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Dime cómo ves a los demás y te diré cómo te ves a ti

Una gran cantidad de tinta se ha derramado en torno al concepto de «autoestima». Muchos libros de superación personal, psicología y desarrollo humano utilizan el término al ofrecer consejos para orientar al que, por una u otra razón, requiere recuperar la conciencia sobre el propio valor y sobre el sentido global de la vida.
«Autoestima» es una palabra importante que hace referencia al «yo» y a la valoración que nos tenemos. Conforme más se menciona, más evidente es que existe una nostalgia irrefrenable de reencuentro con nosotros mismos que nos permita también apreciarnos de una manera más plena y nueva. ¿Qué habrá hecho aparecer con tanta fuerza esta temática en la actualidad? ¿Por qué hoy la «baja» o la «alta» autoestima son preocupaciones tan frecuentes y tan centrales?

EL YO NO ES UN TEMA MÁS

Por una parte tenemos que reconocer que el yo no es un tema más en la basta colección de asuntos sobre los que hemos de trabajar diariamente. Cuando se le concibe así, como una tarea dentro de un elenco de «asuntos por tratar», ciertamente se le trivializa. El yo, a diferencia de otras cuestiones, es la única que nos acompaña siempre, aquella que no podemos evitar y sobre la que no podemos dudar. Ya el viejo Agustín de Hipona mucho antes que Renato Descartes lo decía: «aún al dudar, elegir o pensar no podemos dejar de estar ciertos de que somos lo que somos».
El interés por el yo parecería obvio, pero de ningún modo es así: basta considerar los grandes vacíos que se abren en el tejido cotidiano de nuestra conciencia y la dispersión de nuestra memoria. Los factores que componen al «sujeto» humano no se captan fácilmente. Continuamente vivimos la experiencia de zonas misteriosas en nuestro propio ser que se revelan de manera novedosa y no siempre afortunada. En otras palabras: con todo y la certeza que brinda la conciencia psicológica respecto de nosotros mismos el hecho es que el «yo» no es transparente sino que se oculta en cierto grado tanto en su consistencia como en su valor.
La autoestima es entonces un término que comparte su suerte con el yo. En la medida en que el yo se presenta de manera confusa, la valoración de sí mismo también se torna poco clara. Una comprensión exhaustiva de sí mismo es imposible. Sin embargo, ampliar la conciencia sobre los elementos que articulan mi yo, indiscutiblemente ayuda a redescubrir más plenamente su valor.
Esto nos indica ya algo: los factores que componen al «sujeto» humano no se captan en abstracto, de manera teórica, sino que son una vivencia concreta. Si el yo, lo que somos, fuera recuperable como un conocimiento aprendido en la escuela, bastaría un curso de «antropología» o bastaría con repasar las páginas de un libro, para que nuestra propia imagen interna se restaurara. Sin embargo, no sucede así.
EL YO SE RECUPERA EN LA ACCIÓN POR EL OTRO
La realidad del yo y su valoración adecuada no se recuperan primordialmente estudiando sino que se ponen de manifiesto cuando el yo entra en acción, cuando el sujeto está comprometido activamente con la totalidad de lo real. Si no soy atento a esta totalidad es imposible que sean «mías» las relaciones con la vida. Más aún, es imposible que la vida misma (la naturaleza, el trabajo, la mujer, el amigo) sea mía. Por eso, nada hay más fascinante que descubrir las dimensiones reales que posee nuestro yo. Nada está tan lleno de sorpresas como el descubrimiento del rostro humano [1] .
Es preciso tener en cuenta la influencia decisiva que ejerce un sinnúmero de presiones que impiden adquirir conciencia de nuestro propio yo. Si alguien nos aplasta un dedo con una puerta reaccionamos en seguida: no es la mano a la que le duele el dedo sino es todo mi yo en la totalidad de sus factores el que sufre este percance y el que responde al menos con un quejido. Paradójicamente, cuando nuestra personalidad resulta aplastada, suprimida o amedrentada muchas personas hoy lo soportan tranquilamente y se acostumbran a pensar que ¡no es preciso pensar en ello! (¡sic!).
No nos referimos aquí a una suerte de pasividad propia de algunas personalidades grises y sumamente conformistas. No. Queremos indicar algo más sutil y generalizado: el olvido frecuente del valor del yo ante el predominio de una cultura que utiliza a las personas como mero instrumento, igualándolas, de este modo, a las cosas.
En efecto, el uso instrumental de las personas usarlas como medios y no respetarlas como fines, es una conducta común en las culturas urbanas de comienzos del siglo XXI. Todas las reivindicaciones políticas de la dignidad humana parecen no haber corregido demasiado el profundo paradigma consistente en valorar la realidad en función de su utilidad, de su resultado práctico.
Así, en muchas organizaciones, con frecuencia se refuerza el siguiente mensaje verbal y no verbal: «vales si funcionas», «serás apreciado por tus resultados». Esto puede resultar en cierta medida razonable en una comunidad de trabajo que pretende eficacia y eficiencia. Sin embargo, con facilidad se extrapola a la totalidad de la vida, convirtiéndola en un producto de consumo, y haciendo de hombres y mujeres piezas reemplazables en el gran proyecto de ingeniería social que es la «sociedad de mercado», es decir, la sociedad absorbida por la lógica de los intercambios basados en ofertas, demandas y precio.
Este fenómeno social propio de nuestra época desplaza toda realidad que pretenda «valer por sí misma» en nombre del «valer por un resultado». Immanuel Kant, con todo y su racionalismo relativista no pudo más que reconocer que una cultura montada sobre esta idea es atroz. Solía decir que «en el lugar de lo que tiene un precio puede ser colocado algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y no se presta a equivalencia alguna, eso posee una dignidad» [2] . De esta manera Kant y luego personajes como Edith Stein, Emmanuel Mounier y Karol Wojtyla observarán agudamente que las dimensiones reales de nuestro yo sólo se advierten cuando nuestra acción y la de los demás reconocen el valor suprautilitario de la vida humana. Unamuno desde una sede literaria nos regala a este respecto un verso breve y afortunado:
Uno es el hombre de todos
y otro el hombre de secreto,
y hay que librarse de modos
de hacer de un sujeto, objeto.
LA PERSONA ES SUJETO Y COMUNIDAD
Recuperar la autoestima no depende fundamentalmente de un esfuerzo titánico por remontar obstáculos y problemas desde la entraña de nuestro yo. La autoestima no nace de la retórica emocionalista de los «motivadores profesionales» que dan asesorías personales o institucionales y que, en algún momento de exaltación, proclaman: «cree en ti mismo, sé optimista y lo lograrás». La fugacidad del impacto emocional de este tipo de técnicas hace que se corra un inmenso riesgo cuando se les coloca como soporte o estímulo para la recuperar el valor de la propia persona.
Si somos atentos, la palabra autoestima apunta a algo más, a una realidad mayor: toda persona, aún cuando a veces sea incongruente, vana o simplemente diferente a nosotros, es más digna de admiración que de desprecio. Reconocer habitualmente el valor de la persona por el mero hecho de ser persona, coloca las bases para que la autoestima emerja en la conciencia.
«Colocar las bases» significa precisamente facilitar un proceso que evidentemente también presupone un trabajo personal en el que el yo asuma su realidad con seriedad. Sin embargo, estamos convencidos que el puro esfuerzo solipsista con vistas a la autosuperación no es una vía sana para construir una personalidad madura. El ser humano, más allá de ideologías, no está construido así: solo, independiente, ajeno de los demás. Al contrario, uno de los rasgos que más distingue al mero «individuo» de la «persona» es precisamente la apertura constitutiva hacia su prójimo. Karol Wojtyla en este sentido llegó a decir a mediados de la década de los setenta que la persona es «sujeto y comunidad» a la vez [3] .
La vinculación interpersonal es un hecho antes que una elección. No es sólo que el ser humano «deba» respetar a los demás como fin sino que su propio ser está estructuralmente configurado así. No es posible valorarse a sí mismo adecuadamente sin reconocer de manera activa que los «otros-como-él» [4] piden ser apreciados también como personas y no como meros instrumentos.
Aunque parezca de repente paradójico el despliegue total de la naturaleza humana no se realiza al hacer una opción por el yo sino que el yo se confirma en su valor precisamente cuando opta por el «tú», es decir, por el valor del otro. En este sentido tiene razón Hans Urs von Balthasar cuando insiste en varias de sus obras que la primera experiencia plena de lo real se suscita cuando el yo sale al encuentro del rostro y del abrazo de su madre [5] . «Yo soy yo», «yo soy alguien valioso». Sin embargo, estos datos se fortalecen y maduran en la personalidad sólo a través del asombro, del estupor que me suscita el acontecimiento del otro en mi vida.
UN GESTO DEL YO POR EL TÚ
El compromiso con el yo es una vivencia comunitaria a favor de la realidad hacia la que nos sentimos enviados y sólo es este compromiso un gesto responsable cuando no se evade de la mirada del otro, de la palabra del otro, del desafío del valor del otro como obligación del yo [6] .
¿Con esto acaso no se corre el riesgo de valorar a todo y a todos salvo a sí mismo? ¿Mirar-me y valorar-me gracias al otro no me disuelve y me pierde? La respuesta a estas preguntas es negativa si nos fijamos que para asumir con plena responsabilidad la vida de mi prójimo tengo que hacerlo desde un pronunciamiento firme sobre mi propio ser y valer. Dicho de otro modo: no puedo decir tú si considero al yo débil o vacío.
Toda responsabilidad es esencialmente un gesto del yo por el tú en el que ambos términos mutuamente se requieren. La magia está en descubrir que asumir al otro como responsabilidad me obliga implícitamente a recordar quién soy, me obliga a no caer en la funesta tentación del olvido.
EL SURGIMIENTO DEL «DIVO»
Entonces, estimarme adecuadamente (autoestima) significa:
• Habituarme a apreciar el valor del otro como camino que me permite no olvidar el valor de mí mismo.
• Entender que sólo en el dar se justifica el poseer.
• Descubrir que hay más fuerza en amar que en creerse fuerte.
Estas tres afirmaciones pueden apreciarse en su verdad cuando son contrastadas con su modelo inverso, aparentemente más funcional, más práctico, pero al mismo tiempo más fragmentado y alienante: el ser humano que busca reencontrarse y revalorarse a través de sí mismo colocando a los demás en un plano secundario o negándolos como factores relevantes para la propia humanidad.
Esta es la figura «del hombre como «divo», que debe pretender imponer su soberanía en uno o varios campos de la realidad, entendida de manera fragmentaria» [7] . El «divo» es una caricatura de la autoestima, sin embargo, tiene una apariencia seductora: es altivo, aparentemente seguro de sí, avanza con aire de superioridad pero en lo profundo lo corroe el virus de la envidia a uno y a otro (al final ¡a todos!), no ha aprendido a decir tú ya que el tú no es menos que el yo sino precisamente es «otro-como-yo». El «divo» no se estima a sí mismo sino que termina odiándose ya que al final todo lo humano le resulta repugnante.
La cultura de los «divos» lastima a las personas, en especial a los más débiles, pues los reduce a un designio de posesión y de uso. El «divo» puede ser filántropo: hace el bien pero sin alguna clase de estupor o conmoción por la existencia del otro. Su motivación reside en que legitima esta conducta de acuerdo a los cánones de la cultura del éxito individual. De esta manera el «divo» confunde y distorsiona el rostro último de nuestro yo. El agotamiento social y político de este perfil ha mostrado su fracaso rotundo [8] más allá de las exposiciones teóricas. La vida no puede ser auténticamente humana cuando el yo se vuelve autorreferencial e impone sus designios a los demás.
UNA NUEVA VALORACIÓN DEL YO
Podemos concluir diciendo que la única manera de recuperar el rostro humano de la vida es precisamente a través de una nueva valoración del yo. El yo no puede ser más un individuo aislado. Tiene que recuperar su constitución comunional, es decir, abierta al misterio del otro. Es esta vía la que eventualmente puede mostrar un camino educativo que no sólo construya la personalidad sino que nos permita descubrir el significado definitivo de nuestra existencia en la amistad con una Persona que excepcionalmente nos muestre que alguien más allá de nosotros nos ha «estimado» primero haciéndonos ser lo que somos.

[1] Cf. L. GIUSSANI, El rostro del hombre, Encuentro, Madrid 1996.

[2] I. KANT, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Alianza, Madrid 2002, A 77.
[3] K. WOJTYLA, Persona: sujeto y comunidad, en El hombre y su destino, Palabra, Madrid 1998, p.p. 41-109.
[4] Cf. K. WOJTYLA, Persona e Atto, Rusconi Libri, Santarcangelo di Romagna 1999, Parte IV.
[5] Cf. H. U. VON BALTHASAR, Gloria, Encuentro, Madrid 1988, T. V, p.p. 565 y s.s.
[6] Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Afirmar a la persona por sí misma, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, México 2003.
[7] L. GIUSSANI, op. cit, p. 10.
[8] Cf. A. DEL NOCE, L´idea di modernità, en Modernità. Storia e valore di un´idea, «Tai del XXXVI Convengo del Centro di studi filosofici di Gallarete», Morcelliana, Brescia 1982, p.p. 26-43.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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