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¿Es posible hacer una semblanza de Juan Pablo II?

MUCHO PERSONAJE

Si tratáramos de explicar la vida del entrenador de un equipo de futbol americano a partir de los hábitos con que cuida su coche y a su perro, sin duda daríamos una visión plana del personaje. Interpretar su existencia desde esa perspectiva arrojaría quizá indicaciones interesantes sobre su carácter, y a quien lo conociera en otras facetas le serviría para entenderlo mejor. Obviamente, sin el cuadro general sale una caricatura.
Este caso absurdo sirve para destacar algo que impresiona de muchos artículos sobre Juan Pablo II. Rabia y risa se alternan al ver las reducciones de una persona de semejante calado a una galería de sentimientos dulzones, un embrollo de estrategias pseudopolíticas o una acumulación de prejuicios culturales. Es lógico interpretar a un personaje desde alguna de sus facetas, actuaciones o labores, pero no calificarla o descalificarla a partir de dos pinceladas de un mural.
Señalar esto me coloca en una situación muy difícil, si quisiera superar de alguna manera esas posiciones. Para no llevar el fardo a cuestas, reconozco de antemano que no pretendo hacer un cuadro completo, sino rastrear algunos elementos fundamentales de la figura de Juan Pablo II evitando un simple panegírico.
ESTABLECER LOS FRENTES
Para afrontar la tarea, podríamos empezar por distinguir dos facetas: la de la personalidad del sujeto y la de su peculiar «cargo», pues ambas ofrecen aspectos importantes.
Para lo primero, me apoyo en unas reflexiones de Joaquín Navarro Valls, recogidas por George Weigel en el libro Testigo de esperanza1. Dice el portavoz médico psiquiatra antes que periodista que es sorprendente encontrar una persona en la que coincidan en tan alto nivel cualidades tan dispares como las del poeta, el contemplativo y amante de la naturaleza, con las del hombre de acción y de empresa.
Es decir, Karol Wojtyla no era el «típico profesor despistado» ni el pragmático manager, sino una persona extraordinariamente dotada. Subraya Navarro que lo más raro es encontrar una personalidad que consigue «gestionar» esas cualidades tan equilibradamente. Potencialidades que encontraron cauce en el oficio del joven actor polaco: saber moverse en distintos escenarios, sentir las reacciones del público e interactuar con él. Intentaré explicar algunos elementos que integraban la riqueza interior del Papa antes de pasar a la vertiente pública.
¿COMO DEFINIR A  UN CONTEMPLATIVO?
Hay gente capaz de meditar sobre lo evidente, se percata de que aquello que tiene delante no es «tan claro» como parece. Por ejemplo, si alguien se entretiene admirando la naturaleza, es probable que tarde o temprano se tope con la «sorpresa» de que ese paisaje ordenado lo puede interpelar «a ver, ¿de dónde vengo?», «¿podrías haberme hecho mejor?», «¿crees que hay algo entre tú y yo?», «¿te conoces mejor a ti mismo después de mirarme?»
Preguntas tontas para quien es incapaz de «entender muy bien a medias» y luego ponerlo por escrito (empezando por el que suscribe). El poeta les encuentra sentido y lo plasma «a medias» en palabras. El filósofo trata de explicarlo en orden, aunque sea limitado. Si además descubre la presencia de un arquitecto en todo aquello, puede pasar de la mera reflexión a ser un místico que se deleita y entretiene sin acabar de comprender, porque sabe que el esfuerzo sería estéril y cualquier explicación, insuficiente.
La capacidad de seguir dialogando con una realidad, a sabiendas de que es inagotable, permite sacar mucho partido al considerar las realidades humanas (personales, sociales, históricas) y sobrenaturales. Quizá suene raro, pero si pensamos «qué tanto» conocemos a las personas que tratamos seguramente reconoceremos que cada día hemos de lidiar con cien «pequeños misterios», porque nunca acabamos de conocerlas. La realidad cotidiana cambia mucho cuando alguien se empeña en «aprovechar» esa relación que nunca agota la realidad del otro, para enriquecerse a sí mismo, y quizá también al otro. Acabo de cometer dos errores: al tratar de encuadrar la categoría del «místico», me enemisto con los teólogos y al referirme a cuestiones «sobrenaturales», me enemisto con un buen número de lectores.
De cualquier manera, Juan Pablo II supo leer en la naturaleza, disfrutar con, y reposar en ella. Sus obras filosóficas, especialmente centradas en cuestiones humanas, demuestran que esa capacidad de apreciación penetra también en los problemas de la persona. Sus cualidades como poeta ofrecen además otra vía de expresión para esa capacidad observadora.
POTENCIA INTERIOR
Me parece que su asombrosa capacidad de concentración y asimilación se basaba en esas cualidades. Muchas veces, cuando debía escuchar discursos toda una mañana o una tarde, apoyaba la cabeza en una mano, y con los ojos cerrados se concentraba en lo que le decían. Al final de la intervención, sus comentarios reflejaban que no se había «desconectado» del ponente, sino que se había desconectado de lo demás para quedarse con lo que tenía que ocuparle la cabeza en ese momento. La capacidad de leer en los viajes, como atestiguan sus colaboradores; de asimilar contenidos difíciles en poco tiempo; la facilidad para pasar a sus rezos durante los mismos viajes (en avión, helicóptero, coche) Puede decirse que «absorbía» lo que le contaban: es la conclusión de numerosos testimonios de gente que frecuentó sus comidas de trabajo.
No basta tener una mente preclara, hay que conducirla. Saber dirigirla depende de una larguísima educación de disciplina mental. Cuando Navarro Valls comenta estos lineamientos psicológicos del Papa, destaca siempre una palabra: equilibrio. Para la generación de la Play Station y de los multitaskers multimediales será muy difícil entender a qué me refiero.
Explicar cómo se manifiestan estas cualidades en lo que suele llamarse «vida espiritual» o trato con Dios requeriría una lista enorme de hechos o actitudes, que producirían, sin embargo, un mapa incompleto. Quien desee aventurarse a superar lo anecdótico puede adentrarse en algunos de los últimos escritos personales del Pontífice e intentar hacerse un cuadro propio de cómo y qué hablaba con Dios.
PRIMERO EL INTERLOCUTOR
La ya referida capacidad de escuchar, fue siempre parte de su trabajo como pastor de almas. Sus horarios de atención a la gente tenían toda la flexibilidad que exigía la asimilación y posible solución de los problemas de la gente. Al parecer, su «vicio» de dedicar más tiempo del previsto a los individuos, fue siempre un problema para sus colaboradores, desde Cracovia hasta Roma: el protocolo y el horario no eran los protagonistas, si el bien de los interlocutores lo ameritaba.
En italiano se dice que los grandes artistas «perforan la pantalla», es decir, comunican rompiendo los límites del medio de transmisión. Juan Pablo II lo hizo de muy distintas maneras, dependiendo del público y las circunstancias. Esa atención a quien lo escuchaba lo inducía a ignorar el escrito preparado e improvisar, provocando al público con el bastón, riéndose de sus propias limitaciones, o dejándose llevar por el espectáculo de un payaso o de un grupo de niños. Ese mismo «saber estar» lo llevaba a sostener discursos fuertes y exigentes como el del Estadio Nacional (Santiago de Chile, abril 1987), o la homilía en Agrigento en mayo del 93, encarando directamente a la mafia.
Ya sea que su interlocutor fuera un jefe de Estado, un grupo de trabajadores, o el público del Estadio Azteca o del Santiago Bernabeu, Wojtyla sabía hablarle. En suma, utilizaba con naturalidad su capacidad de romper la pantalla para estar con el público. Tras entrever cómo las cualidades interiores se manifiestan en la comunicación, paso a explorar la segunda vertiente, es decir, las consecuencias en la guía de la Iglesia.
PONERSE EN MARCHA
Es muy bueno poner manos a la obra, cuando se ha entendido un problema y se ha pergeñado una solución. Esperar sin motivo es tan imprudente como precipitarse, pero conocer el momento justo de actuar y hacerlo, es prerrogativa de pocos. No está garantizada la victoria en la gestión de situaciones pasajeras ni permanentes. Basta dar un vistazo a las decenas de empresas que entabló Juan Pablo II para darse cuenta: desde las más tristemente célebres, como ciertos escándalos de personajes eclesiásticos, hasta la promoción del diálogo interreligioso y de la unidad de los cristianos.
Pensar en problemas de esa magnitud sería suficiente para amedrentar a cualquiera. Afrontarlos, encontrar vías para destrabarlos, mejorar las condiciones de partida, etcétera, son labores titánicas.
Quien haya afrontado problemas de comunicación familiar o laboral, abandonando «poses» y caprichos en bien de la empresa común, sabe que no es fácil restablecer el intercambio razonable de ideas. Cualquiera puede imaginar lo que cuesta entablar negociaciones con Fidel Castro o con Israel, desde una posición inicial nada prometedora.
Además de la voluntad de abrirse y ceder, requiere amplia «imaginación negociadora», como la que enseñan a desarrollar y aplicar las escuelas de comunicación: desactivar una crisis, invitar a la reflexión, encontrar a los intermediarios adecuados, etcétera. Para evitar conflictos o desarrollar la relación con decenas de instituciones, Juan Pablo II y sus colaboradores ensayaron todos los caminos e inventaron algunos nuevos. Esto fue tan importante para mejorar las relaciones con una Conferencia Episcopal, como para defender posiciones justas en ambientes contrarios, como en las conferencias internacionales de El Cairo y Pekín.
SIEMPRE EN PRIMERA LÍNEA
El 17 de enero de 2005, el personal de la Ferrari tuvo una audiencia con el Papa. El presidente del grupo, Luca Cordero di Montezemolo, entregó al Pontífice un modelo a escala 1/5 del coche campeón de Fórmula 1. En la placa dedicatoria se afirmaba que el Papa llevaba «26 años en pole position», es decir, ganando siempre el primer puesto para arrancar. En realidad, su «carrera» empezó mucho antes.
Desde la atractiva figura del joven sacerdote esquiador, hasta el infatigable promotor del diálogo de todas las facciones, fue siempre consciente del valor del tiempo. Es evidente que le importaba mucho más hacia dónde tenía que ir, y la responsabilidad de su posición, que las dificultades que pudiera encontrar. Sólo así se explica que afrontara «causas perdidas» sin esperar frutos inmediatos, o que pudiera «perder el tiempo» disfrutando con el entusiasmo de los jóvenes en los que está todo por hacer y que muchos viejos tildarían inmediatamente de irresponsables.
Después que la revista Time lo designó «Persona del año 1994», podía pensarse que sólo le quedaba la jubilación, vivir de sus rentas. Estaba, en cambio, preparando el Jubileo del año 2000.
Ya antes de ese acontecimiento muchos lo daban por acabado, incluso personas de buena voluntad decían basta a muchas de sus iniciativas. Reconozco que me cuento entre los que contemplaban la apertura del 2000 con serias dudas sobre el aguante del Pontífice para llevarlo a término.
El más desaprensivo ha de reconocer que había «algo más» que energía humana en esa aparente testarudez. El Papa Wojtyla no fue un voluntarista incapaz de renunciar a sus planes, sino un hombre convencido de que su compromiso no se entendía sin su referencia continua al plano de la eternidad: si Dios lo mantenía vivo, era para continuar su labor de guía, costara lo que costara.
¡Y DALE CON LOS DOGMAS!
Estas observaciones no resuelven ninguna cuestión concreta, pero son necesarias como premisa ante las críticas de conservadurismo, intransigencia, falta de sensibilidad a los cambios, etcétera, que le atribuían desde distintas instancias.
Es doloroso constatar el modo y el contenido de muchas protestas contra la tenacidad de la Iglesia al defender ciertas bases morales o doctrinales. Algunos teólogos y feligreses olvidan una realidad evidente: la defensa de muchas verdades de la fe ha costado la vida a millares de personas con las que estamos en deuda y en una continuidad que podemos llamar «institucional»: somos sus herederos. Incluso sin atender a las cualidades de esos personajes, verdaderos fundadores de cultura o gente común, se le estrujan a uno las entrañas cuando se vocifera contra ideales por los que otros dieron su vida.
No es momento de detallar las batallas teológicas, doctrinales y morales por las que atraviesa la Iglesia, pero si se tienen en cuenta algunos de los elementos citados, se puede entender al menos la seriedad con la que deben ser tratadas y el celo con el que deben ser defendidas. El Papa y sus colaboradores fueron perfectamente conscientes de que el diálogo con todas las partes y la atención a todos los cambios no justificaría malbaratar una herencia, o mejor dicho, un tesoro en depósito que no les pertenece. Por otra parte, las armas arrojadizas contra la Iglesia o el papado llevan la ventaja de que no requieren coherencia y pueden ser hasta cierto punto irresponsables: puedo criticar sin compromisos la discriminación que supone, según algunos, no aceptar al sacerdocio a personas con tendencias homosexuales, y después poner el grito en el cielo por los escándalos en esa misma línea.
O SOBRENATURAL O ABSURDO
La posición del Papa que debiera ser la de cualquier cristiano o tiene un contenido sobrenatural que le da sentido o no vale la pena. El espesor cultural del cristianismo y los signos indelebles de su empuje civilizador pueden propiciar defensas de estos aspectos humanos, pero reducir la vida cristiana a cultura, tradiciones y demás elementos folklóricos es aguarla.
No es fácil resumir cuáles son los elementos «más que humanos» de una religión, pero para el cristiano la presencia de Dios en el mundo como Creador y como Salvador histórico son fundamentales. Dios creó el mundo y a cada uno de nosotros con un designio, y en ese plan está la relación personal con su Hijo, que también es Dios. Además, este Hombre-Dios dejó una serie de medios con los cuales alimentar esa relación en la Tierra, para plenificarla en el Cielo eternamente.
Por muy extraño que suene todo esto, sin ese marco no se entendía que un individuo a sus 85 años estuviera, «dando el espectáculo», como no se entiende la vida de Madre Teresa de Calcuta o la de Tomás Moro.
Aunque en nuestros medios culturales resulte raro hablar de estos temas, es necesario tenerlos en consideración si se quiere incoar el esfuerzo por entender el papel de la Iglesia y de sus representantes. De otra manera, repito, el Papa sería un loco de remate, igual que la mayoría de sus seguidores.
PONERSE AL DÍA
Una de las tareas fundamentales del Concilio Vaticano II fue poner las bases para renovar la vida de la Iglesia en un mundo fluctuante. Cabe decir que, desde el siglo XVI, no había tenido lugar una revisión de este nivel. No es fácil valorar la revolución que supuso esta empresa, en buena medida porque estamos todavía en la primera oleada de sus consecuencias.
Los esfuerzos del Papa Wojtyla para poner en práctica esta aventura son incontables, y la historia de sus logros tendrá que escribirse más adelante. Bastaría dar un vistazo al proceso de elaboración del Catecismo de la Iglesia Católica (1986-1992) para entrever algunas dificultades que entraña este tipo de iniciativas.
¿A quién le extraña que la Santa Sede tenga un portavoz? Pues a principios de los años ochenta la cosa era tan novedosa como pensar que los jugadores de futbol se pidieran el balón con el teléfono celular. El empeño de aplicar los medios de comunicación interna y externa a la Iglesia es un capítulo completamente nuevo en la historia.
La política internacional ha cambiado mucho en estos años, no son pocos los que ya ni siquiera asocian a Juan Pablo II con la caída del comunismo (muchos jóvenes con los que se encontraba nacieron tras la disolución del bloque comunista). No es fácil entender cómo se mueve la Santa Sede en los organismos internacionales, y cómo evaluar su eficacia. Una cosa sin embargo es clara: que la «visibilidad» que ha adquirido la Iglesia en los medios de comunicación no se agota en un personaje atractivo, sino en la presentación de la esencia y de los principios de una institución. Los católicos somos los primeros que tendríamos que darnos cuenta de ello para aprender de la labor de Juan Pablo II en este campo.
Algunas de las cuestiones más caras al obispo Wojtyla pasaron a ser motivos de reflexión teológica, por ejemplo, su modo de afrontar las explicaciones sobre el amor esponsal, sobre el valor natural y sobrenatural del cuerpo humano.
Creo que he estirado demasiado los horizontes, pero quizá así se puedan relativizar muchas opiniones sobre un Papa «político», un Papa «superstar», un señor intransigente, y un largo etcétera.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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