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Benedicto XVI y Ratzinger

Temo algo: las perspectivas para el catolicismo no son halagüeñas. No me extraña. El catolicismo, particularmente en América Latina, no ha puesto atención a la cultura. Los católicos mexicanos, especialmente los «conservadores», despreciamos las tareas intelectuales. Neciamente minusvaloramos la influencia de la filosofía, la literatura y el arte en la religión. Pagaremos las consecuencias. No nos quejemos de la descristianización de nuestra sociedad.
El antiguo cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, se ha referido a nuestra época como la «era neopagana». Quizá los latinoamericanos no nos hayamos dado cuenta, pero Europa vive ya el postcristianismo. El Evangelio ya no es una pauta de acción de la vida diaria, sino un escrito que se suma al catálogo de grandes libros, como La Odisea, el Quijote o La Eneida. Ya ni siquiera se habla «en cristiano»: desaparecen modos de decir tales como «Si Dios quiere», «Dios mediante», «Jesús te ayude», «Ve con Dios»… Las familias ya no van a Misa. Ya no se bendice la mesa en las casas. Semana Santa y Navidad carecen de sentido religioso. La Iglesia se percibe como una institución de poder cualquiera. Los mandamientos, especialmente los temidos «sexto y noveno», le tienen sin cuidado al común de la gente. Juan Pablo II hablaba, con toda razón, de «recristianizar» Europa.
Una diferencia había entre Joseph Ratzinger y Karol Wojtyla: el optimismo del polaco. El prelado alemán nunca se tocó el corazón al hacer sus diagnósticos: «Al comenzar la Edad moderna dijo alguien que deberíamos vivir como si Dios no existiera. Esto ha ocurrido, y a la vista tenemos las consecuencias». El antiguo cardenal alemán pensaba ignoro lo que Benedicto XVI dirá al respecto que el destino de la Iglesia Católica era terminar convertida en una religión de minorías, como el cristianismo primitivo. Veía muy lejos la «primavera de la Iglesia».
La decisión de los cardenales los católicos creemos que en el cónclave interviene el Espíritu Santo admite muchas lecturas: que si la continuidad, que si la apuesta por la ortodoxia, que si el conservadurismo. Yo me quedo con una: los cardenales decidieron elegir a un intelectual.
Ratzinger, en los tiempos del Concilio, era un teólogo «progresista» que afirmó, con un grupo de compañeros, que El Santo Oficio aún utilizaba procedimientos muy poco transparentes. Este grupo de teólogos protestó por lo que ellos consideraban la poca libertad de investigación que había en la Iglesia Católica y advertían que las leyes para proteger la fe habían tenido un efecto contrario: sus restricciones provocaban el alejamiento de la Iglesia. El texto cayó como bomba en el ambiente romano, impregnado de filosofía neoescolástica, complicados protocolos y un derecho parcialmente obsoleto.
Ratzinger tuvo una carrera como brillante profesor universitario en Ratisbona, Bonn, Münster y Tubinga. El cardenal Frings de Colonia, una de las diócesis más importantes y ricas del mundo, lo había nombrado su asesor para el Concilio Vaticano II. Frings también se convirtió en una figura revolucionaria al encabezar la «revuelta» de los padres conciliares, detrás de la cual podemos vislumbrar a Ratzinger. Cuando algunos miembros de la curia vaticana pretendieron reducir la actuación de los obispos a un mero formulismo de «aprobación de actas», Frings, apoyado por Ratzinger, propuso la reforma del Santo Oficio e insistió en la renovación de muchos planteamientos de la teología católica en torno a la Revelación Sagrada.
Como muchos otros teólogos jóvenes, Ratzinger saludó con optimismo y entusiasmo el aggiornamento propugnado por Juan XXIII. Se trataba de poner al día a la Iglesia, de acercarla al mundo. El hecho de que no temiera a la vanguardia intelectual fue un punto más para que se le considerara reformista.
En 1968, sin embargo, hubo un punto de inflexión. La revolución estudiantil cambió la mente de muchos, entre ellos, la de Ratzinger. La reforma se había convertido en revolución y la teología crítica devino filosofía escéptica. El teólogo nunca estuvo dispuesto a despojar al cristianismo de su sentido sobrenatural, de fe, de asentimiento.
La crisis posconciliar lo llevó a ponderar algunas posturas. El espíritu crítico propio de cualquier actividad científica, incluida la teología no debía anular el mensaje del Evangelio. El cristianismo debía reformarse, cierto, pero no a costa de su identidad.
En 1996 Ratzinger ya dirigía la Congregación para la Doctrina de la Fe (la institución «heredera» del Santo Oficio). En una entrevista con Peter Seewald evocaba sus ansias de libertad: «Yo opinaba que la teología escolástica, tal como estaba, había dejado de ser un buen instrumento para un posible diálogo entre la fe y nuestro tiempo. En aquella situación, la fe tenía que abandonar el viejo Panzer y hablar un lenguaje más adecuado a nuestros días. Tenía que mantener una actitud diferente. En la Iglesia hacía falta más libertad. Pero, lógicamente, los sentimientos propios de la juventud jugaban un papel importante en todas esas reflexiones».
No se desdijo. Hacía falta libertad, aunque añadía un matiz: sus palabras debían ser contextualizadas en su juventud. En los 90, Ratzinger era un cardenal venerable y había tenido que enfrentar la disidencia de muchos teólogos. De alguna manera, ahora le tocaba estar del otro lado de la barrera. No es ningún secreto que, después del Concilio, muchos sacerdotes «colgaron la sotana» y miles de jóvenes abandonaron los seminarios. El optimismo de muchos se transformó en cielo encapotado.
Con ocasión de un Via Crucis, Ratzinger escribió unas líneas conmovedoras: «Este es el viernes santo del siglo XX: el rostro del hombre infamado, escupido, roto por el hombre mismo. Desde las cámaras de gas de Auschwitz; desde las aldeas arrasadas con niños torturados en Vietnam; desde los suburbios llenos de miseria de la India, de África, de Latinoamérica; desde los campos de concentración comunista que Solzhenitsin nos ha puesto ante los ojos: desde todas partes nos mira ese rostro lleno de sangre y heridas, cubiertos de dolor y de burlas, con un realismo que se burla de cualquier transformación estética del dolor.
Si Kant y Hegel hubiesen tenido razón, la progresiva ilustración hubiese debido hacer a los hombres cada vez más libres, más razonables, más justos. En lugar de eso, esos demonios que nos habíamos apresurado a declarar muertos ascienden cada vez más desde sus abismos y enseñan a los hombres a tener miedo de su poder y de su impotencia: de su poder para destruir y de su impotencia para encontrarse a sí mismos y dominar la propia humanidad».
Cuando en 1981, Juan Pablo II nombró a Ratzinger prefecto de la Congregación, algunos sectores suspicaces de la Iglesia se pusieron nerviosos. Wojtyla invitó a Roma a una de las luminarias de la teología católica. De esta manera, logró el apoyo del teólogo «reformista más conservador», o el teólogo «conservador más reformista», según se vea.
Ratzinger fue un hombre de Wojtyla, un colaborador leal, un cristiano fiel que siempre supo mantener su independencia intelectual.
Benedicto XVI no modificará los dogmas de la Iglesia Católica. No puede. Quienes lo catalogaron como conservador seguirán haciéndolo. No obstante, quienes sigan atentamente sus escritos se percatarán de que los cardenales hicieron una apuesta por la continuidad, cierto, pero también por la cultura, la filosofía y la teología.
No podemos abandonarnos al sentimentalismo fácil, ahora estamos ante un papa intelectual. Es verdad que el perfil del primer papa fue el de un rudo pescador. Pero ahora es el de un formado catedrático. Sin embargo, su espíritu instruido no es lo más importante. «Mi verdadero programa de gobierno dijo el Papa es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme junto con toda la Iglesia a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca la Iglesia en esta hora de nuestra historia» (Homilía de Inicio de Pontificado)

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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