El día que comenzó la guerra de Irak, Muhammad me dio la noticia: «Han tomado Bagdad». Desde entonces, lo sabemos todos, ese país permanece en estado de emergencia. La invasión estadounidense ha suscitado incontables debates. Hace unos meses fuimos testigos de algunas fotografías de iraquíes torturados. Susan Sontag publicó el libro, Regarding the Pain of Others, que denuncia el espectáculo bélico al que nos hemos ido habituando.
En Irak han muerto muchas personas. Sin duda, esa es la pérdida más dolorosa. Pero se suma, también, la destrucción de uno de los patrimonios culturales más impresionantes de todos los tiempos. En la quema y saqueo de la Biblioteca Nacional de Bagdad se perdieron las primeras traducciones del griego al siríaco y al árabe de Aristóteles y otros filósofos. Muchos desconocen que en los siglos VIII y IX, el foco cultural más importante fue Bagdad.
Ahí se gestó y consolidó una escuela de traductores cuya labor fue fundamental en la transmisión de la filosofía griega. Al-Kindi, el primer filósofo islámico, mandó traducir ahí la Metafísica de Aristóteles. Gracias a los filólogos de Bagdad, los musulmanes conocieron todas las obras de Aristóteles (menos la Política), casi todos los diálogos de Platón, los trabajos de Temistio, Amonio, Filopón, Alejandro de Afrodisia, Galeno y un sinnúmero de pensadores, matemáticos, teólogos, astrónomos, médicos. Si los filósofos árabes concentrados en Bagdad no hubiesen conservado y estudiado a los griegos, el Occidente latino nunca los habría conocido.
Me inquieta que algunas personas desconozcan lo que había en Irak y lo imaginen un desierto sin importancia. Irak es relevante por muchas razones: era Ur, el lugar donde nació Abraham; también fue Babilonia; fue un centro de traductores y filósofos; tuvo una biblioteca pública desde el año 991; y fue el centro de Las mil y una noches, una de las obras literarias más maravillosas de la historia. En la biblioteca había manuscritos de esta joya.
Se han perdido escritos de Omar Khayyam, textos de literatura persa, poemas y escritos de los sufíes, mapas antiguos de Persia y el Medio Oriente en general. Además, se destruyeron varias donaciones de literatura occidental y, entre ellas, una de literatura latinoamericana.
Hace unas semanas, mi colega Enrique G de la G me recomendó entrar en contacto con Fernando Báez, inspector venezolano de la UNESCO, experto en bibliotecas y autor del libro Historia universal de la destrucción de libros. Báez señala que en la Biblioteca Nacional de Bagdad se perdieron diez millones de documentos, destrucción mayor a la quema de libros hecha por los nazis (1933) o la destrucción de los serbios (1993).
Todo indica que se salvó 35% de los libros de la Biblioteca: una parte fue robada y está a la venta en el mercado negro o en bazares; algunos intelectuales protegieron otra parte, escondieron ediciones y comentarios del Corán, prometiendo mantenerlos ocultos hasta que Estados Unidos abandone el territorio. Se ha sabido de casos particulares: un anticuario neoyorquino recibió una oferta para comprar unos manuscritos de Bagdad. Supuestamente lo comunicó a la Interpol. No será extraño que en unos años encontremos en otras bibliotecas del mundo ejemplares con el sello de la Biblioteca de Bagdad.
Me inquieta la capacidad destructiva de los seres humanos. Y me inquieta, también, que haya tantos que no se percaten de la importancia de los libros. Apenas esta tarde, un amigo me preguntaba si creía que los de papel serían suplantados por los electrónicos. Eso piensan muchas personas. Yo espero que no: el día que colapsara el sistema, habríamos perdido buena parte del patrimonio cultural de la humanidad. El amor a los grandes libros y su defensa, nos recuerda que nuestra identidad está más allá de los vaivenes de la política y los caprichos del mercado.