de diversas formas de propiedad y la adopción creciente de procedimientos capitalistas de producción, gestión y distribución.
La propiedad privada fue calificada como «importante componente» (en vez de simple «complemento») de la «economía socialista de características chinas». Ello significaba el reconocimiento implícito de la importancia, eficacia y dinamismo del sector privado (que generaba ya un tercio del producto industrial con unos 68 millones de trabajadores), y prenunciaba la facilitación de su acceso al crédito bancario y a los mercados de capital, así como la remoción gradual de la legislación discriminatoria.
A la vista de todo lo expuesto, no sobra avisar al lector: «Cuidado, China es muy diferente».

Quien desee abundar en el tema, puede consultar del mismo autor: 7 Potencias. Instituciones políticas e historia reciente. (1945-2000). Ediciones Universitarias Internacionales. Madrid. Cuarta edición. 2003

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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